Descubriendo el punto “H”

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Los alumnos de la escuela a la que asistí de pequeño tardamos bastante tiempo en saber que los castigos no formaban parte del temario de estudios, hubo momentos que pensábamos que a la Enciclopedia de Alvarez le faltaba el apartado de “castigos”, dada la asiduidad con la que nos aplicaban la “lección”.

En otra ocasión os he contado el “invento” de «el milagro del ajo» y de su fracaso, pero al poco tiempo apareció un sistema de tecnología mucho más depurada que había que aplicarlo con delicadeza, y la verdad, es que nuestra clase no se destacaba por ser el paradigma de esa virtud.

El castigo físico que más temíamos por doloroso era el poner los dedos juntos hacia arriba y sobre ellos descargaba el maestro su “lección”. El novedoso sistema consistía en tener paciencia y cuando apreciabas que la regla estaba a pocos centímetros de tus dedos, bajar estos un poco, de forma que variabas el punto de impacto y el dolor era bastante menor. El “invento” era efectivo, pero había que tener la sangre fría de un samurái para no adelantarse al momento y que resultase visible el “apaño” porque entonces era muy posible que el maestro te “explicase” varias lecciones del tirón. Todavía me duele al recordarlo, es que yo tardé tiempo en cogerle el truco. Torpe que es uno, que le vamos a hacer.

Hubo un compañero que tenía una habilidad tremenda en aplicar el sistema, creo que el maestro nunca se dio cuenta, era nuestro héroe particular. Nunca se nos ocurrió juntar los dos “inventos”, el ajo y el punto H, no sé si hubiera dado resultado pero creo que esa tecnología era muy avanzada para nuestro tiempo.

Agur

El ajo milagroso..

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El más común de los castigos era el de la regla contra la mano abierta. Muy cabreado tenía que estar el maestro para que te mandase poner los dedos juntos y darte en la punta, y eso dolía de verdad. El golpe en la mano tenía una cosa a favor del profesor, que sonaba mucho y eso quieras que no, “acongojaba” mucho al personal, era la forma más resolutiva de calmar a la “jauría”.

Todos sabemos lo que un bulo podía correr en el tiempo que duraba un recreo. Un buen día, algún lumbreras dijo que si te untabas con ajo la palma de la mano, no te dolían los golpes de la regla. Para que luego alguien diga que en aquellos tiempos no existía el I+D. Dicho y hecho, ya teníamos el remedio contra el “opresor”.

No hubo que esperar largo tiempo para poner en práctica tales remedios. A los pocos días, y no recuerdo por qué, hubo zafarrancho general, y claro, toda la clase castigada. Una cosa de agradecer, era que, cuando los castigos eran masivos se avisaba con un día de antelación, debía ser para que estuvieras toda la noche dándole vueltas a la  cabeza.

Don Felipe -el maestro- no se imaginaba que sus alumnos disponían de la más avanzada tecnología en “contracastigos” y tal como era presumible, aparecimos en la clase con las manos untadas de ajo –nos untamos las dos porqué no sabíamos en cual iba a caer la regla- el olor os lo podéis imaginar, todo lo que tocábamos olía a ajo, cuadernos, lapiceros, tizas, pupitres, es decir, toda la clase.

Por una vez fuimos al cadalso sin miedo al dolor, el “secreto” era inconfesable pero el olor nos delataba, sufrimos el castigo y creo que me dolió más que en veces anteriores.

Ese día aprendí la técnica de prueba y error, aquello no funcionó, es más, creo que nos dieron más “cera” que de costumbre.

En el recreo buscamos al “científico” para “explicarle” la utilidad de su invento pero fue inútil, se diluyó cobardemente entre la muchedumbre y nunca supimos quién fue.

Más adelante, apareció otra solución: el punto H, pero eso os lo contaré en otro momento.

Agur

Juntos si, pero no revueltos….

foto:sareantifaxista.blogspot.com

Eso debían pensar los próceres de la época y bien que lo llevaron a rajatabla.

En nuestra escuela había tres aulas dedicadas a los chicos y otras tantas a las chicas. En mi clase estábamos unos 40 niños, de diversas edades y por lo tanto de varios cursos. En mi memoria quedan vagos recuerdos de la misma, la gran altura que tenía la clase, el crujir del suelo de madera, grandes ventanales y sobre todo la estufa; una estufa de hierro fundido con una enorme chimenea hasta el techo, se alimentaba con carbón, pero de un carbón muy poroso y de poco peso, era ideal para fastidiar al compañero pasándole un trozo por la nuca a contrapelo, de verdad que hacía mucho daño.

Los pupitres de madera, inclinados y con dos agujeros en la parte superior para meter los tinteros de porcelana eran ideales para jugar de una forma barata al primer juego tecnológico que recuerdo, el pinball. Con una canica y dos “bolis” éramos capaces de simular el juego, claro, eso tenía contrapartidas, si la clase estaba en silencio solo se oía el rodar de la canica por el pupitre. Si ese leve sonido llegaba a oídos del maestro (vaya oído que tenían) ya conocíamos el veredicto: culpables, y las penas: o “aportar” a las misiones, o sufrir los “reglazos”, y la peor de todas, ir castigados a cumplir la condena a la clase de las niñas. No había mayor humillación que pasar un buen rato (a arbitrio de la maestra) de rodillas y con los brazos en cruz delante de las niñas. Te quedabas solo ante el peligro de las sonrisitas y miraditas, y sin la ayuda de tus colegas, que era lo peor. Vamos, que eso no pasaba ni las torturas de Fumanchú.

Estoy seguro que hubiéramos preferido cualquier otro castigo antes que pasar esa terrible vergüenza. Alguna que otra vez la viví en mis carnes y era muy duro.

Agur