Las barracas de la Campa de los Ingleses

Mi primer recuerdo infantil de las barracas está en la Campa de los Ingleses, actualmente Abandoibarra. La visita a las barracas era el premio y consecuencia de haber sido «formal» y no haber hecho muchas trastadas, por lo menos quince días antes, pero creo que los mayores hacían la «vista gorda» a muchas, porque al final, ellos disfrutaban tanto como los niños.

Al anochecer, la visión desde Alameda Mazarredo era maravillosa, aquella noria girando con sus luces, el tren «chuchú» el olor entre dulce y empalagoso de los puestos de azúcar y manzanas caramelizadas, los churros, los caballitos, el ruido, era mágico.

Una vez dentro del recinto, estoy seguro que el tiempo corría a más velocidad que la normal, por lo menos, a mí nunca me daba tiempo de recorrer todo, y cuando menos te lo esperabas y más a gusto estabas se oía la frase terrible: «ya es la hora», hala, a recoger tus ilusiones y para casa.

Después la memoria me sitúa las barracas en la Avda. José Antonio, ahora Avda. sabino Arana. Aquí ya estaban mejor organizadas, a izquierda y derecha de la calle se situaban los puestos de dulces y por el centro de la calle estaban las atracciones grandes.

De aquella época me viene el recuerdo de estar tres amigos, «la cuadrilla» delante de una barraca de la que veíamos salir a la gente partiéndose de risa, no recuerdo el nombre de la misma, pero era algo así como «El pasaje de la risa». Preguntamos lo que costaba la entrada y juntado «recursos» decidimos entrar, era como entrar a la boca del lobo, estaba todo oscuro, enseguida comprobamos que estábamos en un pasillo que serpenteaba por el pequeño recinto de la barraca, no había ninguna luz, así que íbamos palpando las paredes a derecha e izquierda para no tropezarnos. De pronto nos empezaron a pegar con escobas desde lo alto del pasillo, a la vez que se oían gritos, vamos, de lo más sugestivo para un día de feria. No podíamos correr por el pasillo sin temor a tropezarnos contra las paredes, y los de arriba dale que te pego con las escobas. Cuando salimos de aquella «tortura» nos dio por reírnos como tontos, parece ser que ese era el fin comercial de dicha barraca, seguro que al vernos reír, algún otro paisano entraría a ver qué pasaba.

Muchas veces he pensado en esta anécdota y sigo sin entenderla: pagas una entrada, vas por un pasillo a oscuras, te dan palos «a manta» y sales riéndote pareciendo decir a la gente que te ve «entrar, entrar, que es muy divertido».

Espero entenderlo algún día.

Agur