¿Por qué Trump?

Como cualquiera con un gramo de corazón, en lo personal y en lo político desprecio a Donald Trump con todas mis fuerzas. Sin embargo, no puedo evitar que me fascine como fenómeno. Y cada vez más. Empecé escuchando de refilón sus casposas melonadas, sin sospechar que llegaría a tener la menor opción de aspirar a la presidencia de Estados Unidos, y hoy es el día en que sigo con notable atención sus andanzas y con interés aun mayor, el pánico que su posible victoria en las primarias provoca incluso dentro de su propio partido.

Esto último, por cierto, resulta muy divertido si tenemos en cuenta que el otro aspirante republicano con opciones, Ted Cruz, es un chalado ultramontano que dice recibir instrucciones directas de Dios. Frente a tal adversario, a esta hora de la entretenida carrera electoral —sobre todo, cuando se contempla a 9.000 kilómetros—, Trump lleva una ventaja, dicen que ya muy difícil de salvar, de 255 delegados. No hay analista que no se pregunte por qué, y de hecho, en aquel lugar del mundo se ha disparado la búsqueda en Google enunciada como “Why Trump?”.

Me temo que buena parte de los millones de individuos dispuestos a votarle lo que se preguntan es por qué no. Si le dan media vuelta y se fijan en singularidades políticas pujantes de la Europa que exporta superioridad moral por toneladas, verán que en el fondo no hay tantas diferencias. Por más que nos moleste a quienes detestamos el trazo grueso, estamos en una época en la que triunfa la ausencia de toda sutileza. Poca queja nos cabe. Trump y el resto de vendedores de humo son la radiografía del sistema que llamamos Democracia.

¿Quién nos representa?

La que faltaba para las seis pesetas. Como andábamos cortos de membrilladas de jardín de infancia —casi en sentido literal—, aparece Celia Villalobos, la del caldo de hueso de vaca loca, en muy atinada imitación de esa vieja facha del video viral de Youtube, farfullando que espera que el diputado de Podemos con rastas no le contagie piojos. Pontifica, supongo, desde la autoridad que confiere ser un puñetero parásito que lleva chupando de la piragua ni se sabe cuántos trienios. Roza lo esotérico que semejante individua aún despierte cierta simpatía por su campechano comportamiento y por su condición profesional de presunto verso suelto.

Ahí tienen a la doña, repitiendo como vicepresidenta del Congreso, esta vez a la vera de Patxi López, el recordman galáctico de pillar cacho sin ganar elecciones y siempre, vaya tela, con el apoyo entusiasta del PP. Y cuidado con lamentarse, que la una y el otro nos representan. Es más, también lo hace, así se encabronen un mundo, el jeta segoviano llamado Pedro Gómez de la Serna. Como los otros 349 culiparlantes, recibió los votos suficientes para conseguir su acta. Lo anoto porque empieza a triunfar un birlibirloque según el cual solo un número selecto de los moradores de las Cortes encarnan la soberanía popular fetén, mientras que el resto son una panda de chorizos que están ahí porque el populacho torpe no sabe ni meter una papeleta en una urna. Es para llorar los siete mares o para descoyuntarse de la risa, según, que en nombre de la democracia se proclame la superioridad de la minoría sobre la mayoría. Aunque es peor no poder siquiera opinar al respecto.

Del miedo a la pena

De lo sublime a lo patético hay un cuarto de paso. Lo tremendo es tener que explicarlo, especialmente cuando han pasado más de 24 horas del estrambote de la CUP en Sabadell y ha habido tiempo para bajarse del cerrilismo inicial. Que está muy bien la simpatía y el corazoncito de cada cual (o querer resarcirse vicariamente de la leche de hace una semana), pero basta echar una ojeada enfrente para caerse del guindo. ¿A nadie le resultan indicativas las caras de relax y choteo estratosférico de los representantes más caspurientos del llamado unionismo español? Tanto amagar con el 155 de la Constitución, los tanques y la excomunión, para que ahora les arregle el desaguisado una asamblea convocada para poder desdecirse de una promesa electoral.

Uy, sí, ya sé, la democracia funcionando a pleno pulmón, un ejemplo de transparencia del recopón, y a ti te encontré en la calle. Allá quien se lo trague. En el mejor de los casos, el infierno empedrado de las mejores intenciones, la buena acción que no se salva del castigo o, sin más, un recital de bisoñez de aquí a Lima. Pero como resumen y corolario, una estocada mortal al tan mentado procés.

Y lo peor, cambiando lo épico por lo grotesco, la herida en noble y brava lid por el tiro froilanero en el pie. Ese inmenso cínico que fue Josep Tarradellas decía que en política se puede hacer todo menos el ridículo. Mala cosa, en efecto, pasar de dar miedo a dar pena. Aunque también cabe —nos conocemos a los clásicos— enfadarse, no respirar y empuñar la garrota contra quien blande el espejo. A 600 kilómetros, qué ganas de embarcarse en una aventura igual, ¿a que sí?

No votar es votar

No hagan caso de los índices de participación. Ni 50, ni 60, ni 70. Siempre es 100 o, como poco, 99. Excluyo a las miles de personas, principalmente residentes en el exterior, que queriendo ejercer su derecho, no podrán hacerlo por culpa de la tonelada de trabas burocrático-políticas que impone una legislación patatera que siempre opera a beneficio de obra. Todos los demás, vayamos o no al colegio electoral, habremos votado. Unos con papeleta —o por lo menos, sobre—, dejando constancia en las actas, y el resto, por omisión. Ahí entra la opción consciente y meditada de abstenerse exactamente igual que la pura dejadez, el despiste o el pasotismo extremo de una parte no desdeñable de la sociedad que ni sabe que hoy se celebran elecciones. Sumen a quienes, sabiéndolo, no tienen ni pajolera idea de lo que se elige ni para qué; aunque les cueste creerlo, haberlos, haylos.

El tinglado del sufragio universal funciona así, y como escribía ayer mismo Enric González, el restringido es aun peor. Así que el resultado que arrojen esta noche las urnas —y por lo tanto, sus consecuencias futuras sobre nuestras vidas— será producto de la voluntad de los votantes activos y, ¡ay!, de los pasivos. Quizá la única objeción que quepa sea la normativa electoral que, junto a la ley D’Hont, dan lugar a una representación no proporcional o directamente desproporcionada. Y hasta eso no deja de ser fruto de una determinación tomada por mayoría. Por algo será que en 38 años nadie la haya cambiado.

Resumiendo: como la caridad, el derecho a decidir bien entendido empieza por una misma o uno mismo, no sé si me explico.

Muy bien atado

40 años del hecho biológico, la plasta que les vamos a dar. Que, de hecho, les estamos dando. La mía, breve, se lo prometo. Una recomendación literaria, concretamente. De acuerdo, no muy literaria, porque si es cuestión de estilo, El sueño de la Transición es más bien un truño. Con ínfulas, quizá, pero truño. Tengan en cuenta a modo de descargo que su autor es un militarote de cuna. En grado de general, nada menos, ahora en una muy dicharachera reserva. A tal punto que, sin pedírselo nadie más que su ego, ha acabado cantando la gallina.

En apenas 350 páginas, bastantes de ellas prescindibles, Manuel Fernández-Monzón Altoaguirre —toma nombre— manda a hacer gárgaras el cuentito de hadas al uso sobre el inmaculado paso de una dictadura a una democracia y chispún. No lo hace largando por boca de ganso, sino apoyado en los archivos que él mismo alimentó en sus años de machaca del SECED, que luego sería CESID y ahora CNI.

Negro sobre blanco se explica que Juan Carlos, Adolfo y Torcuato llegaron al humo de las velas. El invento echó a andar con Franco vivo, y por indicación, orientación y financiación de la CIA, y en segundo plano, la República Federal de Alemania. ¿Teoría de la Conspiración? Para serlo, documentada al milímetro y aportando hechos irrebatibles y asaz reveladores. Como ejemplo más nítido, la lista de los captados por los servicios secretos del régimen entre los que fungían de aguerridos opositores para ser los prohombres de lo que viniera. Felipe, Polanco, Fraga, Cabanillas, Tamames, Areilza, Paco Ordóñez, Cebrián, los Múgica Herzog… No falta uno. No falla uno. Atado y bien atado.

Menos libres

Desde el miércoles somos (aun) menos libres. Y diría también que estamos menos seguros. Todo un  sarcasmo si lo uno y lo otro ocurre por la entrada en vigor de un artefacto judicioso-legaloide que atiende por Ley de Seguridad Ciudadana. Para más de uno, empezando por el que suscribe, se ha inaugurado la era de la incertidumbre absoluta. Si hasta ahora había que medir cada palabra y hasta tachar unas cuantas en evitación de males mayores, en lo sucesivo uno no sabrá qué coma o qué punto y aparte le pueden conducir, quizá esposado, a dar cuentas a la autoridad competente. Menudas cuentas, por cierto: las penas van desde los 100 euritos por menudencias como no llevar la documentación encima hasta los 600.000 por —apriétense los bigudíes— participar en una manifestación no comunicada “ante infraestructuras críticas”, que seguramente serán todas las que le salgan de la sobaquera al uniformado de turno.

Como habrán leído u oído, en total son 44 conductas sancionables con un tiento al bolsillo. No les voy a negar que algunas de ellas son comportamientos delictivos de manual. De hecho, ahí está el truco, en inventariarlas en la misma hoja de tarifas como si fuera igual fabricar explosivos que tuitear la foto de un antidisturbios pateando a un mengano o, simplemente, la negativa a identificarse ante un policía que tampoco se ha identificado ante ti. Claro que lo peor de todo es el océano de arbitrariedad que empapa el articulado a modo de aviso a navegantes, es decir, de represión preventiva. El resumen final es que todos podríamos ser culpables, incluso aunque fuéramos capaces de demostrar lo contrario.

Salga lo que salga (2)

Con la democracia nos pasa que le echamos demasiada lírica grandilocuente, y cuando le vemos el sobaco sin depilar o escuchamos sus estentóreas ventosidades, nos sentimos descolocados. Y no será por las veces que nos han repetido la martingala del gran tunante (y cosas peores) Winston Churchill, que sostuvo ante la Cámara de los Comunes que es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las demás que se han probado.

A ese adagio me remitía, sin nombrarlo, en la columna de ayer sobre el referéndum griego. Mi única intención era recordar el mecanismo del sonajero, que lo es para lo bueno, para lo malo y para lo regular. No voy a decir que no las esperaba, pero sí que me han resultado dignas de mención —y de escribir esta secuela— las refutaciones a mis argumentos, que básicamente se resumían en una: el pueblo no sabe de todo y puede equivocarse. Varios de mis interlocutores, muy bien armados intelectualmente, me citaban como prueba decisiones tomadas en unas urnas que terminaron en catástrofe.

Hay que tener mucho cuidado con ese razonamiento. O más bien, con su continuación. Si la ciudadanía no está preparada para pronunciarse sobre ciertas cuestiones, ¿quién debe asumir esa responsabilidad? Se dirá que el gobierno de turno, que para eso ha sido elegido. ¿Por quién? Ahí es donde nos damos de morros con la paradoja: por las mismas personas de las que, en conjunto, se dice que no están capacitadas para opinar sobre según qué asuntos. ¿Quién nos asegura que sí lo están para la elección de sus representantes? Mejor detenerse en este punto. Lo siguiente es admitir que la democracia no es tan buena.