Siempre he pensado que el árbol de los vascos era el roble; fuerte, robusto, con buena sombra y de espectacular belleza. Y sí, es cierto que es nuestro árbol pero quizás este más vinculado a las leyes y política. Un tema nada baladí que viene a representar muy bien este tipo de árbol.
Para la casa y la familia, en cambio, uno de los más emblemáticos ha sido el laurel. Recuerdo a mi padre emocionado cuando por casualidad creció un hijo del laurel del vecino en nuestra terraza. No entendía su emoción. Ahora sé que detrás de esa fachada de hombre moderno y estudioso se escondía el hijo de unos caseros guipuzkoanos, así que seguro que en sus veranos en el caserío había oído en innumerables ocasiones las virtudes de este árbol perenne.
Es una pena que en tan pocas generaciones se hayan borrado de un plumazo costumbres que se pierden en la noche de los tiempos.
Al laurel lo había visto en los mercados y ferias pero ni se me había ocurrido pensar lo especial que era para nuestra cultura. Creía que se trataba de un árbol lento, frágil y pequeño, que no valía más que para condimentar guisos. ¡Qué equivocada estaba! Años más tarde por casualidad cayó en mis manos un libro sobre tradiciones y vida alrededor de los caseríos y ahí es cuando descubrí la estrecha relación de los vascos con el Laurus nobilis.
Para empezar este árbol de hojas y flores muy aromáticas lleva entre nosotros desde tiempos remotos, soportó los envites de la última glaciación. Y así se convirtió en una especie autóctona a la que le gusta sobretodo las zonas costeras.
Algunas de los ritos que han llegado hasta nuestros días dicen que sus ramas debían acompañar al caserío desde el mismo instante en que se terminaba de construir, ya que traía buena suerte. Tanto era así que cuando sobre un caserío sobrevenían muchas desgracias, se decía, tal y como recogió Barandiarán, “esta casa es sin laurel” .
Algo relacionado con la suerte también debieron verle los clásicos. En los eventos de competición se utilizaban para distinguir a los vencedores, a los que seguro que les había acompañado la fortuna. Tanto en las Olimpiadas como en eventos donde se destacaban a poetas, pensadores y héroes de guerra, los ganadores y destacados eran coronados con una guirnalda formada con hojas del laurel.
La Iglesia combatió sin éxito estas creencias con ordenes como la de San Martín de Braga, del año 574 que decía así: “Adornar las mesas, poner coronas de laurel (…), ¿qué otra cosa es sino el culto al diablo?” Hasta que no les quedó otra que incorporar estas costumbres a las tradiciones cristianas. De hecho del laurel plantado en los caseríos es de donde se sacan las ramas para la procesión del Domingo de Ramos. También era costumbre poner un ramito en agua bendita en la habitación de enfermos y moribundos y sobre los ataúdes.
Lo cierto es que en el litoral cantábrico el bosque de esta longeva especie no es muy abundante y es difícil verlo en su forma salvaje, ya que se ha mezclado con laureles de jardín. Algunos aseguran que era el árbol sagrado de la Atlantida,… quien sabe,.. lo cierto es que yo por si acaso siempre guardo algunas hojas de este afortunado árbol en casa. Más vale no tentar a la suerte.