Se prohíbe criticar

Es gracioso que en uno de sus primeros mensajes, el ya oficialmente elevado a vicepresidente español, Pablo Iglesias, haya pedido con entusiasmo a la ciudadanía que fiscalice su actuación de un modo crítico. Tomen nota del recado, en primer lugar, sus propios fieles y, por extensión, los de su socio principal en el gobierno y los del resto de partidos —incluido el que yo voté en noviembre— que han contribuido a esta etapa novedosa. Lo escribo con las marcas todavía frescas en mi jeta de las bofetadas que me han llovido por una columna en que cometí el atrevimiento de afear los primeros pasos del invento hasta ahora inédito.

Resulta llamativo y me temo que tristemente revelador el hecho de que los campeones mundiales de la evaluación ajena sean incapaces de tolerar la menor apreciación negativa de los actos de los de su cuerda. Y esto no va de cien días, ni de cincuenta ni de quince, sino de comportamientos concretos que, aunque se cometan en el minuto uno, resultan censurables. Basta con pensar —sin hacernos trampas, claro— lo que estaríamos diciendo si la triderecha hubiera montado un gabinete mastodóntico dividiendo ministerios y bautizándolos con nombres a cada cual más extravagante. O las lenguas que nos hubiéramos hecho a la vista de las zancadillas y codazos indisimulados entre los que supuestamente comparten objetivo.

Muy flaco favor nos haremos los que queremos que esto dure si cerramos los ojos ante lo que no hubiéramos aceptado en la acera de enfrente. Por más generosos que pretendamos ser, los comienzos del bipartito que llamamos voluntariosamente “de progreso” han sido manifiestamente mejorables.

El pacto del Lazarillo

Qué gran encajador es Pablo Iglesias Turrión. En lugar de sulfurarse por la cabronada de rodearlo de vicepresidencias de esto y de lo otro para que la suya quede devaluada, el vallecano más célebre de Galapagar ha tuiteado un chiste —chistaco, en aumentativo de boina calada hasta las cejas se dice ahora— para quitarle hierro a la afrenta y demostrar, jijí-jajá, el buen rollito que impera en el gobierno de yuxtaposición a punto de echar a andar. Sostienen mis recuperadas gargantas cavernarias que, una vez pillado cacho, al otrora asaltador de cielos se la bufa todo. Convertido en casta de categoría suprema, ahí se las den todas.

No saben cómo me jode reconocer que tal tesis no me parece muy desencaminada, aunque la mía va por otro lado. Este pacto empieza a oler al del Lazarillo y el ciego. Se mantendrá como sociedad de socorros mutuos por purita necesidad, pero las bofetadas cruzadas subterráneas van a ser el pan nuestro de cada día. Manda bemoles que la gran argamasa vaya a ser, amén de la propia cuestión de haber encontrado acomodo en el Olimpo de los que mandan, lo fachuzos y lo casposos que son los tres partidos de la aulladora oposición.

Anoten la paradoja: cuanto más ladre la trinidad (ultra)diestra, menos caeremos en la cuenta de la mediocridad —hago precio de amigo— del ejecutivo de la rosa y el círculo. Y eso lo afirma y lo firma este humilde columnero que llamó en su día a apoyar la alianza que, así me aspen, jamás llamaré de progreso. En esas sigo. Larga vida al mal menor porque, efectivamente, acojona mucho la alternativa. No me pidan, sin embargo, que jalee el deplorable principio del invento.

Regreso a la caverna

Como la cabra tira al monte, he estrenado el año, no con la intención de desprenderme de mis vicios, sino reincidiendo en alguno de ellos. Podría alegar en mi defensa que ha sido para satisfacer una demanda, tampoco diré que universal, pero sí crecientemente extendida de unos meses a esta parte. “Cómo molaría ahora rescatar el Cocidito”, me dejaban caer aquí y allá a la vista del sabrosón panorama político hispanistaní, con un gobierno (supuestamente) rojoseparatista a las puertas. Y uno, que se debe a sus oyentes y lectores y que no es de piedra, ha cedido a la tentación de volver a frecuentar —ya veremos por cuánto tiempo— los tugurios cavernarios en los que en su día me dejé el hígado y los restos de inocencia que me quedaban.

La primera conclusión tras el retorno a las andadas es que en los prados de Diestralandia siguen pastando prácticamente los mismos tipos de siempre. Ha habido alguna que otra incorporación, pero en lo básico, la nómina de exabruptadores es idéntica a la de hace casi dos decenios. Cambian los objetos de sus demasías dialécticas, pero no los presuntos chistes, las cargas de profundidad ni los biliosos cagüentales.

Se reconfirma, pues, lo que siempre he tenido como tesis: el encabronamiento de paisanos que, por otra parte, son proclives a dejarse encabronar es un modo de vida. Quizá la única diferencia es que en el turbulento momento presente los aullidos herzianos y las derramas de tinta tóxica tienen su correlato en diferentes parlamentos, empezando por el español. Es verdad que asusta, pero también puede ser la mejor argamasa para unir a quienes estamos dispuestos a hacerles frente.

¿Ya no hay prisa?

“Ahora, a trabajar”, exhortaba ayer aquí mismo este humilde columnero. Pues la primera en la frente. Con la prisa loca que había para la investidura, colocada con fórceps en fechas impensables, cuando ha llegado el momento de consumar la faena, al resistente Sánchez le ha dado por frenar. Ese gobierno urgentísimo resulta que puede esperar hasta la semana que viene. Es decir, la parte socialista del que nos dicen requetehistórico ejecutivo de coalición, porque del cacho que depende de Unidas Podemos sabemos, no ya ministras y ministros, sino hasta subsecretarios, bedeles y botones.

¿Motivos? Oye uno por ahí las más variadas teorías, casi todas apoyadas en la máxima que sostiene que pensar mal es acertar. Que si están esperando a tener el pláceme de Esquerra, que si antes de anunciar los nombramientos hay que ver por dónde respiran ciertas decisiones judiciales o, directamente, que de acuerdo con la cachaza del personaje, una vez conseguido el objetivo de revalidar su estancia en La Moncloa, lo demás se la refanfinfla.

Lo cierto es que casi todas las hipótesis cuadran con la bibliografía presentada por el tipo, pero yo tiendo a creer que se trata de algo más pedestre: no acaba de decidirse sobre a qué fieles escuderos debe darles pasaporte. Por mucho que a fuerza de dividir carteras se pueda hacer un gabinete notablemente mayor que el actual, va a ser imposible que se queden todos los que en el periplo anterior han ejercido, antes que como titulares de esta o aquella área, como fieles y sumisos siervos de quienes los designó. Intuyo que ese es el dilema de Sánchez y confieso mi morbo por ver cómo lo resuelve.

Ahora, a trabajar

Me van a perdonar que deje las albricias celebratorias para mejor ocasión. Y no es que se me tuerza el morro ante el resultado de esta tragicomedia con visos de thriller bufo que nos han endilgado los teóricos representantes de las varias soberanías populares. Sé perfectamente lo que es tener que apechugar con el mal menor. Pero ocurre, de entrada, que incluso con esa pátina final épica con barniz sentimentaloide, el culebrón se me ha hecho eterno. Innecesariamente eterno, añado. Porque no me digan que no encabrona pensar que podíamos haber llegado al mismo destino por un camino infinitamente más corto. ¿Digo al mismo? Me corrijo: a uno bastante mejor. Este acuerdo era posible en abril con más respaldo parlamentario… y con la mitad de ultracarpetovetónicos montando el cirio en el hemiciclo cada dos por tres.

Por lo demás, no es preciso tener memoria de mastodonte para recordar que solo hace dos meses, el ahora ya investido presidente con todas las de la ley se dedicaba a prometer con los ojos fuera de las órbitas que segaría la hierba bajo los pies de los que ahora han sido sus valedores decisivos. Llámenme descreído, pero los precedentes no invitan precisamente a confiar ni en la palabra ni en la firma de Pedro Sánchez. Otra cosa es que a la fuerza ahorquen y que, insisto, la alternativa cavernaria sea lo suficientemente realizable como para aceptar pulpo como animal de compañía y tirar millas hasta la próxima ciaboga del voluble personaje.

En todo caso, práctico como es el que suscribe, toca dejar de llorar por la leche derramada y fijar la vista en lo que está por venir. Lo difícil de verdad empieza ahora.

La maldición de R.G.

Dos fotografías con apenas ocho días de diferencia. En la primera, las y los portavoces de los grupos con representación en el ayuntamiento de Bilbao levantan, sonrientes, sus copas. En la segunda aparecen los mismos protagonistas en prácticamente idéntica actitud festiva, pero se aprecia un desmarque estentóreo. La edil del PP posa con las manos entrelazadas, nítidamente crispadas, y gesto que pretende ser adusto, aunque según la instantánea que miremos —hay varias que recogen el momento—, vemos media sonrisa o cara de mala uva.

Cabría imaginar que por dentro estaría deseando que se la tragara la tierra. O quizá no. También es posible que Raquel González estuviera pensando que esta vez las huestes cavernarias intra y extramuros de su partido no solo no tendrían nada que reprocharle, sino que hasta la aplaudirían por haberse significado como la excepción que no se prestaba a brindar con Jone Goirizelaia, concejala de EH Bildu y encarnación de muchos males allá en el ultramonte diestro. La cuestión es que ni siquiera podemos asegurar que haya cumplido este objetivo. A buena parte de los compañeros de credo ideológico de González les molesta simplemente que uno de los suyos aparezca en la misma imagen que cualquiera de los señalados como villanos oficiales.

Y ahí es donde a la presidenta del PP en Bizkaia le ha nacido un problemón. Apenas llevamos seis meses de legislatura municipal. Quedan incontables actos festivos a los que estará convocada y desde ahora mismo sabe que deberá pasárselos midiendo las distancias y preguntándose qué comportamientos son admisibles y cuáles no para su parroquia. Una maldición.

¿Por qué tanta prisa?

En esto de la investidura de nunca acabar andamos como en el truculento refrán castellano: ni cenamos ni se muere padre. O si prefieren un paralelismo más suave, como en el chiste del intermitente: ahora sí, ahora no. Basta repasar los titulares del último mes para comprobar la yenka inconsistente que nos han obligado a bailar. Tan pronto estaba todo a punto de caramelo como unos u otros negociadores, generalmente los de Esquerra, enfriaban las expectativas ante el exceso de entusiasmo de la contraparte socialista.

Por no remontarnos mucho más atrás, este lunes parecía que el pescado estaba vendido para que el trámite parlamentario se consumara el día 30. De hecho, la Mesa del Congreso habilitó el fin de semana y se difundió la especie de que todo quisque había despejado sus agendas. Ayer, sin embargo, tocó la de arena, so pretexto de que el escrito de la Abogacía del Estado sobre la inmunidad de Junqueras tras la decisión del TJUE no era la menudencia que nos habían vendido. A la hora de escribir estas líneas, seguimos esperando el texto, lo que hace pensar que la investidura tendrá que esperar a que nos comamos las uvas.

¿Es tan grave? En absoluto. Lo incomprensible es que, jugándose un capital tan valioso, se haya convertido en una suerte de tótem el hecho de que el gobierno deje de estar en funciones antes de fin de año o, rayando lo patético, antes de reyes, como si hubiera un momento en que la carroza fuera a transmutarse en calabaza. Sostengo con Aitor Esteban que lo fundamental es que haya disposición al acuerdo. Y puesto que parece que eso es así, no tiene la menor importancia esperar al 7 de enero.