Manipula, que algo queda

Pues se siente, pero no. Miren que es un tipejo capaz de lo peor, pero el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, no dijo que no abría los comedores escolares en Navidad porque no quería fomentar la obesidad infantil. Soltó, sí, la chorrada demagógica de que entre los niños madrileños el mayor problema relacionado con la nutrición es el sobrepeso, pero no estableció relación de causa-efecto con la no apertura de los comedores. Eso fue cosa de un titular de los de buscar clics y retuits a tutiplén, y de hecho, la información contenía el video donde cualquiera que acudiera sin anteojeras podía comprobar el tirabuzón que se había largado el redactor. Ni por esas: a González le cayeron bofetadas a mansalva por algo que, por una vez, no había dicho.

Otro bocachancla de tronío, el ministro español de Interior, Jorge Fernández, se ha visto en una calcada. Quedará para los restos en las hemerotecas que el otro día espetó a los que critican las devoluciones de inmigrantes en caliente: “Que me den la dirección y les mando a esta gente”. La cosa es que el entrecomillado no es mentira del todo, sino algo peor, una media verdad. El ministro lenguaraz pronunció, en efecto, esas palabras, aunque no exactamente en el orden en que se transcribieron, y en compañía de otras que matizaban bastante el mensaje. Igual que en el caso anterior, hay un video para hacer la prueba del nueve… si no fuera porque la sugestión colectiva consigue que se oiga lo que se pretenda.

Sé a lo que me arriesgo con estas líneas y lo asumo. Simplemente, no me gusta la mentira. Ni siquiera cuando va a favor de mis causas.

Torturas de allá y de acá

Festival de vestiduras rasgadas y manos a la cabeza. Con el tono del gendarme Renault en Casablanca, los escandalizables a tiempo parcial se hacen lenguas sobre el informe del Senado de Estados Unidos que acusa a la CIA de haber practicado “brutales e inefectivas” torturas. Si la cuestión no fuera para llorar tres océanos, sería hasta divertido contemplar las teatrales soflamas de esta panda de fariseos del nueve largo. Cómo se adornan los muy joíos con el respeto a los Derechos Humanos, la existencia de límites que ningún poder público debe rebasar y la imperiosa exigencia de que caiga sobre los autores todo-el-peso-de-la-ley.

Ningún problema en ganar el concurso de denuncias cuando el asunto que se dilucida está a 7.000 kilómetros. Ahora, si el catálogo de horrores indecibles lo aplican en la comisaría de la vuelta la esquina, la cosa cambia, y de qué manera. Entonces los discursos se engolfan en la negativa —¡esas cosas no pasan aquí, por favor!—, en la teoría pusilánime de la excepción excepcionalmente excepcional, o en el más vergonzoso y clamoroso de los silencios.

Y no es difícil remitirse a las pruebas. Hace apenas tres meses, la asociación Argituz y otras siete organizaciones sin color político presentaron en Madrid un rigurosísimo informe sobre malos tratos infligidos en dependencias policiales españolas. Aplicando el Protocolo de Estambul, método científico internacionalmente aceptado, el trabajo documenta 45 casos de torturas, algunas de ellas idénticas a las de la CIA. De aquello nos hicimos eco la media docena de medios de siempre, mientras los que ahora cacarean silbaban a la vía.

Cuando prohibir funciona

Los fumadores tenemos un mal pronto, pero a la larga y aunque sea echando cagüentales, acabamos desfilando por la vereda que nos señalan. O para ser más exactos, retirándonos de los andurriales que ahumábamos a discreción y sin mayor cargo de conciencia. Aquí donde me leen, yo le he dado al trujas en el difunto cine Fantasio de Barakaldo, en el tren de color chicle de menta que nos bajaba al instituto de Erandio, en los pasillos y las aulas de la facultad de periodismo de Leioa, en alguna que otra iglesia o, por no hacer más larga la lista, en el ambulatorio (entonces, solo consultorio) de Astrabudua, mientras esperaba que me llamara un médico que tenía un cenicero sobre la mesa. En ninguno de los casos se trataba de actos de rebeldía o extravagancia juvenil. Simplemente, era lo normal, actitudes que no causaban escándalo ni extrañeza, y que solo deponíamos con magnanimidad ante la presencia de un asmático que nos lo pedía por favor.

Cuando alguien de arriba cayó en la cuenta de que eso no tenía medio pase, el primer intento por cambiar las cosas fue a buenas. En los lugares mencionados comenzaron a aparecer simpáticos y educados carteles rogando que no se fumara. Puesto que eso no funcionó, se optó por la prohibición, que acabó revelándose como santo remedio y por eso mismo fue extendiéndose a otros espacios donde parecía imposible erradicar las chimeneas humanas, como los centros de trabajo o, en el más difícil todavía, los bares. Ahora el proyecto de ley de adicciones del Gobierno Vasco veta el tabaco en campos de fútbol y txokos. No faltarán bufidos, pero, como a todo, nos acostumbraremos.

NOTA: Conste que aunque me defino como fumador y seguiré haciéndolo, llevo más de un mes sin echarme un pitillo a los labios.

El caso Errejón (2)

Los estajanovistas defensores de Errejón no se dan cuenta del tremendo mensaje que incluye de serie su cerril negativa a aceptar lo poco presentable del comportamiento de su protegido. Nos están diciendo, sin más y sin menos, que cuando se ponen verdes y les salen espumarajos por la boca clamando contra la corrupción, se refieren únicamente a la que perpetran los demás. Peor que eso: al buscar y dar por buenas las excusas más peregrinas, están reivindicando con un par de narices el derecho inalienable al trapicheo que tienen los prójimos ideológicos.

Ya dije, y vuelvo a repetir, que es una barbaridad acusar al número tres de Podemos —qué gracioso, también se ordenan jerárquicamente— de la muerte de Manolete o del hundimiento del Titanic. Pero no lo es menos convertir un chamarileo de pícaro en una especie de malvada conspiración de los poderosos contra el Robin Hood que les hace frente. Se mire por donde se mire, se coja por de donde se coja, el contrato de marras fue el regalo (hoy por ti, mañana por mi) de un colega de cañas y siglas. “¡Eh, oiga usted, que el puesto salió a concurso público!”, protestarán los ciegos voluntarios a la evidencia. Nos ha jodido mayo; a un concurso al que solo se presentó un aspirante. ¿Nadie ve sospechoso eso? ¿Es que entre miles y miles de titulados en paro el único que se siente capacitado para hacer un curro sobre vivienda en Andalucía es el tal Errejón, cuya especialidad académica ni siquiera es esa? Claro que se ve, pero se opta, exactamente igual que hacen los de la casta, por comulgar con la rueda de molino e invertir la carga de la prueba. Qué triste.

Inútil rectificación

Antecedente que tiende a olvidarse: el 23 de agosto de 2011, en los estertores del gobierno de Rodríguez Zapatero, PSOE y PP, que sumaban el 90 por ciento de la representación en las Cortes, modificaron el artículo 135 de la Constitución española para introducir el concepto de estabilidad presupuestaria. En trazo grueso, la traducción del eufemismo es que en lo sucesivo todas las administraciones estarían sujetas a un tope (ínfimo) de gasto que no se podría superar aunque la población fuera desfalleciendo de inanición. Se trataba de la enésima exigencia de la malvada madrastra Europa, y como ocurrió con todas las anteriores, a cada cual más bruta, el gabinete equinoccial de ZP echó rodilla a tierra para lamer los mocasines de Merkel.

Dado que esta vez el recado era morrocotudo y requería nada menos que meter mano a la (para otras cosas más necesarias) intocable Carta Magna, los socialistas —es un decir— hubieron de humillarse también ante el entonces aspirante Mariano Rajoy para que sumara sus imprescindibles votos al apaño constitucional. Aparte de algún pescozón condescendiente, no hubo el menor problema, pues el PP se sabía inminente ocupante de Moncloa y tenía claro que el cambalache del 135 sería fundamental para aplicar su política de tijera, serrucho y hacha.

Resumiendo, la reforma se hizo con agosticidad, alevosía y el impulso inicial del PSOE, el mismo partido que ahora aboga por dar marcha atrás. De sabios es rectificar, ¿no? Pues en este caso, no está claro. El axioma colaría si los números actuales dieran para revertir la reforma. Dado que no es así, estamos ante otra impostura.

El caso Errejón

Al lado de las chorizadas que vemos cada día, el contrato-flete que le agenció a Iñigo Errejón un amiguete y conmilitón podemista de la Universidad de Málaga parece pecata minuta, más chanchullo que corrupción reglamentaria. Es obvio que apañarse un bisnes de mil ochocientos pavos para ir tirando hasta que se tome el palacio de invierno no tiene la misma gravedad que embolsarse chopecientas veces esa cantidad al tiempo que se está hundiendo un banco al que luego habrá que rescatar con una millonada pública. Quiero decir que me parece exagerado pedir que por ese trapicheo se pase por la quilla al tercero de abordo de Iglesias Turrión. Personalmente, me habría bastado con un reconocimiento público de que la cosa estuvo un poco fea, la devolución de la pasta y un propósito de enmienda pronunciado en ese tono tan convincente que el gachó gasta en las tertulias de teleprogre uno y dos.

Lo que no me vale es que ante la indiscutible pillada con el carrito del helado, el tipo se atrinchere tras la colección de disculpas de tres al cuarto que farfullan los que él llama casta cuando los agarran en flagrante renuncio. Me subleva especialmente el “todo es legal”, que es exactamente lo que dijeron, uno detrás de otro, los que cobraron dietas dobles y triples de Caja Navarra o los de las tarjetas milagrosas de Bankia. E igual con lo de “el trabajo está hecho”, que es en lo que se emperran los que reciben un pastizal de la administración por un informe de media docena de folios sobre cualquier chorrada. Claro que lo peor es el victimismo ramplón del “nos atacan porque vamos ganando”. Y la cosa es que cuela.

¿Todos a la cárcel?

Desde el pasado lunes, Carlos Fabra es interno de la prisión de Aranjuez. No tengo empacho en reconocer que celebré la entrada al trullo del hasta anteayer todopoderoso baranda del PP y la Diputación de Castellón. El sentimiento fue prácticamente idéntico al que experimenté cuando adquirieron la condición de presidiarios trapisondistas de tronío como Luis Bárcenas, Jaume Matas, Gerardo Díaz-Ferrán, Francisco Granados y el resto de los nada santos mártires púnicos que cayeron con él, e incluso, qué carajo, Isabel Pantoja. Y, por supuesto, reservo una imaginaria botella de txakoli para descorchar si llego a ver entre rejas a Iñaki Urdangarín, y no digamos ya —aunque no caerá esa breva— a su señora, la hija de Juan Carlos One y hermana de Felipín Six.

Estaría por apostar que 99 de cada 100 lectores —si llego a tener tantos— suscribirían las líneas anteriores y que más de cuatro me superarán en el tamaño y la intensidad de los festejos. Mi incómoda pregunta es si aplican idéntica doctrina siempre. Me temo que no. Como en tantas cuestiones, en materia penitenciaria se lleva el grouchomarxismo. Es decir, que los principios son susceptibles de cambio inmediato según sople el viento o, más exactamente, en función de qué recluso hablemos. Cuando se trata de los citados en estas líneas o de otros de similar pelaje, no hay el menor problema en pedir mano dura y tentetieso. Lo curioso —o quizá no— es que buena parte de los que sostienen ese discurso del talión sean los mismos que van aleccionando al personal sobre la inutilidad de la cárcel si no está orientada a la reinserción efectiva. ¿Y la coherencia?