Lo que piensa Madina

Pagaría real y medio por los pensamientos de Eduardo Madina. No por las palabras que le toca pronunciar como buen perdedor y mejor sabedor de que la vida da muchas vueltas y no conviene ponerse a mal con los nuevos amos. Esas declaraciones, previsibles y necesariamente medidas, me interesan lo justo. Yo lo que quiero conocer es lo que de verdad le bulle por dentro tras la inmensa humillación pública a que ha sido sometido por tantos y tantos de los que le pasaban la mano por el lomo. ¿Quién necesita enemigos con esos amigos que le meten a uno en canción para, acto seguido, desviar sus afectos a un parvenú con caídita de ojos del que hace mes y medio nadie tenía noticia? De gran esperanza blanca a derrotado sin paliativos por un clon madrileño del muñeco Ken. Y sin aparato al que culpar, porque la hostia monumental ha sido construida voto a voto por la militancia soberana.

Soberana, y según en qué agrupaciones, casi sádica. Si el vapuleo en Andalucía ha sido para nota, la morrocotuda paliza en Gipuzkoa da para una tesina, no se sabe si de Ciencias Políticas o de Psicología Básica. Quizá de ambas disciplinas; no es fácil precisar si esos números atienden a alguna rebuscada clave interna, a la pura y simple antipatía personal que solo se manifestaba sotto voce, o a la tormenta perfecta provocada por la mezcla de lo uno y lo otro.

Anoto, con todo, que la cura de humildad no ha sido solo para el directamente implicado. También los pronosticadores acelerados tenemos algo que aprender de esta reedición de la fábula de la liebre y la tortuga. En política no siempre ocurre lo que parece más probable.

Mordazas, según

—El ministro Fernández quiere crear un organismo que controle lo que se publica en los medios de comunicación y, si procede, imponga sanciones a los que se pasen de la raya.

—¡Maldito fascista! ¡Pretende amordazarnos para impedir que divulguemos las maldades del sistema! Pero no nos va a callar. Se va a enterar el tal Fernández.

—¿Fernández? Qué cabeza la mía, ha sido un lapsus. El que lo propone es Pablo Iglesias.

—¡Ah, bueno! Eso es otra cosa. Tiene toda la razón. Es urgente parar los pies a la caverna y castigar a esos plumíferos mentirosos al servicio del gobierno o, lo que es lo mismo, del capital. Y si hay que cerrar algún periódico, alguna radio o alguna televisión, se cierra.

Se trata de un conversación ficticia, pero verosímil. De hecho, se basa en lo que la crema y la nata progresí bramó cuando el mentado Fernández advirtió —y cumplió— que iba a perseguir a los revoltosos de las redes sociales y las aleluyas que cantan los mismos patanegras de lo guay sobre la (antepen)última ocurrencia de Iglesias. Basta cambiar el sujeto de una oración para que la miga que contiene merezca interpretaciones diametralmente opuestas.

Por desgracia, ya ni siquiera sorprende que el fenómeno se dé ante un asunto que debería estar fuera de concurso, especialmente para quienes hemos denunciado la clausura de más de un medio por los santos pelendengues del poder. La lógica —es decir, la ilógica— que llevó, por ejemplo, a la fumigación de Egunkaria es idéntica a la que maneja el gurú de moda. Y manda pelotas que los primeros medios a los que cabría aplicar su edicto son los que le han aupado al púlpito.

Angelitos en Gaza

Una bienintencionada apostilla a mi columna de ayer: “Ojo, que los palestinos tampoco son ningunos angelitos”. Aparte del pésimo vicio de la generalización y el prejuicio que supura tal afirmación, la frase es una radiografía en 3D de tantas y tantas conciencias a las que cualquier placebo, por tosco que sea, les sirve de traquilizante. Adminístrese con el desayuno, la comida y la cena, y sea inmune a la brutal injusticia de contemplar la masacre de sus semejantes —buah, total, están a 4.000 kilómetros— como si se hubieran ganado a pulso el diluvio de muerte que les cae del cielo. Allá quien lo haga. Lo único que le advierto es que la próxima vez que me venga a denunciar no sé qué iniquidad, probablemente el sablazo que le han dado por una caña y una ración de gambas o el penalti inexistente que pitaron contra su equipo, le voy a mandar educadamente a la porra.

No le pido a nadie que se eche a la espalda los problemas del mundo y menos, que se sienta culpable por algo que ni hace con sus manos ni propicia con sus actos. Nada más lejos de mi voluntad que ir calzando complicidades como quien lava. Pero, ¿qué tal unas gotas de empatía? Prueben, por unos segundos, a meterse en la piel de un habitante de Gaza. Desde el mismo instante de su nacimiento, ha sido un paria en su propia tierra. En el mejor de los casos, se ha movido en libertad vigilada. Ha perdido la cuenta de las veces que le han destrozado su hogar, y no digamos la de los familiares y amigos que ha tenido que enterrar. Solamente eso. Yo lo he hecho, y he llegado a una conclusión terrible: mucho me temo que tampoco sería un angelito.

Matanza programada

Israel fumiga Gaza con centenares de bombas que dejan un reguero de muerte y destrucción, pero los titulares ponen en letras gordas los cohetes lanzados sobre Tel Aviv o Jerusalén. Se habla de escalada de tensión, de fuego cruzado, de ataques de respuesta, como si se tratara de una contienda entre dos iguales y, peor, obedeciera al siniestro principio de la represión proporcionada, dando siempre por hecho que los provocadores fueron los palestinos. Para que las almas cándidas y las conciencias dúctiles no tengan dudas, se subraya el carácter terrorista de Hamás.

Empezando por lo último, no seré yo quien lo niegue. Sin embargo, añado inmediatamente que ese hecho no me sirve para dar cobertura moral a lo que a todas luces es una matanza programada, una operación de exterminio perpetrada por un estado que utiliza el terror desde que existe. Lo hace, además, amparado en una legalidad internacional de conveniencia —las resoluciones de la ONU se las pasa por la sobaquera— y sin el menor reproche de los guardianes del orden planetario y sus palafreneros. De tanto en tanto, vemos un rasgado de vestiduras seguido de una coreografía negociadora con manos estrechadas, abrazos, discursos rebajados de tono y hasta algún premio Nobel. Todo muy bonito, hasta que las presuntas buenas intenciones estallan por los aires por una razón bien simple: Israel sabe que va ganando y no va a permitir que una paz acordada reduzca lo que puede obtener por la fuerza y a un precio de sangre no solo asumible sino convertible en munición para completar el genocidio en nombre, qué asco, del legítimo derecho a la defensa.

Obra social (2)

Resumen de la columna anterior: la mejor obra social que pueden hacer las entidades financieras —bajo el nombre blando de caja o el duro de banco— es pagar impuestos para que la administración, a través de los presupuestos, pueda cumplir con las obligaciones que le son exigibles. Si como política promocional, lavado de imagen o incluso por convicción quieren, además, destinar un pequeño pico a buenas causas, pefecto, pero siempre quedando claro que las necesidades básicas deben ser cubiertas por los gobiernos de los diferentes niveles. Se me escapa por qué muchas personas que van con la bandera de lo público en ristre dan por bueno un modelo que, como señalaba ayer, tiene más que ver con la beneficencia que con los derechos.

Sospecho que el error de partida reside en algo que no ha dejado de maravillarme en las distintas fases del proceso que empezó con la fusión (a la fuerza) y culminará con la conversión en fundaciones: hay quien alberga la idea romántica de que un banco puede ser una ONG. Como usuarios (también a la fuerza) que somos todos los integrantes del censo, deberíamos tener las suficientes experiencias para comprender que no hay nada más lejano a la realidad que eso. Independientemente de su carácter (con cierto control institucional, cooperativas o sociedades anónimas puras y duras), no son ni más ni menos que un negocio. Díganme uno solo que no desahucie, que no cobre comisiones hasta por respirar o que no haya limitado ciertos servicios que no le son rentables, como el pago de recibos en ventanilla. Por eso la obra social que les pido es que paguen cuantos más impuestos, mejor.

Obra social

Uno de los grandes caballos de batalla en la bronca/debate sobre Kutxabank —como lo fue en la saga fuga de la CAN— es la obra social. Cuando los promotores de la conversión de las cajas en fundaciones bancarias nos cuentan las bondades de su modelo, remarcan con fosforito que por ese lado no hay nada que temer y nos silabean que, de hecho, lo que se ha pretendido con la discutida fórmula es poner a salvo ese capítulo. Desde enfrente, los que claman contra lo que califican como privatización sitúan en la cúspide de los males del proceso emprendido la pérdida de esas cantidades destinadas al bien común. Unos y otros parecen tener claro que para la defensa de su postura o, lo que es lo mismo, para la venta de su mercancía dialéctica y la consiguiente suma de adhesiones de entre el común, es imprescindible que hagan bandera de la obra social.

Sabiendo que rozo el tabú, me atrevo a pedirles que reflexionen un par de segundos en el concepto. ¿No les suena, aunque sea solo un poquito, a eufemismo para decir beneficencia? ¿No le ven ese toque del capitalismo paternalista de los economatos y el paquete de navidad que dejaba claro quién estaba en condiciones de dar y quién en condiciones de recibir con gratitud? Si bucean en el origen histórico de las entidades, verán que hay bastante de eso. Y si repasan los fines a que se dedican esos pellizquitos del negocio de prestar con interés —¿o estamos hablando de otra cosa?—, comprobarán que se trata de asuntos que deberían estar cubiertos por lo público. Me refiero a lo genuinamente público, o sea, a lo que sale directamente de los impuestos. Ahí lo dejo.

Signos de recuperación

Signos de recuperación, podría hacer una tesis doctoral al respecto, pero solo tengo una columna. Sí, claro que los veo, no soy tan miope ni estoy censado en el pelotón del cuanto peor mejor. Están ahí, en esos números que los responsables políticos, según hagan o no honor a la palabra que he escogido para mencionarlos, nos cuentan con despliegue de fanfarria, ansiedad contenida o un chorrito de realismo frío. Fuera de las hojas de cálculo y las estadísticas mentireiras, los (leves) indicios de que la cosa empieza a pintar unos grados por debajo del negro absoluto están también en la calle. Tardo cinco minutos más que hace dos años en llegar al curro, vuelve a haber colas ante las cajas, en el bar de la esquina la vitrina de pintxos está casi vacía a las nueve y diez, cuando paso mi último control de avituallamiento. Algo ha cambiado, sin duda. Mi pregunta es no ya para cuántos, sino para quiénes en concreto.

Guardo memoria —es mi desgracia; maldito exceso de fósforo— de la última crisis, de la anterior y de la anterior a la anterior. Por eso sé que cuando nos digan oficialmente que la actual se ha acabado, no lo habrá hecho para todo el mundo ni del mismo modo. Como ha ocurrido en cada presunta remontada, habrá, y no serán pocos, quienes se queden en la cuneta, sin siquiera el consuelo de la desgracia compartida. Sus compañeros de culo apretado y maldición al modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí estarán de fin de semana en la segunda residencia terminando de decidirse por el cuatro por cuatro, el monovolumen o el híbrido, que son dos mil pavos y media docena de cuotas más, será por dinero.