Juicio a la Universidad

Hay un célebre enunciado con truco para poner en evidencia el funcionamiento imperfecto de los mecanismos mentales. Se le dice a alguien de corrido que Hitler ordenó exterminar a los judíos, los gitanos, los homosexuales y los carniceros. Nueve de cada diez personas sometidas a la prueba reaccionan preguntando por qué a los carniceros. De algún modo, se da por asumido que había motivos para perseguir a los otros grupos nombrados. Evidentemente, la sorpresa se manifiesta solo en el bote pronto y como fruto de la trampa. Basta medio segundo para que reaparezca la sensatez.

Cuento esto porque yo mismo acabo de morder un cebo parecido. Cuando leí que mañana van a juzgar a dos profesores de la universidad pública vasca a los que se acusa de prevaricación por haber matriculado a dos deportados de ETA, lo primero que me salió de ojo fueron los nombres. ¿Xabier Aierdi y Enrique Antolín? Pero si… Ahí mismo frené, porque me di cuenta de que lo siguiente era aceptar que si se hubiera tratado, pongamos, de Karmelo Landa, el asunto habría resultado medianamente lógico. Pues no, estaríamos ante idéntico atropello. Y el hecho de que el juicio tenga lugar en el presunto nuevo tiempo tampoco lo convierte en una arbitrariedad mayor. En el viejo habría sido igual de denunciable.

Antes y ahora, aquí y en la luna, independientemente de la filiación y la biografía de quien se siente en el banquillo o del signo zodiacal bajo el que se celebre, esta actuación judicial es un desmán. Como han expresado atinadamente los más de mil compañeros de la UPV/EHU que han firmado un manifiesto de apoyo a los encausados, cualquier docente podría haber corrido la misma suerte que Aierdi y Antolín, que lo único que hicieron fue cumplir una función que tenían encomendada. Por haberlo hecho están —qué ironía más siniestra— imputados por prevaricación y ante una petición de ocho años de inhabilitación. Y le llaman Justicia.

Progremachismo

Todos los 8 de marzo escribo la misma columna. Lo único que cambia es que cada año me siento ante el teclado con una mochila más cargada de pesimismo que el anterior. De ahí al fatalismo hay un paso que no quisiera dar. Decir que no se ha avanzado absolutamente nada en materia de igualdad sería deformar la realidad. Es obvio que no estamos como, pongamos, hace un cuarto de siglo. Pero aparte de que sigue sin ser suficiente y de que hay clamorosos agravios sin tocar, lo que me alarma es ver que algunas de las mínimas conquistas se están empezando a perder. Sin mayor escándalo ni, por lo que percibo, ánimo de recuperarlas. Llamar la atención sobre esos retrocesos, que es el objeto de estas líneas, te convierte en un cansino tocapelotas o, según el equivalente en boga, en un apóstol de lo políticamente correcto. No hay nada peor que eso en la nueva escala social chachiguay que hemos aceptado sin rechistar. A ver si soy capaz de explicar lo que quiero decir con el relato de un episodio personal que aún no he sido capaz de superar.

En un foro de intachable progresía entreverada de rojez, un tipo se descolgó con una gracieta caspurienta que venía a insinuar que hay mujeres que desean con ardor ser forzadas sexualmente, siempre y cuando el violador tenga cierta maña. Cuando, llevado por un resorte, salté para terciar señalando la brutal barbaridad, me encontré en humillante minoría. Una parte de los presentes, incluyendo firmantes de radicales proclamas de género, miró para otro lado. Sin tiempo para sorprenderme por ese silencio pusilánime, me vi acorralado por el resto. La actitud bochornosa era la mía, por ser un tiquismiquis carca que se la coge con papel de fumar y anda por ahí cortando el rollo a los súper-mega-maxi transgresores, con lo salados que son. Lección aprendida: si eres progre reconocido, tienes licencia para soltar regüeldos machirulos. Lo anoto hoy, 8 de marzo.

De hombre a mito

La figura de Hugo Chávez es infinitamente mayor que mi capacidad de comprensión. Y creo que de la de cualquiera, lo que no ha impedido que legiones de radicalmente afectos y furibundos desafectos se hayan sentido cualificados para retratarlo en un par de brochazos. O inquebrantablemente a favor o en contra sin fisuras. En ambos casos, con un lenguaje saturado de demasías de las que ni siquiera parecen ser conscientes quienes las avientan. Para unos y otros, llamarlo dictador sanguinario o gran libertador de los pueblos oprimidos es poco menos que una definición aséptica y mesurada que no cabe discutir. Tratar de abandonar este reduccionismo de los opuestos irreconciliables, querer introducir matices, señalar escalas intermedias entre lo blanquísimo y lo negrísimo, supone la garantía de excomunión. No estar con es estar en contra y, por supuesto, viceversa. Lacayo y tonto útil del imperialismo o comunista de salón trasnochado; no quedan más alternativas. Bueno, sí, la sintética: ser esto y aquello al mismo tiempo o por breves y sucesivos turnos.

Desde esa incómoda posición esquizoide, aguardo —con escasa fe, la verdad sea dicha— una visión del personaje documentada pero desprovista de anteojeras. De momento, no la he encontrado en los mil y un obituarios programados que se han ido publicando desde el anuncio oficial de su fallecimiento. ¿Será cuestión de dejar pasar el tiempo y probar de nuevo cuando se enfríen los ánimos de partidarios y detractores? Como tantas veces, puedo estar equivocado, pero sospecho que no será el caso. Más bien es previsible que ocurra justo lo contrario. Al dejar de respirar, Chávez, que ya era leyenda en vida, ha alcanzado definitivamente la categoría de mito. Si resultaba difícil introducir una micra de racionalidad en el análisis de sus actos, será tarea inútil intentarlo ahora que ha trascendido lo puramente humano y se ha convertido en un símbolo.

El amigo saudí

Por los mismísimos pelos, siete jóvenes acusados de varios atracos a mano armada se libraron ayer de ser fusilados en Arabia Saudí. A uno de ellos, considerado cabecilla de la banda, lo iban a crucificar después de muerto y su cuerpo iba a permanecer expuesto hasta que se pudriera como castigo suplementario. Todos son menores de edad. Pero no perdamos de vista que se trata solo de un aplazamiento. Cuando la presión de las organizaciones humanitarias decaiga, lo más previsible es que la sentencia se cumpla. Hasta entonces, volverán a la tenebrosa prisión donde ya han sido sistemáticamente torturados durante siete años antes y después del simulacro de juicio sin derecho a defensa en que fue decretada su ejecución.

Lo único levísimamente excepcional de este caso es que han transcurrido dos años desde el último ajusticiamiento en grupo. El individual es rutina en el país. Hay uno cada tres días, siempre en público para que a la vez sirva de ejemplo y espectáculo, y bajo una espeluznante variedad formal que incluye el ahorcamiento, la decapitación a espada y la lapidación, reservada a las mujeres. Eso, en cuanto a la llamada pena capital. Cuando los iluminados magistrados saudíes están de buen café, dictaminan castigos corporales que van desde cien latigazos a la amputación de manos y pies. También es amplio y caprichoso el catálogo de presuntos delitos que pueden llevar a ser objeto de estos inhumanos correctivos: homosexualidad, adulterio, desviación moral, ofensas al islam bajo cualquier forma… Por descontado, sin necesidad de la menor prueba o indicio.

Todos estos abusos y otros mil más ocurren a diario en Arabia Saudí, un país no solo admitido tan ricamente en el concierto internacional, sino especialmente bien tratado en las instancias más altas y hasta alabado por su supuesta moderación en comparación con otros regímenes de su entorno. Pura complicidad a escala planetaria.

La perpetuación de Fernández

Era un domingo sin titulares de fuste y vino a alegrarlo el muy opusiano ministro español de Interior. Sí, a alegrarlo. Yo ni siquiera me tomé el trabajo de indignarme por su salida de pata de banco sobre las consecuencias letales del matrimonio entre personas del mismo sexo. Aviados iríamos si derrocháramos bilis por gachupinadas que deberíamos tener amortizadas mucho antes de ser aventadas. A estas alturas no puede sorprendemos que un meapilas convicto y (ejem) confeso como Fernández Díaz se descuelgue con una memez del calibre habitual. Y menos, insisto, cabrearnos, a no ser que nos vaya la pose tanto como a él. ¿Que sus palabras son muy graves? Solo si queremos concederles gravedad. Tal vez lo pudieran haber sido en otro tiempo o en otro lugar. Aquí y ahora carecen de trascendencia. Quedan cuatro que piensan como él y saben que han perdido esa batalla. Las declaraciones pintureras son su último recurso, casi el del pataleo. Quién lo hubiera dicho hace apenas diez o quince años.

Si rascamos un poco en la frase que fue entrecomillada, veremos que no son necesariamente los homosexuales quienes más motivos tienen para sentirse ofendidos o dolidos por la soplagaitez de Fernández. Al acusar a las parejas del mismo sexo de poner en peligro la perpetuación de la especie —hay que ser rancio para emplear una expresión así—, también estaba señalando por extensión a cualquier pareja heterosexual que, por la causa que sea, no tiene descendencia. Hay miles de los llamados por el ministro matrimonios naturales que, por muy observantes de la fe católica que sean sus contrayentes, no están en disposición de tener hijos. Según la atrabiliaria teoría del señor de las porras, merecerían ser objeto de censura general por su incapacidad para traer prole al mundo. Por fortuna, hemos avanzado lo suficiente como para que este enunciado nos resulte insensato más allá del tipo de parejas a que se refiera.

Memoria de Yolanda

Instituto de Erandio, curso 1981-82. La mayoría de las chicas de mi clase de primero de BUP animaban sus carpetas con las fotos de los guaperas de la época recortadas del Superpop o el Nuevo Vale. Los chicos, igual de previsibles, las adornaban con el póster de aquel Athletic en que se acababa de estrenar Clemente en el banquillo y que nos alegraría la adolescencia las dos temporadas siguientes. Sin embargo, el raro del aula, aquí presente, llevaba el retrato en blanco y negro de una joven de pelo largo bajo el que se leía: “Yolanda, nosotros no olvidamos”. Era la misma imagen que se podía ver por doquier en aquel centro escolar de bulliciosa agitación donde andaban a la par el número de horas lectivas y el de asambleas. Esa instantánea sobresaturada, virada en ocre y con idéntico lema estampado en mayúsculas negras, presidía la portada del primer libro de contenido netamente político que recuerdo haber leído en mi vida.

Técnicamente era, en el más noble sentido de la palabra, un panfleto. No tendría más de cuarenta páginas impresas a batalla y grapadas por el medio. Con lenguaje vidrioso y rabia a granel, se contaba quién era Yolanda González Martín, qué le hizo nacer la conciencia, su militancia en el PST, su lucha estudiantil en Euskadi y Madrid, y cómo fue vilmente secuestrada, asesinada y arrojada a una cuneta en San Martín de Valdeiglesias durante la noche del 1 al 2 de febrero de 1980. Aunque solo habían pasado unos meses y la investigación policial había sido una farsa, ya figuraban los detalles de la desalmada ejecución, incluyendo las filiaciones de los elementos parapoliciales —o sea, directamente policiales— que instigaron, planearon y cometieron el crimen. El que disparó, después de gritar “aquí se acabó el paseo, roja de mierda”, se llamaba Emilio Hellín Moro. En tres décadas no se me ha olvidado ese nombre. A la Justicia y las autoridades españolas parece que sí.

Líneas rojas

Cuando oigo hablar de líneas rojas, es decir, una media de seiscientas veces al día, se forma en mi cabeza la imagen mental de la cancha del polideportivo de mi barrio. Menudos cristos me montaba entre el galimatías de demarcaciones superpuestas. No había forma de saber si tu colosal internada por la banda discurría verdaderamente dentro de los límites del campo de futbito o si echabas el bofe inútilmente por el terreno dispuesto para el balonmano, el basket, el voley o el tenis. Me da que hoy vivimos instalados en la misma confusión de lindes, con el agravante de que no nos jugamos unas cañas, como en aquellas pachangas entre amigos, sino algo de bastante más enjundia.

Cierto que también cabe pensar que es un caos voluntario y que no hay la menor intención de clarificar qué diablos queremos decir con la manida expresión. Es muy cómodo refugiarse en los sobreentendidos. Si gobiernas, quedas de cine prometiendo no traspasar la frontera maldita bajo ningún concepto, aunque tienes el inconveniente de que casi nadie te va a creer. Si estás enfrente, la cosa se pone mejor porque ni la realidad ni las arcas vacías te van a suponer un obstáculo a la hora de reclamar con voz grave y hueca el respeto a las sacrosantas líneas rojas.

Donde a unos y a otros les entran los titubeos y el oscurantismo es a la hora de entrar en detalles sobre lo que es y deja ser auténticamente intocable. Se conforman con ideas vagas y mantras resultones: la sanidad, la educación, los servicios sociales, el empleo público. Irreprochable en teoría. Sonar, desde luego, suena muy bien. De hecho, es lo que cualquiera quiere escuchar, ¿pero nadie se atreve a concretar un poco más? Más que nada, porque toda esa retahíla representa exactamente lo que ya teníamos. Y sabemos que no es posible mantenerlo en su integridad, ¿verdad que? Tal vez debería haber empezado por esta ingenua pregunta cuya respuesta, sospecho, es que no.