En sus manos

Qué tiempos aquellos en los que, por lo menos, el despotismo era ilustrado. Ahora, ni eso. Los que manejan nuestra barca son una panda de bodoques en los que es imposible distinguir si la ignorancia es más dañina que su maldad o viceversa. Seguramente ambas se complementan y se retroalimentan en una dupla mortal de necesidad. Lo tremendo es que se van superando en lo uno y en lo otro, como acaba de quedar certificado con el inmenso cagarro teórico-práctico evacuado para parchear el pufo chipriota.

Oiga, joven, un respeto, que está usted hablando de personas que le sacan dos y tres ceros en la nómina, por no mencionar los doctorados, másteres y postgrados… Precisamente por ahí va el drama. Cuando el sábado pasado nos desayunamos con el sapo del corralito que habían parido la madrugada anterior todos estos tipos con tantos títulos, hasta los que tienen el Marca como única lectura fueron capaces de imaginarse las consecuencias. Sin necesidad de recurrir a Krugman ni a Stiglitz, cualquiera con medio dedo de frente se olió el pan hecho con unas hostias. Para tapar un agujero de 10.000 cochinos millones de euros —calderilla en relación a las cantidades que se manejan habitualmente—, se corría el riesgo de palmar cincuenta veces más en el resto de la malhadada unión monetaria. Un padrastro en el dedo meñique del pie europeo amenazaba, joder con el efecto-contagio, con acelerar aun más el cáncer galopante de los órganos que acumulan años de castigo, léase España, Italia, Irlanda, Portugal, Grecia y quién sabe cuántos más.

Ni se les pasó por la cabeza a los genios de la lámpara que asistir al robo a los ciudadanos de Chipre podría provocar en el resto de estados una estampida para sacar de los bancos los últimos cuartos y ponerlos a buen recaudo bajo el colchón. 48 horas y varios destrozos irreparables después, la rectificación. Y si tampoco funciona, pues ya se verá. En estas manos estamos.

De la tortura

Indignación con carácter retroactivo. Ocho años después, un periódico saca del congelador el vídeo de tres soldados españoles moliendo a patadas a unos presos iraquíes encerrados en una mazmorra de Diwaniya, base de los tercios pacificadores de su majestad en aquellos andurriales del eje del mal. La conciencia perezosa de los mansos, que en realidad somos casi todos, se rebela. En algunos casos, porque les han jodido el café y el croasán dominical con las duras imágenes; te conectas para ver cómo ha quedado Alonso en Australia y te encuentras con eso. A otros les incomoda enterarse abruptamente de que los héroes humanitarios que nos sacaban en los publirreportajes patrióticos llevan el sadismo tatuado al lado del amor de madre y demás calcomanías legionarias. Y los hay también que simplemente se suben a la ola del rasgado tuitero de vestiduras aunque en su fuero interno se la traiga al pairo que inflen a hostias “a unos moros que seguramente se lo merecían”.

Tenemos un problema respecto a la tortura. Uno muy serio. Al primer bote y, especialmente si hay público, nos parece fatal. Villanía, vesanía, tropelía… Se nos agota el campo semántico en la denuncia. Pero luego, en la intimidad del hogar, no se nos atragantan los nachos viendo cómo el poli de nuestra serie favorita le calza unas yoyas al maloso en el interrogatorio. Al contrario, celebramos que se le vaya la mano y deseamos fervientemente que le caiga otra, y otra, y otra más.

De acuerdo, pero eso es ficción. En la vida real hilamos más fino. ¿Seguro? Me encantaría poder afirmarlo. Sin embargo, no dejo de ver, en el mejor de los casos, reproches asimétricos en función de quién da y quién recibe. La descalificación de los malos tratos no suele ser absoluta ni atiende a principios éticos básicos. Funciona como reacción de parte, revelando una descomunal hipocresía y, lo peor, provocando su perpetuación por los siglos de los siglos.

De Hugo a Francisco

Estamos que lo tiramos. En apenas ocho días hemos vivido dos acontecimientos de esos que irán en la cabecera de los resúmenes del año y que incluso prolongarán su recuerdo bastante más allá de las uvas. Dentro de equis, con más canas, arrugas y achaques, echaremos mano de la moviola y colocaremos a la primera víctima propiciatoria que se nos ponga a tiro la batallita doble de la muerte de Chávez y la elección del papa (en minúscula, según la RAE) Francisco. Lástima no poder adelantar el calendario hoy mismo para atisbar qué lugar depara la Historia (esta vez en mayúscula) a los protagonistas de cada uno de los episodios. Probablemente, uno muy distinto al que podamos imaginar en caliente.

Dejo eso para el futuro y, de regreso a lo inmediato, les propongo la búsqueda de parecidos y diferencias entre ambos hechos. Se trata de un ejercicio individual, así que habrá quien lo termine en un segundo concluyendo que sería comparar tocino y velocidad y quien, como este servidor, podría llenar varios folios con los paralelismos. Señalo el que me parece que sintetiza todos los demás: la liturgia —o si se quiere, la parafernalia— que ha envuelto tanto al fallecimiento del líder venezolano como a la designación del nuevo jefe de la iglesia católica. Igual en Caracas que en Roma ha habido pompa, circunstancia, boato y solemnidad a granel.

La parte divertida del experimento llega al confrontar las reacciones cruzadas en función de las fobias y filias que se profesen. Los mismos que veían un esperpento en la prosopopeya desplegada en las honras fúnebres de Chávez pedían un respeto para el colorismo vaticano. A la inversa, quienes han tachado de mamarrachadas anacrónicas los ceremoniales pontificios se ponían a la defensiva si alguien les señalaba que en la despedida del caudillo bolivariano no había faltado precisamente la imaginería católica más primaria. Cuestión de vigas y pajas según en qué ojo.

Excesivo… o no

Para la antología de las paradojas: mi descreimiento cada vez más acusado e irreversible me ha situado en la bandería de los creyentes. Quiero decir que, atendiendo a mi propia naturaleza y a mis obras acreditadas, esta columna debería haber derrotado por el territorio del despotrique sobre los excesos en el tratamiento mediático del relevo en la cúpula de la iglesia católica. Seguramente, no faltan argumentos para poner de vuelta y media el descomunal despliegue de recursos técnicos, humanos y hasta semidivinales con que nos han abrumado —y seguirán haciéndolo— desde que Ratzinger decidió mandar al armario los zapatos rojos. En términos de información pura, una cuarta parte de la mitad habría resultado más que suficiente para darnos por enterados de una noticia que, analizada en frío, tampoco va a cambiar gran cosa nuestras vidas. ¿No se podía o se debía haber prescindido de lo demás?

Eso es lo que sostienen, con crujir de dientes y gesto de vinagre, los que se sienten atropellados por la importancia que se sigue concediendo a una institución que, además de caduca, trasnochada, antidemocrática y media docena de descalificativos por el estilo, tildan como organización privada. Quizá no se den cuenta de que sus propias críticas aceradas forman parte conjunta e inseparable de lo que pretenden combatir. Casi literalmente, todo es bueno para el convento. Lo pro y lo anti se mezclan y se confunden regatera abajo. Y si hay un riesgo, ay qué caray, es que acaben antojándose más cansinas las diatribas previsibles y reiterativas de los comecuras que las aleluyas desproporcionadas del flanco opuesto.

Por lo demás, hoy la comunicación es un ejercicio continuo de desmesura. Cuarenta muertos en Siria son línea y cuarto, pero un orzuelo de Messi da para portada y cuadernillo en páginas interiores. Con ese sistema de pesas y medidas, se diría que la matraca vaticana tampoco ha sido para tanto. ¿O sí?

Libertad de zapping

Declaraciones de Mercedes Milá sobre la pérdida de la hegemonía catódica del engendro llamado Gran Hermano frente al engendro llamado ¡Splash!: “De repente viene uno, se tira de la piscina y te masacra”. No era una coña marinera, ni un sarcasmo. Hablaba completamente en serio. La tipa lo decía con dolor genuino, convencida del juanete al moño de ser víctima de una tremebunda injusticia. Toda la vida dejándose la piel para servir a la parroquia la basura más hedionda y anestésica, creyendo haber dado con la fórmula insuperable de la telemierda, y resulta que unos advenedizos sin pedigrí se demuestran capaces de evacuar un zurullo mayor sobre el que se lanza con avidez la masa ingrata.

Más allá de lo que me divierte ver encocorada a una individua por la que dejé de sentir simpatía hace veinte años y respeto hace quince, en este ataque de cuernos leo, como si fueran los posos del café, una novela contemporánea sobre la libertad. Su protagonista es eso que hace unos meses Mariano Rajoy bautizó —con más tino del que pensábamos— mayoría silenciosa. Un dato para la digestión, a ver si hay estómago que lo consiga: el lunes por la noche los dos programas (o lo que sean) arriba citados congregaron frente a las pantallas a seis millones de españoles. Contabilizo entre ellos, a riesgo de herir alguna sensibilidad poco curtida, a los de la irredenta Vasconia, que en materia televisiva es más roja y gualda que Quintanilla de Onésimo.

Como todo es superable, un día después, casi nueve millones de seres humanos con ojos y orejas dieron cuenta del Barça-Milan. Ahí me temo que les he cazado a muchos de ustedes y que me hubiera cazado a mi mismo si el evento no llega a coincidir con mi programa de la radio. Por eso mismo, renuncio a ponerme Rottenmayer en el juicio. Me limitaré a señalar que, en el fondo, se trataba de lo más cercano que nos queda al ejercicio de la libertad: elegir qué vemos en la tele.

Barcina de los diques

Pillada con los dedazos en el tarro de la mermelada, Yolanda Barcina parece aspirar a batir la plusmarca mundial de declaraciones abracadabrantes. Nadie suelta con más desparpajo que ella que del asunto de las megadietas dobles y triples lo que importa es que su eliminación fue cosa suya (pasando siempre por alto el pequeño detalle de que se subió el sueldo en una cantidad equivalente, por cierto). Lo de los alicatadores que se encienden Cohibas con billetes de quinientos euros fue sencillamente sublime; consiguió que la indignación y el cachondeo nos brotaran juntos y revueltos de la misma herida.

Sin embargo, por estrafalarias que puedan sonar esas palabras y por resultonas que sean para convertirlas en jugoso titular, no son las que más me han llamado la atención de entre las toneladas que ha expelido estos días la aún presidenta de Navarra y de UPN. Será porque soy un clásico o porque tengo la manía de fijarme en lo aparentemente accesorio y escudriñar lo que se oculta tras el dobladillo de las cosas, pero considero más elocuente la frase de la doña que entrecomillo a continuación: “Me voy a esforzar en que siga habiendo un dique de contención frente a los nacionalistas”.

Se dirá, con razón, que eso no es nuevo. Incluso, que viene de serie con el personaje y que lo sorprendente sería que de su boca saliera algo diferente. Claro que sí, pero lo revelador es que saque a paseo la matraca en este preciso instante en el que prácticamente todos sus hechos conocidos nos gritan que Barcina no está en la política para defender unas convicciones. Si repasamos los más sonados episodios que ha protagonizado últimamente, comprobaremos que casi siempre hay dinero de por medio. A veces, como en las cesantías de la UPNA o las dietas de Vinsa, en unas cantidades que la retratan como pesetera sin matices. Su pretendida ideología, ese antivasquismo de trazo grueso, es lo que le paga su tren de vida.

Comer y callar

Como los pantalones de pata de elefante o la botas con flecos, las alarmas alimentarias van por modas. Cuando pensabas que eran cosa del pasado, vuelven y, además, con fuerza inusitada. Ahora estamos en una de esas trombas recurrentes. No pasa un día sin que nos cuenten que tal o cual firma han tenido que retirar del mercado unas hamburguesas, unos tortellini o una tarta de chocolate porque se ha descubierto que contenían algo que no debía estar ahí, desde carne de caballo a, con perdón, mierda. Y lo peor es que no suele tratarse de preparados exóticos de cuya existencia no teníamos conocimiento, sino de productos que más de una vez nos hemos llevado a la boca. Imposible reprimir una mueca de asco retrospectivo al enterarnos y preguntarnos con prevención qué otras porquerías estaremos masticando.

Yo estoy empezando a claudicar y a pensar que (casi) es mejor no saberlo. De hecho, creo que hace tiempo la mayoría optamos por esta suerte de ignorancia voluntaria respecto al condumio. Aplicamos el “ojos que no ven”, o lo que es lo mismo, el “ojos que no quieren ver”, y preferimos borrar de nuestra mente que algún día nos explicaron cómo se hace el delicioso paté o a qué martirios someten a las pobres Caponatas que nos surten del socorrido par de huevos para el almuerzo. Aventurarse a la lectura de las listas de ingredientes en letra pulga de los envases es reunir boletos para pasar un mal rato. Lo más leve que te puede ocurrir es comprobar —soy testigo— que las guindillas vascas de una marca que lleva un par de Tx (*) en su nombre proceden de China.

¿Y qué tal recurrir a proveedores de confianza que solo trabajan con materia prima conocida? Es, desde luego, una opción. Pero aparte de que no es oro todo lo que reluce -¡la de mermeladas artesanas que son industriales!-, nos encontramos con el pequeño problema del precio. Ese supuesto poquito más es un potosí para buena parte de los bolsillos.

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(*) ACLARACIÓN: La marca a la que hago alusión no tiene dos sino una Tx. Se trata de unas guindillas envasadas en La Rioja y, como digo, de procedencia china, de un sabor y una textura manifiestamente mejorables. Es importante que nadie piense que se trata de otra marca que sí lleva dos Tx en el nombre y que, además de cumplir rigurosamente con las normas de Eusko Label, son exquisitas. Nada más lejos de mi intención que perjudicar a quienes hacen las cosas bien. (J.V.)