Paloquequeráis

No acabo de entender la pasividad del servicio vasco de atención de emergencias. La menor nubecilla acercándose al Golfo de Bizkaia les hace activar alertas de toda la gama cromática, pero esta es la hora en la que siguen sin advertir a la población de la plaga que se nos viene encima. Y mira que era fácil de prever porque el fenónemo se repite sistemática y matemáticamente cada vez que las urnas determinan un cambio de acera gubernamental. En el instante en que el recuento se pone claramente de cara a unas siglas, sobre las sedes del partido señalado para el triunfo arrecia una lluvia torrencial de paloquequeráis. Me soplan —yo no estuve, malpensados—, que el domingo por la noche en Sabin Etxea y aledaños la precipitación alcanzó registros por metro cuadrado que no se conocían desde la histórica jornada de mayo de 2001 en que San Juan José le dio en el morro al dragón redondorejista.

Allí estaban, por docenas, muchos aún con el tatuaje del puño y la rosa o la gaviota a medio borrar, arrasando con la barra libre y al acecho de cualquiera que tuviera pinta de jeltzale con galones para colocarle la letanía de la que reciben su nombre: “Ya sabes, yo, pa’ lo que queráis”. El ofrecimiento es literal, porque les da igual que les pongan en Parques y Jardines que en Interior o en un córner de Txorilandia. No hay función que no se sientan capaces de desempeñar, siempre con la máxima eficacia y, por descontado, dando muestras de adhesión inquebrantable… hasta la próxima ciaboga.

Y lo jodido es que hay que concederles que es verdad. Ninguno de sus cambiantes jefes puede tener el menor motivo de queja de estas alfombras humanas. Allá donde les cae la canonjía, cumplen excepcionalmente como correveidiles, chivatos, pelotón de fusilamiento de desafectos al amanecer o simples palmeros. Ya que Protección Civil no les advierte, lo hago yo: mucho cuidado con los paloquequeráis. Pueden ser letales.

Abstención, divino tesoro

Cuando ya no es posible disputarse los votos porque han sido contados y convertidos en escaños, comienza la entretenida (pero inane) contienda para adjudicarse los no-votos. Lo bueno que tiene para los que entran en liza —que, como veremos, son casi todos— es que en este caso no hay manera humana de sacar la cuenta oficial del trocito o trozazo que le corresponde a cada quien. Se sabe, sí, el global, porque es una resta simple entre el total del censo y los que han peregrinado a echar la papeleta en la urna. Todo lo demás es territorio abonado para especular con humo.

El domingo, por ejemplo, hubo en las autonómicas vascas un 36, 27% de abstención. Traducido a personas con ojos y nariz, dato que generalmente suele racanearse, eso nos da un montante de 643.851, oséase, 240.000 más que el partido que resultó ganador de los comicios. ¿Cómo resistir la tentación de abalanzarse sobre todo esa montaña de merengue desaprovechado? Los primeros que van de cabeza a por su pellizco son, faltaría más, los partidos perdedores. Menos de 150.000 no se atribuyen nunca. Quien no se consuela es porque no quiere. Eso, sin contar con que al refugiarse en esa excusa, en realidad están confesando que algo muy malo habrán hecho para poner de morros a una tercera parte de la parroquia.

También las formaciones ganadoras, que siempre quieren más, más y mucho más, entran la puja y dejan caer que con los que se han quedado en casa, habrían apañado un par de parlamentarios más. Pero nadie llega a tanto —y siento escribir esto porque muchos son de mi propia cuerda o alrededores— como los que ven la apuesta y la suben hasta la totalidad. Sin despeinarse concluyen que las elecciones las ha ganado la abstención. Mezclan a los que no han ido porque voluntariamente así lo han decidido con los que no lo han hecho por otro millón y medio de causas. Por pura pereza, por ejemplo. Eso es hacerse trampas en el solitario.

Adiós a Patxinia

Cuánta maldad. Fíjense que desde hace semanas —y no les cuento desde el domingo por la noche— no dejo de recibir puyitas irónicas. “Confiesa que lo vas a echar de menos, aunque sea un poquito”, me sueltan, junto a una sonrisilla construída con una boca y unos ojos de verdad o con un punto y coma y el signo de cierre de paréntesis. Pues no, en absoluto. Ni imaginan el profundo deseo y la perentoria necesidad de pasar esta página que sentía. Miento: sí se lo imaginan, me consta que a muchas y muchos de ustedes les ocurría exactamente lo mismo. Por eso sé que también serán capaces de comprender que la inmensa sensación de alivio es de largo más poderosa que el vértigo que da mirar al futuro y comprobar que lo que viene tiene dientes de tiburón y garras de puma. Creo que Iñigo Urkullu es el primero que sabe que se las va a tener que ver con una réplica del infierno a escala 1:1.

No quedará otra que entrar en ese capítulo, pero antes —de eso van estas líneas— hay que poner un epílogo inevitablemente incompleto al que estamos dejando atrás. Frente a ustedes saco mi pañuelo blanco y, sin lágrimas ni nada que se les parezca, le digo adiós a Patxinia. Quién sabe, puede que el tiempo y algunos historiadores con vocación respostera hagan un apaño con esta época de tinieblas y al final resulte que no fue para tanto. Por mi parte, les pongo por testigos de mi empeño en guardar el recuerdo sin aditivos ni colorantes. ¿Por rencor o revanchismo? No va por ahí; se me dan fatal las vendettas. Es simplemente que me niego a trampear la memoria.

Vindico y reivindico cada vivencia. Igual las regulares que las pésimas como esta que me ha hecho descender no sólo al pozo séptico de lo político sino, ay, de lo humano. Eso último es, con diferencia, lo que más me ha dolido durante estos tres años y medio. Hay comportamientos que no comprenderé ni aunque viva quince eternidades. Adiós, Patxinia, adiós.

El poder de un voto

Quise hacer un pequeño chiste en Twitter y me salió por la culata. “Es tremendo pensar que mi voto vale lo mismo que el de Amaia Montero”, escribí. Puse ese nombre porque el día anterior la ex-solista de La Oreja de Van Gogh había vuelto a cubrirse de gloria con una bocachanclada King Size de las suyas. Ni quince segundos tardaron en empezar a llegar respuestas que me bajaron del guindo: “De eso nada. Tú vives en Bizkaia y ella en Gipuzkoa. Por tanto, su voto vale más que el tuyo”. El más, en mayúsculas, para endurecer el golpe. Tocado y casi hundido.

Sí, solo casi porque, en realidad, ya lo sabía y no pocas veces he despotricado sobre lo perverso del caprichoso y desnaturalizador 25-25-25, nuestra propia versión del café para todos. De igual modo, soy consciente del juego de trileros que esconde el reparto de cocientes —Satanás confunda al señor D’Hont—, de la parcialidad descarada de las Juntas Electorales centrales o de la arbitraria distribución de recursos que busca ponérselo en sánscrito a las formaciones pequeñas. A estas alturas, no me darán el Nobel por descubrir que lo de “una persona, un voto” tiene más letra pequeña que el contrato de mi tarjeta de crédito. No será a mi a quien sorprendan haciendo loas a la fiesta de la democracia, que bastante claro tengo que es un sarao donde se reserva el derecho de admisión.

Y sin embargo, por el posibilismo que me ha crecido junto a las canas o justamente por todo lo contrario, sigo defendiendo el poder, aunque sea infinitesimal, de depositar una papeleta en una urna. O si es el caso, de no depositar ninguna. Lo que importa es que se trate de una decisión plenamente voluntaria y meditada, un ejercicio —ahora que se habla tanto de ella— de soberanía personal. Que nos impongamos sobre la pereza, la desidia o la tentación derrotista de creer que lo que hagamos no cambiará las cosas. En más de una ocasión, un solo voto las ha cambiado.

La aburrida política

Si alguna vez me he puesto Rottenmeyer con mis compañeras y compañeros más jovenes —bueno, y con alguno bien talludito—, es cuando me han confesado entre lo cándido y lo descarado lo mucho que les aburre la política. Me pasaba con cierta frecuencia en mi antigua casa. Superado el primer sofoco, empezaba por soltarles esa frase que, según quién la cite, se atribuye a Yves Montand, Churchill, Kennedy o George Bernard Shaw, que es el más socorrido a la hora de documentar ocurrencias ingeniosas: si tú no te ocupas de la política, ella se ocupará de ti.

Ante el nulo efecto cosechado, no me quedaba otra que pintarme un bigotillo facha y recordarles una anécdota de José María García. Al pedirle al cronista destacado en el estadio de Los Cármenes el resumen telegráfico del partido que se acababa de disputar, el interpelado se atrevió a decir que había sido un encuentro “como para dormir a las ovejas”. En mala hora. Los millones de oyentes que tenía por entonces Butanito, y servidor entre ellos, asistimos a la punzante réplica: “Aquí no te pagamos por divertirte en el fútbol, sino para que nos cuentes lo que ha pasado en el campo, ¿entendido?”.

Pues no, tampoco solían captar que lo que les quería decir es que estaban profesional, moral y hasta contractualmente obligados a distinguir entre Permach e Iturgaitz. Y no crean que me estoy adornando en el ejemplo, por exagerado que les suene. Pero igualmente se trataba de un esfuerzo vano porque los cachorros de la manada tenían su propia teoría: “A la gente no le interesan esas chapas que les contamos. Quieren saber otras cosas”.

Izo exactamente aquí la bandera blanca. Esta campaña que hoy termina me ha enseñado que para el periodismo actual unas elecciones son una especie de concurso de Miss o Mister Simpatía. Lo que importa es la foto más chuli con la parienta o el pariente. O las veces que “lo hacen” a la semana. Lo demás es aburridísimo.

Elogio de la pobreza

Qué lata con lo de la pobreza. Que si es una lacra, que si es un estigma, que si hay que erradicarla… Pero hombres y mujeres de Dios, eso sería segar la hierba bajo nuestros propios pies, apedrear el tejado de nuestra primera, segunda y tercera residencia. Para empezar, ¿a qué le íbamos a dedicar días internacionales como el de ayer? ¿Al jamón de bellota, a los gintonics de Citadelle, al Iphone y al Ipad? Psssé, no digo que esas cuestiones no lo merezcan, pero creo que a la larga acabarían aburriéndonos y no sabríamos qué hacer cuando pasaran de moda, lo que ocurrirá mañana o pasado. Ese peligro no se da con la pobreza. Desde que el mundo es mundo, está ahí. Por algo será, ¿no? Si no fuera útil, ya habría desaparecido de la faz de la tierra hace tiempo, igual que lo hicieron los dinosaurios, los corsés de ballena o las sesiones continuas de los cines.

Así que mucho cuidado con violentar el devenir de la Historia eliminando un elemento que aún tiene por delante siglos y siglos de vigencia. ¿Acaso no estamos a favor de la biodiversidad? Pues los menesterosos, los desgraciados y los miserables —cuánto debe la literatura a esta bella y sugerente palabra— cumplen una misión insustituible. Bueno, una no; mil. Lo mismo sirven para desembarazarte de la incómoda calderilla al tiempo que te sientes un gran ser humano, que para enseñar a los churumbeles lo que les puede pasar si se van por el mal camino o, sin ir más lejos, para celebrar que no eres uno de ellos. Como detergente para la conciencia no hay nada mejor. Y si pides justificante (un atraso, que no todos los pordioseros lo den), hasta desgravas en el IRPF.

Definitivamente, es una gloria que haya pobres. Gracias a eso, la revolución está siempre pendiente, y existen ONGs (*)  chachipirulis, congresos sobre la cuestión en auditorios de lujo, memorandos de encargo a chopecientos mil el folio y, por supuesto, días para pedir su erradicación.

—OOO—

(*) Para que no queden dudas, porque varios lectores me han llamado la atención sobre esto.  No hablo, ni mucho menos, de todas las ONGs, cuya labor respeto y admiro en general. Me refiero a algunas muy determinadas que, pese a su nombre, son gubernamentales e institucionales y se conducen de un modo que deja bastante que desear.

Ciaboga

Cabalgaban a galope tendido (vale, trote cochinero) las tropas contencionistas del adelantado Don Francisco, batiendo el aire vascón con su desgarrador bramido —¡raca-raca, raca-raca!—, cuando los cielos se abrieron y de ellos descendió un rayo escocés que al tocar tierra se convirtió en urna. En el mismo instante en que los valerosos hidalgos de la unción bi-tricolor se aprestaban a pasar por sus aceros a la enésima bestia secesionista que Belcebú había puesto en su camino, los detuvo a puro grito un heraldo llegado de los cuarteles de invierno de Patxinia.

—Órdenes nuevas. —informó a los confundidos y decepcionados combatientes— Por lo visto, los augures que leen los posos de las encuestas y la bilis de los votantes dicen ahora que con todo ese rollo de los diques y los muros, vamos de culo. ¡Volvemos a ser vasquistas! Por lo menos, hasta el domingo por la noche. Cuando termine el recuento, ya dirá Don Rodolfo si nos toca vestirnos de abertzales o de transversales. Tened los dos trajes preparados, por si acaso. El de frentistas, no, que esta vez no sumamos ni de coña.

—Entonces, ¿qué hacemos con esa? —preguntó uno de los avinagrados soldados señalando la urna envuelta en la cruz de San Andrés— ¡No podemos dejarla sin castigo! ¿No ves que es la viva imagen de Urkullu con falda de cuadros y gaita al hombro? ¡Seguro que lleva tatuada en la nalga la marca de la pepsicola!

—Ya lo sé. —contestó el mensajero— Y si te descuidas, un mensaje de Arnaldo grabado de extranjis en la cárcel esa que parece un photocall, pero ya os he dicho cuáles son las consignas. Si no lo creéis, aquí tenéis la prueba.

Según lo decía, desplegó una página del diario de confianza donde se leía: “El Gobierno vasco pone a Escocia como ejemplo para hacer el referéndum”. Y debajo: “López defiende un referéndum si es previo acuerdo”.

—Joder, pues era verdad. —se oyó una voz— Otra vez vasquistas. Qué sinvivir…