Después de lo de echarse a cara o cruz la segunda dosis de AstraZeneca, parecía difícil batir el récord de esperpentos vacunatorios, pero en eso llegaron las autoridades sanitarias del Estado francés y pulverizaron la marca. Para que luego digan de las chapuzas y la improvisación celtibéricas, a alguien de las altas instancias médicas galas se le ocurrió que podía ser una buena idea convertirse en la gran meca de la inmunización de toda la Unión Europea. Desconozco si fue una cuestión de chauvinismo o, simplemente, el enésimo infierno alicatado hasta el techo de buenas intenciones. La cosa es que, sin encomendarse ni a Dios, ni al diablo, ni a los responsable de la salud pública de los países vecinos, en el Hexágono se puso en marcha un sistema de reservas de vacunación abierto literalmente a todo quisque. Bastaba apuntarse y presentarse con el carné de identidad en el punto más cercano, que en nuestro caso era el vacunódromo de Biarritz. Y ahí que se fueron nutridos grupos de gipuzkoanos y navarros, principalmente adolescentes y jóvenes, de procesión inmunizatoria. No es difícil imaginarse la sorpresa y el cabreo de las autoridades sanitarias locales ante el inmenso desvarío de repartir viales de suero como si fueran botellines de agua. Gracias a los medios de comunicación, que hemos dado cuenta de la noticia con gran escándalo, se ha cerrado el grifo al otro lado de la muga. Y no deja de llamar la atención que haya sido con el mayúsculo enfado de quienes sienten que se les birla un derecho inalienable porque consideran que una vacuna es un bien de consumo exactamente igual que unas zapatillas deportivas o un frasco de colonia.
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De Bosé a Fernando Simón
El 90 por ciento de los menores de 60 años que recibieron la primera dosis de AstraZeneca en el estado han pedido recibir la segunda de la marca maldita. Y eso es así pese a que su elección implica retrasar su inmunización hasta que haya suministro y que, además, deben pasar por el trago como poco psicológico de firmar un consentimiento informado, algo que se evitarían si hubieran optado por la prestigiada Pfizer. Ya he repetido no sé cuántas veces que todo este psicodrama se hubiera evitado si las autoridades sanitarias españolas, esas que no distinguirían la cogobernanza de una onza de chocolate, hubieran sido transparentes. Aquí no había una cuestión sanitaria, como prueba lo que sigue diciendo la Agencia Europea del Medicamento, sino un problema de aprovisionamiento y, como causa o consecuencia de lo anterior, una guerra farmacéutica. Lo honrado habría sido contarlo así, en lugar de trasladar la decisión al ciudadano de a pie. Por eso resulta especialmente indignante que Fernando Simón haya terciado en el asunto para invertir la carga de la prueba y, en el mismo viaje, insultar gravemente a las víctimas de la ceremonia de la confusión provocada por su propio gobierno. Según el bienamado e intocable Simón, esa mayoría absolutísima de personas que siguen manifestando su preferencia por AstraZeneca para la segunda dosis son una panda de borregos alienados por oscuros grupos de presión conchavados con medios de comunicación que quieren desalojar a Pedro Sánchez del palacio de la Moncloa. Díganme si, además de una ofensa intolerable, no es una teoría de la conspiración a la altura de las que propaga Miguel Bosé.
Vacunas, vamos mejorando
Como el burro amarrado a la puerta del baile de la canción de El último de la fila, aguardo la llamada o el mensaje para vacunarme. Ya no puede tardar mucho. En apenas tres semanas he visto el fluido descenso de la escalera de edades. 63, 62, 61, 60, 59… Familiares, amigos y conocidos de esas quintas han ido celebrando su primera dosis y, por supuesto, narrando la experiencia con todo lujo de detalles. Los del baby boom —yo prefiero decir “los de la cosecha del 67”— estamos a punto de caramelo. Tampoco es que me consuma la ansiedad. Por fortuna, cada siete días, un test me ha ido confirmando que todo iba bien. Si me he parado a hacer esta reflexión es porque al final resulta que el asunto está avanzando mucho más rápido de lo que creíamos.
Desconozco si se cumplirá el vaticinio de alcanzar la inmunidad de grupo a mediados del verano, pero ya no me parece una quimera. No hace tanto que circulaban agoreros cálculos que cifraban en hasta dos y tres años la fecha en la que recibiríamos el primer pinchazo. Hemos resultado hombres y mujeres de poca fe. Creo que es justo y necesario reconocerlo con la misma firmeza que hemos criticado y seguiremos criticando, por poner el ejemplo más claro, la tremebunda ceremonia de la confusión respecto a la segunda dosis para los menores de 60 años a los que se administró AstraZeneca. Sin duda, las diversas autoridades sanitarias han cometido errores por acción u omisión, pero si vamos al minuto de juego y resultado, nos encontramos con motivos para estar razonablemente satisfechos respecto al proceso de vacunación. Mucho si, como hemos comprobado, sus efectos ya se notan.
Pfizer o… Pfizer
Decía un anuncio ya viejuno: “La elección es bien sencilla, o Moriles o Montilla”. Y con el segundo pinchazo de los menores de 60 años que recibieron la primera dosis de AstraZeneca parecía que iba a ser algo similar. O repetían con la marca estigmatizada o se cambiaban a la encumbrada Pfizer. Y además, tenían que hacerlo responsabilizándose de su decisión porque las autoridades sanitarias españolas se habían lavado las manos y les conminaban a elegir antídoto, como si se tratara de optar por tortilla con cebolla o sin cebolla. Algún cínico ha dicho que es el ejercicio de la libertad en su máxima expresión. Pero de eso, nada. En todo caso, y como suele ocurrir con cualquier aspecto de nuestra vida en la democracia de andar por casa que gastamos, se trata de una libertad orientada a hacer lo correcto. Y lo correcto en este asunto resulta que es escoger Pfizer.
De entrada, porque quien se líe la manta a la cabeza y solicite AstraZeneca tendrá que firmar un documento en el que asume lo que pueda ocurrirle tras el chute. Eso no lo piden para la otra, lo cual es un modo poco sutil de decirle a quien se va a vacunar algo así como “Usted verá lo que hace”. Ya no es una elección tan libre, por lo tanto. Pero es que, además, hay un elemento que acaba determinando la decisión. Las provisiones de AstraZeneca son notablemente menores que las de Pfizer. Eso supondrá en la práctica, tal y como informaba el viernes el Departamento de Salud del Gobierno Vasco, que quienes prefieran ser fieles a lo anglosueca deberán esperar a que haya suministro. Los que se decanten por la estadounidense se vacunaran antes. En resumen: Pzifer o Pfizer.
AstraZeneca, de mal en peor
La montaña ha vuelto a parir un ratón. Después de semanas arriba y abajo con la solución al sindiós de la segunda dosis de Astrazeneca para los menores de 60 años, la autoridad sanitaria española (supuestamente) competente ha determinado, tachán, tachán, que sean los vacunados los que escojan si se vuelven a pinchar la marca maldita o prefieren Pfizer. Eso sí, asumiendo la toda la responsabilidad, previa firma de un documento de consentimiento informado. Pasándolo a limpio, lo que va a ocurrir es que un ciudadano mondo y lirondo tendrá que tomar la decisión que no han sido capaces de tomar quienes disponen de sobrados conocimientos en la materia. Sssstupendo, que diría un personaje de Forges.
Si eso no es lo suficientemente esperpéntico, tal movimiento implicará lo que puso sobre la mesa anteayer la consejera Gotzone Sagardui tirando de la aritmética más básica: todas las segundas vacunas de Pfizer se restarán de las previstas para las próximas primeras dosis. El santo que se vista será a costa de desvestir a otro. La manta no llega para tapar cabeza y pies.
Pero no se vayan todavía, que aún hay más. Porque esta novedad que estamos difundiendo los medios todavía puede quedarse en agua de borrajas. La ultimísima palabra la tendrá el Comité de Bioética, órgano consultivo al que se le ha trasladado la patata caliente. Eso, con la Agencia Europea del Medicamento clamando a voz en grito desde hace varias semanas que, puesto que los beneficios son infinitamente mayores que los riesgos, lo más sensato es que la segunda dosis sea con Astrazeneca. Entretanto, un millón y medio de personas aguardan una solución.
El pifostio de AstraZeneca
Me he pasado las últimas horas poniendo la oreja a conversaciones ajenas. Sin rigor estadístico alguno, he constatado que cerca de la mitad de esas charlas robadas tenían como asunto el inmenso pifostio de la vacuna de AstraZeneca. Había valientes que decían que no tendrían el menor reparo en chutarse una dosis del antídoto de marras y también personas muy ponderadas que sostenían lo obvio, que el riesgo es incomparablemente inferior a los beneficios. Estamos hablando de un muerto por cada millón de pinchazos frente a miles de vidas salvadas. Ahí llegaba la apostilla de no pocos de mis espiados: eso, si damos por cierto lo que nos han venido contando, cuestión que no resulta nada fácil a la vista de los sucesivos espectáculos de las últimas semanas y no digamos de los incontables cambios de criterio sobre las franjas de edad para las que es adecuada.
La conclusión es que se ha instalado la sospecha y va a ser muy difícil restaurar la confianza. Los antivacunas se están dando un festín en medio de esta ceremonia de la confusión. Ocurre esto justo cuando parecía que la mayoría de la población había entendido la necesidad de vacunarse y también cuando empezábamos a coger ritmo en la inmunización. ¿Cómo arreglarlo? Con una herramienta que las autoridades sanitarias usan regular: la comunicación.
AstraZeneca: incomprensible
Se diría que las autoridades sanitarias españolas han renunciando a la batalla de la comunicación. Lo que no tengo claro es si el motivo es que la dan por perdida o, directamente, que no les parece importante gastar tiempo informando a la ciudadanía de algo que es difícil de explicar. Y así, han optado por imponernos sus decisiones como en tiempos se hacía con el ricino, es decir, por las bravas. Y sin entrar en las ilógicas restricciones actuales —comunidades cerradas y fronteras abiertas para que los turistas exteriores tengan vía libre— el penúltimo episodio más representativo de lo que hablo es lo ocurrido con la vacuna de Astrazeneca.
Para empezar, se frena en seco la inoculación sin dejar claros los motivos; ni siquiera los expertos habituales eran capaces de entenderlos. Luego, cuando la Agencia Europea del Medicamento dice que no hay causa para el exceso de celo, en lugar de reanudar los pinchazos inmediatamente, se espera hasta mañana. Y lo último es que ahora resulta que esa vacuna sobre la que había tantas dudas es también efectiva para la franja de edad entre los 55 y los 65 años. Seguramente, habrá razones basadas en la ciencia que amparen todas y cada una de las decisiones. Sin embargo, es muy complicado que el común de los mortales no sienta que algo que no se le cuenta.