Derecho a contagiar

Un tipo que lleva la mascarilla a la altura de la generosa papada emite un horrendo sonido gutural, se arranca un gargajo del nueve largo, y lo estrella contra el pavimento. ¿Le digo algo? Qué va; no soy un policía de acera.

Unas horas más tarde, a la salida del súper, otro mengano se despoja de los guantes de plástico e, ignorando la inmensa papelera que hay junto a la puerta del establecimiento, deja que se los lleve la brisa. ¿Le digo algo? No; no soy un policía de acera.

Y lo mismo, con la individua que se baja el tapabocas para estornudar en medio del autobús, el gañán con la higiénica en el codo que va repartiendo su humo fétido por un paseo concurrido, el runner miserable que, no contento con ir a morro descubierto, no lleva camiseta y va esparciendo todo tipo de fluidos sobre los viandantes. No digamos ya con la cuadrillita de adolescentes que, sin cumplir ni media de las presuntas normas obligatorias, se pasan los cachis y los petas bien embadurnados de saliva mientras, para colmo, llenan de mierda el césped.

Uno de los aprendizajes más terribles de la pandemia es que para la flor y nata de la conciencia social más avanzada, esos que nos miran con suficiencia, estos comportamientos no solo no son insolidarios o directamente ruines, sino que resultan sanos ejercicios de libertad. Y chitón.

No pinta bien

¿Vamos cuesta abajo y sin frenos a la casilla de salida? Espero sinceramente que no, pero los datos, las actitudes y las declaraciones me hacen temer lo peor. Hay un sospechoso parecido entre lo visto y dicho estos días con lo que ocurrió a finales de febrero y principios de marzo, esa época que para siempre quedará en tinieblas, porque a ver quién es el guapo que osa señalar la sucesión de pésimas decisiones que se tomaron entonces, vaya usted a saber si por inconsciencia o porque algún mengano con implante capilar decidió que unos muertos arriba o abajo no se notarían.

Pero esas aguas pasadas no mueven, de momento, el molino actual. O sea, el remolino de la multiplicación de contagios de día en día. “No es una segunda oleada”, nos dicen los mismos que al final del invierno nos juraban que todavía estábamos en fase de contención. El clavo ardiendo al que quiero aferrarme es que este torrente desbocado de positivos por ahora no va acompañado de hospitalizaciones en masa ni de ingresos en UCI. Más por fe que por capacidad de raciocinio, quiero creer que en esta ocasión la gravedad será menor, entre otras cosas, porque, por lo menos, tenemos suministro de mascarillas e hidrogeles. Peor andamos, sin embargo, de memoria, de solidaridad y de sentido común. Y cómo lo gozan los cuantopeormejoristas.

Curva en vertical

Repaso mis propias rutinas de hace apenas dos meses, cuando todo alrededor parecía una amenaza atroz. Rozar un pomo, un interruptor o una barandilla provocaba una carrera desesperada al grifo más cercano y, por lo menos, dos apretones ansiosos al dispensador de jabón líquido. Una visita al supermercado, en aquellos días todavía de mascarillas casi inexistentes y gel hidroalcohólico a precio de Chanel número 5, era como una incursión de comando en las líneas enemigas. Frente al estante anémico de la harina, uno se sentía un liquidador de Chernobyl. Y qué miradas asesinas a cualquier congénere que te topases en el pasillo de las conservas. De vuelta a casa, zapatos en la puerta, chorretón de lejía, toda la ropa a la lavadora y, sin respiro, ruleta a temperatura máxima y puesta en marcha del programa largo.

Comparo todo eso con mis actitudes de hoy. Les aseguro que me tengo por un tipo precavido, que soy muy consciente de que el bicho sigue ahí, dispuesto a darnos muchos disgustos todavía y que no he necesitado que me obliguen para llevar mascarilla casi siempre. Pero aun así, cada tres por cuatro me descubro haciendo varias de las cosas que nos han dicho que debemos seguir evitando. Pienso entonces en los que ni se lo plantean y comprendo que hayamos vuelto a poner en vertical la curva de contagios.

Modorra electoral

Casi sin darnos cuenta, los ciudadanos de los tres territorios de la demarcación autonómica estamos oficialmente en la campaña electoral más extraña de nuestras vidas. Incluso a los muy cafeteros de la política nos resulta un esfuerzo titánico enfrentarnos a la sensación de irrealidad o a la tentación de quedarnos al margen. Ocurre que ni podemos ni debemos. Las urnas del 12 de julio son cruciales. Puesto que, echando la vista atrás, se encuentra uno con una buena colección de periodos delicadísimos, no me atrevo a decir que serán las más importantes desde la muerte de Franco, pero es obvio que de ellas saldrá el gobierno que tendrá que lidiar con una época inédita, plagada de incertidumbres y dificultades sin cuento.

Lo curioso —o quizá lo terrible— es que, siendo así, al mirar alrededor no se percibe ni remotamente algo parecido a interés en quienes deberíamos determinar ese futuro con nuestra papeleta. ¿Va a ser verdad que la sociedad vasca no está para elecciones, como pregonaban los heraldos del apocalipsis? Pues quizá sí, pero en el sentido estrictamente opuesto al que aventaban los profetas. Mirando playas, terrazas y carreteras no parece que sea el temor a las consecuencias sanitarias y/o económicas el causante de la escasa tensión electoral. ¿Será indiferencia monda y lironda? Pues qué miedo.

Días (muy) extraños

¿Metro y medio o dos metros? A gusto del consumidor o conforme al acuerdo político que toque. Lo último es buscarle la lógica. La autoridad dispone y la ciudadanía obedece rechistando lo justo, no vayamos a disgustar al santo doctor Simón, ora pro nobis. Así, no hay problema en ir pegado al prójimo en el transporte público, pero si se trata de un cine o un teatro, ah no, entonces hay que dejar butaca y pico, pues por lo visto, el bicho es más puñetero en ambientes culturetas que en los medios de locomoción que acarrean currelas o turistas a las actividades productivas.

Ídem de lienzo con las mascarillas. Son obligatorias, ya tú sabes, mi amor, pero un poco al libre albedrío. Nadie te va a decir nada por no llevarla en plena marabunta en la Gran Vía o el Boulevard. Cuidado, eso sí, con entrar sin ella al tasco de la esquina, aunque sea para ponértela bajo el mentón mientras te pegas dos horas de cañas y húmeda cháchara con tus compadres a apenas palmo y cuarto. Recuerda, eso sí, volver a colocártela en la posición reglamentaria al abonar la consumición y disponerte a abandonar el local. Da igual, por cierto, que sea el mismo tapabocas de 96 céntimos que estrenaste en la fase uno y que ya se ajusta a tu cara con precisión milimétrica gracias al almidón de tu saliva. Que viva la Nueva Normalidad.

Ancha es Cantabria

¡Cómo de revuelto anda el patio cuantopeormejorista! Con esa dignidad tan de cuarta regional comprada en Aliexpress, el equipo paramédico habitual y sus dóciles corderitos se pretenden escandalizados porque la demarcación autonómica vasca y su vecina Cantabria han decidido adelantar dos días el ingreso en la santa chorrada esa que llaman Nueva Normalidad. Son 48 puñeteras horas de diferencia con lo que va a hacer todo quisque, no solo en la piel de toro, sino en buena parte del cacareado espacio Schengen.

No parece que sea coger el turbo y ponerse a derrapar locamente, ¿verdad? Pues lo es. Dicen los Tragacanto, los House, los Marcus Welby y los Nacho Martín de lance que justo ese tiempo es el que va a aprovechar el pérfido bicho para difundirse a mansalva y teletransportar por millares a los incautos vascones de las terrazas de Castro o Noja a la UCI de Basurto y, de ahí, al camposanto o al crematorio. Y miren, no dirá este servidor, cauto hasta las puertas de lo cagueta, que no estamos corriendo un riesgo, pero no mayor ni de más gravedad que el que afrontan los territorios que se quitan el corsé el domingo. ¿Tal vez la alternativa es seguir confinados por los siglos de los siglos? Espero que no respondan los profetas que anunciaron que la vuelta al currele no esencial sería el fin del mundo.

Estábamos avisados

Quizá sea solo impresión mía, pero veo a los cuantopeormejoristas bailando congas a cuenta del brote del hospital de Basurto. Con lo mal que llevaban que cada una de sus profecías apocalípticas sobre las miles de muertes que provocaría la vuelta a la actividad no esencial hayan sido sistemáticamente desmentidas por la realidad, ahora sienten que han pillado en bruto y tienen sabrosa munición para disparar sobre su pimpampum favorito. Cómo evitar la dulzona tentación de culpar al perverso capitalismo y a su mano ejecutora desde Lakua del fallecimiento en un centro dependiente de la Sanidad pública vasca de un hombre con pluripatologías y de veintipico contagios a la hora de escribir estas líneas. Oé, oé, oé, We are the champions, ya decíamos que la sociedad vasca no está para elecciones ni para echarse un rule hasta Laredo.

Y sí, todo muy bien, una chulada para los titulares gritones, si no fuera porque lo que ha ocurrido había sido radiotelegrafiado hasta la ronquera por los que pedíamos de rodillas que no nos merendásemos la cena. No quito un ápice de responsabilidad a las autoridades sanitarias, que para eso las pagamos, pero si somos medio justos en el análisis de lo que ha ocurrido en el pabellón Revilla, concluiremos que ha habido una bajada de guardia de libro. Ojalá que no pase de ahí.