A eso hemos llegado, a que 812 muertos por coronavirus en España en 24 horas nos parezca una noticia esperanzadora porque podría indicar que ha comenzado el ansiado descenso de la curva. La matemática pura se abraza con la necesidad de creer, de agarrarse a cualquier clavo ardiendo. Ni en la peor de las versiones de hace unas semanas habíamos llegado a sospechar que la situación llegaría a ser tan devastadora.
Definitivamente y sin remedio, estamos atravesando por una circunstancia histórica de primer orden. En la entrega inicial de esta serie anoté que me gustaría que las generaciones del futuro dijeran que estuvimos a la altura. No quisiera flaquear, porque el derrotismo no es la mejor ayuda para conseguir el objetivo, pero lamento que buena parte de las mermadas energías se nos vayan en grescas vacías. No rehuyo el debate ni la confrontación de iniciativas, pero me sobra el cainismo y el vil aprovechamiento de esta inconmensurable tragedia. Máxime, si tales comportamientos son exhibidos —no me voy a cansar de señalarlo— por personas que saben al ciento por ciento que igual durante que después no van a perder un euro. Es más, ni siquiera van a recuperar un minuto de su trabajo. Por fortuna, solo son los que más ruido hacen, pero ni de lejos representan a los que sí ponen todo para salir.