Siento ser cenizo, pero no me cuento entre los que creen que la historia de Vitori ha tenido final feliz. Primero, porque todavía no ha terminado. A esta mujer de 94 años le queda aún un viacrucis burocrático-judicioso del nueve largo. Y aunque sea cierto que gracias a la emocionante presión de sus vecinas y vecinos y de las centenares de personas de ese gran barrio que es toda la Margen Izquierda, consiguió recuperar su casa, no podemos pasar por alto el estado en que la han dejado los asaltantes y que le han robado prácticamente todo. Se me caía el alma hace una rato leyéndole en una entrevista que nunca se había sentido tan triste porque se han llevado los recuerdos de toda su vida.
Aquí es donde la bilis vuelve a hervir al pensar que sus desvalijadores están perfectamente identificados pero no sufrirán la menor consecuencia. Una línea más para el kilométrico currículum delictivo, y a buscar otra morada que asaltar, a poder ser con un inquilino que no resulte tan mediático como una nonagenaria. Casas usurpadas por el procedimiento que acabamos de ver las hay por decenas por estos y otros castigados lares. Con el consentimiento cobardón de las autoridades locales y, desde luego, la bendición de jueces y legisladores. Pero no solo de ellos. Diría que es más sangrante la complicidad de esos beatíficos seres que el otro día echaba yo en falta en la concentración a pesar de que normalmente pierden el culo para estar a pie de pancarta. Algunos ya han reaparecido, es vedad que con sordina, para denunciar los derechos vulnerados de los ocupadores o para poner en duda —se lo juro— que Vitori viviera en esa casa.