Andará preguntándole Pedro Sánchez a su gurú donostiarra de cabecera qué ha podido fallar para que lo que debía haber sido un acto lleno de épica y solemnidad acabara en esperpento circense rezumante de patetismo. ¡Si hasta le tenían dicho al piloto del helicóptero que evitara las farolas traicioneras! Al tiempo, en su recién estrenada nueva morada de Mingorrubio, la momia del viejo carnicero debe de estar retorciéndose de risa y gustirrinín. Miren que es joía la Historia: al cuadragésimo cuarto año resucitó y se pegó el lujazo de comprobar que en la reserva espiritual de Occidente todavía hay quien le añora.
El segundo entierro poco ha tenido que envidiar al primero. ¿Por qué? Vuelvan a cuestionárselo a los brillantes cacúmenes citados al principio de estas líneas. Suya es toda la responsabilidad de que la imagen que vaya a quedar del pifostio de ayer entre Cuelgamuros y El Pardo sea la del féretro de madera nobilísima saliendo a hombros de los familiares del dictador, liderados por uno que se apellida Borbón. Como guarnición, los brazos en alto, unos uniformados cuadrándose ante la comitiva, rojigualdas con el pollo, vítores a Tejero, Abascal profetizando una segunda maldición como la de Tutankamón y el equipo de producción de Ferreras persiguiendo a unos viejos comunistas para que se prestaran a dejarse grabar brindando en un bar.
Resumiendo, que la exhumación se transmutó en exaltación monda y lironda. La pretendida reparación ha resultado una ofensa para las víctimas del franquismo que se suma a las mil y una coleccionadas desde el comienzo de la interminable noche de piedra. Y todo, por un puñado de votos, qué rabia.