No voy a poner en duda que la salvaje invasión de Ucrania por parte de Rusia conlleva, en su tercera derivada, efectos devastadores sobre la economía de los que estamos a cuatro mil kilómetros de la línea de fuego. Sin necesidad de tener un máster de los que le regalaban a Pablo Casado, se comprende perfectamente que suba el gas, el petróleo, la electricidad y, en efecto dominó, cualquier otro producto cuya elaboración y distribución se ven afectadas por tales subidas. Igualmente, me da la sesera para entender que, puesto que el territorio castigado es el origen de una parte importante de varios de los productos agrícolas que consumimos en este trocito del mapa europeo, vayamos a tener problemas de suministro y, en consecuencia, su precio se encarezca. En palabras del inefable Rodrigo Rato, “es el mercado, amigo”.
Pero lo que ya no cuela es que apenas un segundo después de la caída de la primera bomba, los productos que ya estaban en los almacenes de los supermercados duplicaran su precio, como ha ocurrido con el desaparecido de los lineales aceite de girasol, incluso el de producción española. Claro que también es verdad que hay que citar como factor fundamental de la carestía y el desabastecimiento la inmensa estupidez y el aún mayor borreguismo de muchos de nuestros congéneres que se han lanzado a acaparar botellas que, para cuando vayan a consumirlas, estarán echadas a perder. Al final, es un ejemplo de libro de la profecía que se cumple a sí misma. El miedo a que no haya provoca, justamente, que no haya. Y los especuladores, pescadores de río revuelto, se frotan las manos.