De Hugo a Francisco

Estamos que lo tiramos. En apenas ocho días hemos vivido dos acontecimientos de esos que irán en la cabecera de los resúmenes del año y que incluso prolongarán su recuerdo bastante más allá de las uvas. Dentro de equis, con más canas, arrugas y achaques, echaremos mano de la moviola y colocaremos a la primera víctima propiciatoria que se nos ponga a tiro la batallita doble de la muerte de Chávez y la elección del papa (en minúscula, según la RAE) Francisco. Lástima no poder adelantar el calendario hoy mismo para atisbar qué lugar depara la Historia (esta vez en mayúscula) a los protagonistas de cada uno de los episodios. Probablemente, uno muy distinto al que podamos imaginar en caliente.

Dejo eso para el futuro y, de regreso a lo inmediato, les propongo la búsqueda de parecidos y diferencias entre ambos hechos. Se trata de un ejercicio individual, así que habrá quien lo termine en un segundo concluyendo que sería comparar tocino y velocidad y quien, como este servidor, podría llenar varios folios con los paralelismos. Señalo el que me parece que sintetiza todos los demás: la liturgia —o si se quiere, la parafernalia— que ha envuelto tanto al fallecimiento del líder venezolano como a la designación del nuevo jefe de la iglesia católica. Igual en Caracas que en Roma ha habido pompa, circunstancia, boato y solemnidad a granel.

La parte divertida del experimento llega al confrontar las reacciones cruzadas en función de las fobias y filias que se profesen. Los mismos que veían un esperpento en la prosopopeya desplegada en las honras fúnebres de Chávez pedían un respeto para el colorismo vaticano. A la inversa, quienes han tachado de mamarrachadas anacrónicas los ceremoniales pontificios se ponían a la defensiva si alguien les señalaba que en la despedida del caudillo bolivariano no había faltado precisamente la imaginería católica más primaria. Cuestión de vigas y pajas según en qué ojo.

Excesivo… o no

Para la antología de las paradojas: mi descreimiento cada vez más acusado e irreversible me ha situado en la bandería de los creyentes. Quiero decir que, atendiendo a mi propia naturaleza y a mis obras acreditadas, esta columna debería haber derrotado por el territorio del despotrique sobre los excesos en el tratamiento mediático del relevo en la cúpula de la iglesia católica. Seguramente, no faltan argumentos para poner de vuelta y media el descomunal despliegue de recursos técnicos, humanos y hasta semidivinales con que nos han abrumado —y seguirán haciéndolo— desde que Ratzinger decidió mandar al armario los zapatos rojos. En términos de información pura, una cuarta parte de la mitad habría resultado más que suficiente para darnos por enterados de una noticia que, analizada en frío, tampoco va a cambiar gran cosa nuestras vidas. ¿No se podía o se debía haber prescindido de lo demás?

Eso es lo que sostienen, con crujir de dientes y gesto de vinagre, los que se sienten atropellados por la importancia que se sigue concediendo a una institución que, además de caduca, trasnochada, antidemocrática y media docena de descalificativos por el estilo, tildan como organización privada. Quizá no se den cuenta de que sus propias críticas aceradas forman parte conjunta e inseparable de lo que pretenden combatir. Casi literalmente, todo es bueno para el convento. Lo pro y lo anti se mezclan y se confunden regatera abajo. Y si hay un riesgo, ay qué caray, es que acaben antojándose más cansinas las diatribas previsibles y reiterativas de los comecuras que las aleluyas desproporcionadas del flanco opuesto.

Por lo demás, hoy la comunicación es un ejercicio continuo de desmesura. Cuarenta muertos en Siria son línea y cuarto, pero un orzuelo de Messi da para portada y cuadernillo en páginas interiores. Con ese sistema de pesas y medidas, se diría que la matraca vaticana tampoco ha sido para tanto. ¿O sí?

Más allá del IBI

El PSOE, que se ha alojado en Moncloa durante 21 de los últimos treinta años, se acuerda ahora —vaya por Dios y el Espíritu Santo— de que la Iglesia no paga el IBI. Como con tantísimas cosas que dejó de hacer cuando pudo, ha convertido su atronadora omisión en ariete antimariano. No deja de tener un punto chistoso que personajes a los que hemos visto dando lametones a anillos cardenalicios o sumisamente arrodillados ante un tipo con báculo se vistan de comecuras. Colaría si lo hicieran guiados por la convicción, pero ni a las piedras se les escapa que tras este repentino fervor laicista hay ocho de ruido y cero de nueces. El problema no es ya que el PP le haya desplazado del Gobierno, sino que con su torpísimo estreno de legislatura, le esté birlando también el papel de oposición. En esas, para hacerse notar no queda otra que sacar la artillería demagógica de mayor calibre y apuntar a las sotanas. Por lo que sea, son un pimpampún muy pero que muy resultón.

Si el embate fuera algo más que una pose, no se quedaría en un impuesto que, suponiendo un buen pico, no deja de ser calderilla al lado de la torrentera de millones que van directamente de las arcas públicas a la buchaca eclesial. El melón que hay que abrir es de la financiación. A calzón quitado y sin apriorismos ni maximalismos. Simplemente, echemos cuentas y veamos qué actividades de la Iglesia tiene sentido subvencionar —hay decenas de ellas imprescindibles para la sociedad— y qué caprichos y vicios se deberían pagar de su cepillo. No es lo mismo un comedor de Cáritas o el huerto que trata hacer realidad una misionera en Mozambique que montarle un Star Tour a Ratzinger para que criminalice el uso del condón.

¿Entramos ahí? Sospecho que no hay lo que tiene que haber. Y nadie me malinterprete, porque tan sólo me refiero a las ganas de acometer un debate serio y sosegado sobre un asunto que, sencillamente, tendemos a dejar estar.

Muerte indigna

A la jerarquía eclesial (no confundir con la Iglesia, que es algo mucho más amplio y rico) le encanta imaginar canteras llenas de piedras de escándalo y disponerlas a modo de barricadas. A un lado se sitúa la realidad y al otro, sus ilustrísimas vestidas para pontificar y, en la misma homilía, envenenar la convivencia. Tanto que dicen saber sobre tentaciones, una y otra vez sucumben a la de tener la última palabra sobre lo que sea e imponerla a sotanazos. No hay debate social en el que no tercien blandiendo la amenaza del infierno para quien ose contradecir su tenebroso magisterio.

Pase, si lo hicieran con argumentos; pero los purpurados no se rebajan a opinar como cualquiera. Lo suyo son verdades reveladas y por tanto, irrefutables para el rebaño que se vanaglorian en pastorear. Y si se les mete en el entrecejo que Dios quiere que nos vayamos de este mundo sufriendo como verracos el día de San Martín, ha de hacerse su voluntad. ¿Muerte digna? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Antes de rendir el último aliento hay que pasar las de Caín en carne propia y, faltaría más, en la de familiares y prójimos en general. Nada como un buen martirio para llegar limpios de pecado a la otra orilla. Arrepentidos los quiere el señor, aunque no se sepa de qué.

Luego, claro, los integristas son los otros. Sin embargo, la oposición de la Conferencia episcopal española al proyecto de ley que pretende hacer más llevadero el inevitable paso de la vida a la muerte no tiene nada que envidiar a las fatuas de los ulemas más cerriles. Por añadidura, roza el sadismo y, desde luego, es ajena a toda esa piedad que se avienta desde los púlpitos. ¿Dónde está el pecado mortal en renunciar al encarnizamiento terapéutico ante un trozo de carne que hace tiempo dejó de ser una persona y que jamás volverá a serlo? ¿En qué parte de las Escrituras dice que lo cristiano es alargar inmisericordemente las agonías? Ni ellos lo saben.

Una campaña por la vida que huele a muerto

Tienen suerte los apoltronados y soberbios miembros de la Conferencia Episcopal española de que la doctrina de Benedicto XVI sobre el infierno sólo sea una filfa incomprobable. Ojalá de verdad fuera, como dijo el alemán del pelo blanco, un lugar que existe y es eterno, porque ahí se iban a pasar unas vacaciones infinitas sus purpuradas y desalmadas ilustrísimas. Si su lista de pecados ignominiosos -cincuenta por ciento por acto, cincuenta por ciento por omisión- ya daba para cuatro volúmenes como la guía telefónica de Nueva York, el último, una campaña por la vida que huele a muerto que asfixia, los hace definitivamente merecedores de un forfait sin fecha de caducidad ni billete de retorno en el aparthotel de Pedro Botero. Por colosal e inmarcesible que sea el amor divino, una ruindad semejante a la que revela la perpetración de ese engendro propagandístico no puede encontrar la absolución ni aunque contraten a Perry Mason como abogado.

Palabra que jamás he padecido el atávico tic anticlerical y que no pocas veces he enfadado a mis amigos comecuras pidiéndoles que bajasen el listón demagógico de sus diatribas contra lo que para mi, más allá de la institución, es algo muy digno de respeto. Pero mi propósito de contención y templanza no puede hacer nada frente al [Enlace roto.] que pretende convencernos de que el gol de Iniesta es una razón del copón de la baraja para perpetuar el sufrimiento de quien sólo puede aspirar a vegetar, muchas veces entre entre dolores insoportables y siempre con la dignidad y la voluntad expropiadas.

Sin piedad

Proclaman los muy cínicos que la Iglesia no debe ser piedra de escándalo, y cada dos por tres están pariendo provocaciones conscientes como este truño viral que han evacuado en las mismas redes sociales que, según el fariseo Rouco, son creaciones del diablo. Y no reparan en gastos populacheros y sentimentaloides hasta el retortijón: musiquita de natillas, sillas de ruedas, confetti, niños con síndrome de down, una rosa, lagrimones de plexiglás, un anciano cadavérico, la sacrosanta rojigualda y, como hilo conductor, la narración histérica del gol por el que supuestamente merece la pena ser un trozo de carne. Con la peor de las intenciones, lo emotivo se convierte en vomitivo. Ya quisiera de mayor el director de [Enlace roto.] marcarse algo la mitad de indecente. ¿De qué mente sádica ha podido salir una perversión de tal calibre? De una, sin duda, blindada contra esa piedad que tanto nombran en vano. No tienen perdón de Dios. Ni de nadie.

Benedicto XVI frente a Jon Sobrino

Me interesa poco, tirando a nada, lo que opine Benedicto XVI sobre el uso del condón. Si antes le parecía que esos gramos de látex que en buena lógica él sólo debería conocer de oídas eran el pasaporte seguro al infierno y ahora piensa que hay casos en los que su uso puede despacharse con dos avemarías y propósito de enmienda, su santidad sabrá. Y, más allá de la sensación de vergüenza ajena que provoca ver a un supuesto adelantado de la intelectualidad soltando vacuidades como que “en España existe una multiplicidad de culturas encontradas, por ejemplo, entre vascos y catalanes”, tampoco me quitan el sueño sus teoremas político-sociales de andar por casa. En cualquier barra de bar se dicen cosas más profundas.

Paternalismo y redentorismo

¿De verdad sus palabras pueden cambiar las actitudes y los comportamientos de millones de personas? Tengo mis serias dudas. Habrá, no digo que no, unas cuantas decenas de miles de católicos que sigan sus dictados a pies juntillas. En el pecado -digámoslo así, ya que estamos en el ajo teológico- llevarán la penitencia, por no ser capaces de pensar y actuar por sí mismos. Además, la inmensa mayoría de esos sectarios de la cruz están en el llamado primer mundo. Poco problema hay en que se plastifique o no los bajos un acólito del Opus que de verdad cumpla con el resto de preceptos. Reducir a los cristianos de África a un rebaño de ignorantes que hacen lo que les dicen que Dios manda es de un paternalismo y un redentorismo que gana por tres traineras al del Vaticano. El drama del SIDA en aquel continente tiene más que ver, me temo, con los gobiernos locales y esa comunidad internacional que se lava la conciencia con Gior. Un poco de pasta basta. La curia oficial, como casi siempre, enfanga más el terreno con sus proclamas medievales, pero es demasido simplista culparla de todo lo que ocurre.

Cosa curiosa, esta última idea se la he copiado casi literalmente a un hombre de Iglesia nada bien visto por la jerarquía vaticanera: Jon Sobrino. Le decía anteayer el portugalujo a Concha Lago en este mismo periódico que él también se enfada por las arbitrariedades del poder eclesial, pero que siempre le da la vuelta a las noticias. Por ejemplo, frente a los castigos a Joxe Arregi o José Antonio Pagola, él valoraba antes que nada el hecho de que hubiera religiosos como ellos, dispuestos a introducir el humanismo en la sociedad. Me vale más ese pensamiento que todas las píldoras de doctrina que pueda traer “Luz del mundo”, el superpromocionado libro del jefe de la ortodoxia.

Otros silencios de la Iglesia

Brillante y certero, como en él es marca de la casa, el teólogo Jon Sobrino ha levantado el dedo para denunciar que el poder eclesiástico ha traicionado a Jesús. Si la curia oficial tiene un rato libre, se hará la ofendida y regañará a la oveja descarriada por su atrevimiento, pero, seguros de su báculo, los purpurados con mando en plaza no perderán un minuto de sueño por las palabras del eterno disidente portugalujo. De hecho, es más que probable que la andanada no fuera dirigida a ellos sino, por paradójico que parezca, a quienes tienen exactamente la misma convicción pero no acaban de atreverse a dar un paso al frente.

“Se ha acabado el tiempo de los silencios. Son tiempos de testimonio, de compromiso”, recalcaba el mensaje suscrito en el último encuentro de la asociación de teólogos progresistas Juan XXIII por los que comparten con Sobrino el ideal de una Iglesia a pie de obra. Hay algo de S.O.S. (acrónimo de “Salvad Nuestras Almas”, por cierto) en esa declaración. Como en todo texto redactado por estudiosos de la fe, caben mil interpretaciones, pero una de las más verosímiles es que se estuviera llamando a la rebelión. No a la de pensamiento, sino a la de obra.

Miedo a salir del rebaño

Ya sería hora de que fuera así. Los que estamos en el córner del catolicismo -y no digamos ya los que se sitúan definitivamente fuera- no acabamos de entender la capacidad de tragar quina de quienes son tan Iglesia como la cohorte vaticana y extravaticana que marca la doctrina pata negra. Quien pone el grito en el cielo (lo siento, todas las metáforas se me van por ahí) ante tal mansedumbre, recibe por toda explicación que estamos hablando de una institución bimilenaria donde las cosas no cambian de un día otro.

Dada la naturaleza -o sea, la no naturaleza- de la fe, es comprensible el terror al vacío, incluso el sentimiento de culpa que puede atormentar a quien se debate entre dar o no un paso adelante o un puñetazo en la mesa. No tiene que ser fácil encontrarse de pronto en una vida en la que las respuestas no están en el libro mágico. Tampoco aceptar que la decisión que se tomó tal vez hace veinte o treinta años guiada por algo inmaterial llamado “vocación” pudo haber sido un error. Y aún así, hay quien lo hace. Entre nosotros, Joxe Arregi ha sido el último caso notable. Con todo el dolor de su corazón y un coste personal inmenso, ha optado por colgar los hábitos y el sacerdocio franciscano. Es curioso que, al obrar así, ha hecho algo tan cristiano como predicar con ejemplo. Munilla teme que cunda.