El tal Elpidio

En la cola de canallas hay muchos por delante del juez (o lo que sea) Elpidio José Silva. Sin ir más lejos, el agujereador de bolsillos ajenos Miguel Blesa, al que el Narciso con toga entrulló por un tiempo, le aventaja en varias traineras de villanía. Ninguna duda al respecto, salvo las derivadas de algo que probablemente habremos de comprobar muy pronto: la chapucera actuación de Silva será el salvoconducto que permita ir de rositas a quien, según dos carros de indicios y centenares de emails autógrafos, tuvo casi todo que ver con el birlibirloque de Bankia, incluyendo el tocomocho de las preferentes. Ni los cien bufetes de mayor postín y pastón en la minuta podrían haber parido una estrategia de defensa que iguale la negligencia del buscador de fama enmascarada de justicialismo.

Lo curioso del caso de este chisgarabís con equilibrio mental parejo al de una regadera rusa —el Copyright de la comparación es de mi difunto tío Manolo— es que una nutrida falange progresí lo haya adoptado como héroe. Y no hay manera de bajarlos de la burra. Ni siquiera su ruin comportamiento en el juicio para apartarlo de los estrados, donde ha llegado a festejar que multaran y expulsaran de la sala a una estafada, ha servido para abrir los ojos sobre la catadura del gachó.

Si la rueda a seguir en el camino a la revolución pendiente es la de un bufón ególatra (no es el único que tal baila, por cierto) que vende sus firmas a diez euros e hipotéticos viajes a Bruselas en su compañía a quinientos, yo prefiero quedarme en la cuneta a contemplar el espectáculo. O volverme con una bandera blanca a la casilla de salida.

Intocables

Como la Justicia es igual para todos y tal, el censo de aforados en el reino hispanistaní asciende a 10.000 caballitos blancos. Es decir, diez millares de individuos que, en caso de comisión presunta o fehaciente de un delito, solo pueden ser juzgados por el Tribunal Supremo. Importa tres que se trate de un calentón en una discusión de tráfico, una agresión sexual, malos tratos, un atraco a mano armada, la organización de una banda parapolicial o los cohechos y cazos de rigor. Llegado el momento de rendir cuentas, les cabe acogerse al sagrado jurídico de una instancia que tiene por costumbre echar pelillos a la mar en un par de folios. Felipe González, Yolanda Barcina o José Blanco son tres de los muchísimos agraciados por esta lotería trucada. La colección de indicios clamorosos que habían recopilado voluntariosos instructores de a pie se quedó en papel mojado cuando llegó a la mesa de los supertacañones con galones en las puñetas, tipos, por lo demás, que adeudan su puesto a los mismos sobre cuyas faltas deben decidir. Hoy por ti, mañana por mi.

Para mayor abundamiento en el sobeteo de bajos que supone este flagrante agravio, todavía tienen el desparpajo de vendérnoslo como una salvaguarda de la democracia. Juran, o sea, perjuran, que el aforamiento no es un privilegio sino el modo de preservar a los representantes de la soberanía popular de denuncias y/o querellas de motivación política. Ya, por eso en Francia o Italia solo hay un cargo —el de jefe de estado— sujeto a esta prebenda y en Gran Bretaña o Inglaterra no hay ninguno. Luego se ponen como hidras si se los señala como casta.

Justicia o atropello

La gran injusticia respecto a la renta de garantía y las ayudas sociales no es tanto que haya quien las percibe de forma fraudulenta, sino que se les nieguen a personas y familias que las necesitan imperiosamente para subsistir. Si unimos la evidencia de que ocurre lo primero y lo segundo —muchas veces, en la misma escalera—, encontraremos parte de la explicación a la creciente desconfianza hacia los mecanismos de protección social. Y la palabra desconfianza es un eufemismo. Me temo que estamos más cerca de un rechazo visceral ante el que se hace un mundo oponer argumentos razonados. Tanto peor, si se trata de combatir a base de maquillar la realidad, retorcer estadísticas o, como es el caso más habitual, insultar a quienes manifiestan tal estado de ánimo.

Hago notar que, contra lo que marcaría la intuición, este sentimiento refractario a la solidaridad pública arraiga con mayor profundidad cuanto más humilde es el entorno. Es de los barrios que peor lo pasan de donde salen las diatribas más furibundas. Para comprobarlo, basta ir a un bar de esos en los que todavía echan serrín al suelo cuando llueve y poner la oreja. En la viceversa, los mensajes preñados de inmejorables intenciones suelen proceder —no digo que siempre sea así— de lugares en los que la comida del día siguiente o la factura de la luz del mes que viene no generan grandes quebraderos de cabeza… por lo menos, todavía. Se comprenderá que los que padecen estrecheces contantes y sonantes no muestren una gran disposición a recibir lecciones de supervivencia de quienes tienen resuelto lo inmediato.

Me desdigo: no se comprende. Y ahí es donde reside el problemón y la abismal diferencia a la hora de interpretar, por ejemplo, que el Gobierno Vasco anuncie que a partir de 2014 los perceptores de la RGI podrían tener que realizar ciertos trabajos comunitarios. Es justo, dicen unos. Un atropello intolerable, denuncian otros.

El cariño de Fabra

Como a Al Capone, a Carlos Fabra lo han absuelto de todas las tropelías gordas y lo han condenado por defraudar al fisco. La diferencia es que mientras el rey del hampa de Chicago tuvo que pasar sus penúltimos y patéticos años en la trena, tiene toda la pinta de que el cacique de Castellón no va a llegar a pisar el presidio como no sea de visita. Para chulo su pirulo, él mismo tuvo la desfachatez de convocar a sus despreciados plumíferos con el único fin de regodearse y soltarles a la jeta que no está ni entre sus intenciones ni entre sus cálculos dormir un solo día en el catre de una celda. Y lo jodido es que no era una bravuconada del enorme fantoche que ha sido, es y será, sino el enunciado de una certeza avalada por la legislación vigente, que es como da más gustito ciscarse en la Justicia. Igual para todos y tal, ya saben.

La directa sería agarrarse un cabreo del nueve largo y ponerse a despotricar y a hacer aspavientos hasta que las agujetas nos detengan. Pero, ¿para qué, si ya hemos agotado las reservas completas de indignación que nos puede provocar este personaje? No queda exabrupto que no se haya gargajeado sobre él sin obtener más resultado que verlo cómo se libra una y otra vez del piano que siempre parece que está a punto de caerle encima. En la siguiente viñeta, para colmo, tenemos que aguantar su sonrisa siniestra tras las gafas oscuras y el consiguiente corte de mangas. Quizá debamos mirar hacia otro lado.

No, no me entiendan mal. No estoy apelando a la vergonzosa apatía que suele abonar el terreno para la impunidad. Digo que en lugar de encabronarnos únicamente con el padre de Andreíta Fabra, procede dirigir también los ojos a quienes llevan años cubriéndolo de votos, esos y esas que, en palabras del propio sujeto, le han dispensado su cariño incondicional. El pueblo soberano, o por lo menos una parte muy numerosa del mismo, ha sido cómplice imprescindible, ¿no creen?

Doctrina y pretextos

Bienvenida sea la derogación de la doctrina Parot. Cantaba a leguas que era un chapucero aguaplast jurídico para tapar un boquete de serie en la legislación española, que conjuga escandalosas condenas a tres mil años con un sistema de bonus y cupones de descuento que muchísimas veces dejan la pena real en una ganga. En contrapartida, por una chorrada de delito, hay desgraciados que pringan un decenio, sin que a los paladines de las nobles causas se les mueva media ceja. Cuestión de fotogenia criminal.

O sea, que sí, que muy bien por la decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero sin venirse arriba y sin olvidar ciertos detalles. Por ejemplo, que esa institución a la que se le hace la ola por su ecuánime dictamen es la misma en cuyas muelas nos ciscamos cuando bendijo la ilegalización de Batasuna. No puede ser que sus magistrados antes fueran tildados de mamarrachos que emitían sus veredictos sobre lo que no tenían ni puta idea y ahora sean festejados como inspiradísimos y atinadísimos señaladores de la verdad. Ni viceversa, claro.

Ocurre, me temo —y esta es la parte más delicada de mi mensaje de hoy— que una vez más el asunto no va ni de justicia ni de derechos humanos, por mucho que casi todo el mundo se haya refugiado en ambos elevados conceptos para vender su mercancía. La inmensa mayoría de las posturas a favor o en contra de la Doctrina Parot son políticas o de conveniencia. En un lado se defiende la institucionalización de la venganza y el retorcimiento de las leyes para mantener alta la moral del ultramonte. En el otro se pretende dar carta de naturaleza al pelillos a la mar ante quien ha cometido una docena de asesinatos y no siente el menor cargo de conciencia por ello. Me gustaría pensar que hay un camino intermedio entre el encarnizamiento penitenciario y la impunidad, y que es por el que ha optado, aunque sea de puñetera chamba, el Tribunal de Estrasburgo..

Dietazo archivado

Titulares que hacen daño: “La juez del ‘caso Can’ da carpetazo definitivo a toda la causa”. Mentalmente añades que ya está, que se acabó, que tenemos que circular porque aquí no hay más que rascar. Y te viene a la cabeza aquella serie de televisión que veías en la lejana infancia, en blanco y negro y con doblaje mejicano. Sí, hombre, ya me acordaré del título, aquella que empezaba o terminaba con una sentencia lapidaria: “No olviden que el mal siempre paga”. ¿En cuántas ocasiones he visto que ocurriera eso en la vida real? Tres o cuatro, no creo que sean más. Lo normal es exactamente lo contrario.

¿Había motivos para pensar que esta vez iba a ser diferente? Debía de haberlos, porque no era yo solo, que al fin y al cabo estoy a ciento cincuenta kilómetros, el que tenía esa (falsa) impresión. Coincidían media docena de señales que también para los que pisan el terreno se antojaban inéditas, comenzando por el simple hecho de que alguien con toga se atreviera a escudriñar bajo la alfombra de los intocables. ¡En la Navarra de Mola y Garcilaso! ¡En su capital, la plúmbea y provinciana Umbría retratada por Miguel Sánchez-Ostiz, esa ciudad que sigue honrando en placas y piedras a tantos enterradores! Y los paisanos, en lugar de desviar la mirada o conformarse con el cuchicheo, hablando del asunto a plena luz y a cara descubierta por las calles. O incluso, sumando manos para tirar de la manta sagrada. Enfrente, el régimen con cara de pasmo y cierto acojono, preguntándose qué carajo había podido pasar para que los mansos dejaran de serlo.

Supongo que tras digerir el ricino del archivo de la causa sobre el dietazo, es preciso combatir la tentación del desaliento pensando que hay cimientos presuntamente inamovibles que se han echado un buen baile. El mal no ha pagado esta vez, pero el susto no se lo quita nadie. Ni la desasosegante sensación de que su impunidad no va a durar toda la vida. Ya no.

De la honradez de Barcina

Miente, como cada vez que abre la boca, la blanqueada Yolanda Barcina al cacarear que han quedado de manifiesto su honradez y su honorabilidad. Si algo de valor hay en el bochornoso legajo que libra a la Señora del banquillo es que se dice de una forma bastante clara que lo que hizo no tiene un pajolero pase ético ni político. Otra cosa es que en su infinito descaro detergente y en su estratosférica soberbia, sus señorías de este Tribunal Supremo de rebajas estivales se hayan sacado de las puñetas, porque están facultados para hacerlo y toca comérselo con patatas, que no es delito treparse en la poltrona para meter los dedazos en el tarro de la manteca colorá.

Que diga que le ha venido a ver Dios con toga, que celebre lo bien que sienta tener amigos y padrinos hasta en el infierno. Que pida otra copa y se la beba a la salud de su buena estrella. Que levante el dedo a los que nos hemos quedado otra vez con cara de pasmo al ver superado un nuevo récord de impudicia judiciosa. Que peregrine descalza en compañía de Blanco y Matas hoy a Santiago y mañana a la sede del bendito tribunal para agradecer los favores recibidos. Lo que quiera, menos pegarse el moco de la inocencia, la integridad y la rectitud, porque eso no nos va a colar ni aunque traten de anestesiarnos con toneles de suero del olvido.

La justicia —insisto en la minúscula cada vez con más convicción— de los que hacen las leyes con su trampa adosada puede dejar a la doña, y de hecho, la deja, que se marche de rositas y dedique un corte de mangas panorámico al graderío. Lo que no está al alcance de esos violentadores del derecho elegidos por los mismos a los que absuelven es segarnos el criterio propio ni hacernos comulgar con la rueda del molino donde trituran la decencia. Siempre sabremos lo que hicieron por triplicado el último verano, este que todavía nos reserva, mucho me temo, abundante ricino con que castigarnos el hígado.