Blanco y en botella

Lo que llamamos justicia —lo pongo con minúscula inicial, como hacía Blas de Otero con españa— es una lotería amañada que permite que se vayan de rositas notables mangantes que llevan los boletos convenientes y tienen los padrinos adecuados. Siendo eso jodido en sí mismo, lo peor es asistir al paseíllo victimista y ofendido de los que se han librado por el birlibirloque de las togas y por ese derecho que debería recibir el nombre de torcido. Por si fuera poco sapo el de ver a un malhechor de libro con el certificado oficial de persona decente, tenemos que tragarnos como aliño sus lloriqueos, sus reproches y su impúdica autocompasión.

Incluso después de ser emplumado por una torpeza con los impuestos, Al Capone tuvo los santos huevos de plañir que se le perseguía injustamente como autor de asesinatos y extorsiones sin cuento que, aconteciendo a la vista de todo quisque, a la hora de la prueba se daban de morros con tribunales que no sabían o no querían encontrar el evidente hilo que conducía hasta él. Quítenle sangre y plomo, y encontrarán que el célebre gángster de Chicago tiene una cofradía de émulos cercanos en el tiempo y en el espacio. El de incorporación más reciente, José Blanco, nociva nulidad política e intelectual con carné del PSOE, que desde el jueves pasado se recorre los platós a lo Belén Esteban vindicándose como damnificado de no sé qué infundios, insidias y bulos malintencionados.

A modo de prueba de integridad irrefutable, el individuo exhibe ufanamente la decisión del Tribunal Supremo —lagarto, lagarto— de archivar su causa. Lo que se calla, y con él sus valedores, es que en ese mismo texto se explicita que perpetró sin lugar a dudas todos los hechos que se le atribuyen, incluyendo la mediación chungalí para favorecer a su entorno. El matiz es que, siendo así, sus señorías, con un par, dicen que esos triles no son delito. Una muy peculiar forma de ser inocente.

Juicio a la Universidad

Hay un célebre enunciado con truco para poner en evidencia el funcionamiento imperfecto de los mecanismos mentales. Se le dice a alguien de corrido que Hitler ordenó exterminar a los judíos, los gitanos, los homosexuales y los carniceros. Nueve de cada diez personas sometidas a la prueba reaccionan preguntando por qué a los carniceros. De algún modo, se da por asumido que había motivos para perseguir a los otros grupos nombrados. Evidentemente, la sorpresa se manifiesta solo en el bote pronto y como fruto de la trampa. Basta medio segundo para que reaparezca la sensatez.

Cuento esto porque yo mismo acabo de morder un cebo parecido. Cuando leí que mañana van a juzgar a dos profesores de la universidad pública vasca a los que se acusa de prevaricación por haber matriculado a dos deportados de ETA, lo primero que me salió de ojo fueron los nombres. ¿Xabier Aierdi y Enrique Antolín? Pero si… Ahí mismo frené, porque me di cuenta de que lo siguiente era aceptar que si se hubiera tratado, pongamos, de Karmelo Landa, el asunto habría resultado medianamente lógico. Pues no, estaríamos ante idéntico atropello. Y el hecho de que el juicio tenga lugar en el presunto nuevo tiempo tampoco lo convierte en una arbitrariedad mayor. En el viejo habría sido igual de denunciable.

Antes y ahora, aquí y en la luna, independientemente de la filiación y la biografía de quien se siente en el banquillo o del signo zodiacal bajo el que se celebre, esta actuación judicial es un desmán. Como han expresado atinadamente los más de mil compañeros de la UPV/EHU que han firmado un manifiesto de apoyo a los encausados, cualquier docente podría haber corrido la misma suerte que Aierdi y Antolín, que lo único que hicieron fue cumplir una función que tenían encomendada. Por haberlo hecho están —qué ironía más siniestra— imputados por prevaricación y ante una petición de ocho años de inhabilitación. Y le llaman Justicia.

El asco que nos da

No debería ser una imagen más, una de las tantas que nos sulfuran durante un ratito antes de pasar al archivo de agravios sin esperanza de vendetta. Ese dedo enhiesto de Luis el cabrón —qué corto se quedó quien lo bautizó así— con jersey color nazareno a la vuelta de su garbeo chulesco por Canadá no puede irse de rositas a la desmemoria ni ser amortizado por cuatro exabruptos de mero trámite. Si la indignación y la rabia que se proclaman por las esquinas son media migaja auténticas y no un pataleo de párvulos contrariados, tendríamos que grabarnos a fuego en las retinas la peineta y usarla como espuela para azuzar la conciencia. Es decir, las conciencias, porque aunque se ha titulado con una benevolencia de manda narices que el gesto iba dedicado a la prensa que le aguardaba en el aeropuerto, canta la Traviata que los destinatarios de la gañanada somos todos los integrantes del censo. Por eso mismo, la respuesta a la monumental faltada del zurullo engominado nos compete también del primero al último contribuyente.

Ya, ¿y cómo? Pues ahí entran el libre albedrío y la mayoría de edad individual y social que se nos suponen. No seré yo tan incauto de dejar negro sobre blanco y al lado de mi firma las ideas que se me ocurren porque algo me dice que, curiosamente, los de las togas cuasi cómplices no tendrían conmigo las contemplaciones que están gastando —¿por qué?— con el infecto tipejo que nos regala saludos digitales desde la cima de su impunidad. Aclaro, en evitación de líos mayores, que descarto, por principios pero también por ineficacia, la violencia física. Ya que parece que vamos a tardar en verlo a la sombra y que, aunque lo viéramos, no perdería un céntimo de marronáceo patrimonio, el objetivo último sería que, sin necesidad de tocarle una cana, el despreciable individuo llegara a hacerse una idea regular del asco que nos da. Que se sepa un apestado y que verdaderamente lo sea.

De indultos e insultos

Dime a quién indultas y te diré quién eres o, por lo menos, lo que pareces. Otra cosa, claro, es que te creas tan por encima del bien y del mal, que te importe un bledo, como por lo visto le ocurre al Gobierno español. Menudo carrerón de medidas de gracia sin puñetera gracia lleva. Entre los barrabases premiados por el dedazo magnánimo del señor de Pontevedra y sus escuderos figuran policías torturadores (cuatro hasta la fecha), banqueros corruptos y políticos que metieron la mano hasta el codo. 450 excarcelaciones por la patilla en un año, olé sus barbas. Tal vez porque la colección se estaba volviendo demasiado monotemática o por hacerle un guiño a ese Anacleto apellidado Carromero, el último rescatado de presidio ha sido un asesino a volante armado.

Como estas canalladas se hacen a oscuras en la trastienda y por lo bajini, ni nos habríamos enterado de no ser por la amarga queja de la asociación Stop Accidentes. Y aun así, el asunto se ha ventilado en esquinitas perdidas de la actualidad, allá donde habitan el olvido y la indiferencia social, que es también donde nos las dan todas juntas. Sirvan estas líneas, en su corto alcance, para levantar acta de la enésima aplicación caprichosa de la prerrogativa gubernamental del perdón.

Caprichosa, sí, y algo peor, pues el beneficiado no es alguien que tuvo un mal día, un despiste tonto o cometió una imprudencia menor. Porque le salió de los mismísimos, después de liársela parda a un rosario de conductores, este tipejo, de nombre Ramón Jorge Ríos, invadió el carril de sentido contrario y se pegó una kilometrada sembrando el terror hasta que pasó lo que tenía que pasar. Dejó sobre el asfalto un muerto y una herida grave que todavía padece secuelas. Él, faltaría más, salió ileso. Le cayó una condena de trece años… que no cumplirá porque para Mariano Rajoy y Alberto Ruiz-Gallardón, este terrorista vial merece una segunda oportunidad.

—OOO—

[Después de enviar la columna al periódico, supe que había otros elementos que hacen más turbio el asunto. El hijo del ministro Gallardón trabaja en el bufete que representa al indultado, cuyo abogado es un hermano del exdirigente del PP Ignacio Astarloa.]

Veinte millones

Veinte millones de euros en cash patanegra donados a Cáritas. Así, sin despeinarse, porque pelo tampoco es que le sobre. ¿Qué hacemos con Amancio Ortega? ¿Lo ponemos en un pedestal por saleroso, espléndido y desprendido o lo corremos a gorrazos dialécticos por fariseo, farsante y fanfarrón? Yo, sin alinearme de partida con los que propugnan lo uno o lo otro, me acuerdo de sus muelas porque me tiene desde hace varios días en una zozobra intelectual de aúpa. Cuando me parece que ya sé lo que opino y estoy en condiciones de arrancarme a teclear, me surge de entre la maleza cerebral una partida de pensamientos partisanos apuntándome con el argumento contrario. Y como soy un blandengue, me cambio de bando… hasta que desembarca una nueva flotilla de razonamientos que me devuelven a la postura original.

Sin poner la mano en el fuego ni descartar que la proximidad de la hora tope para entregar esta columna tenga algo que ver, creo que por fin he llegado a una conclusión lista para someter al juicio de los lectores, que es el que vale de verdad. Ni gesto generoso que prueba que los ricos también pueden tener un corazón de oro ni gaitas en pepitoria. Lo que se han currado los centuriones de Ortega —es altamente improbable que él en persona haya gastado un segundo en la cuestión— es una campaña promocional. Igual que las que montan para uniformar al personal con trapos cosidos vaya usted a saber dónde y por cuánto, sólo que mucho más barata. Se han ahorrado las sesiones fotográficas, las vallas, las páginas de papel cuché y todo lo demás. Un comunicado de prensa, y a correr. Mínima inversión, máximo beneficio, de eso sigue yendo el capitalismo.

Nada que objetar a la organización que ha aceptado el interesado donativo. Los que pontifican sobre la caridad y la justicia suelen hacerlo con el estómago lleno. Seamos prácticos. Esos veinte millones empiezan a ser dignos a partir de ahora.

Imputados

Como aquel entrenador de natación que se conformaba con que no se le ahogara ninguno de sus pupilos durante una competición, yo me doy por satisfecho con haber podido leer la palabra “imputados” junto a los apellidos Rato, Acebes y compañía. Por desgracia, me temo que no podemos aspirar a mucho más que eso en la querella abierta en la Audiencia Nacional por el pufo de Bankia. Es cierto que vimos a Mario Conde y a algún que otro pardillo en la trena, pero aparte de que les llevaron a una de cinco estrellas, aquello fue más por una venganza personal que por ganas de hacerles pagar sus fechorías en Banesto. Bastante será que lleguemos a asistir a su sudorosa y nerviosa toma de declaración ante sus señorías. Qué foto para enmarcar.

Mientras llega ese momento, nos cantarán las mañanas con la presunción de inocencia y lo perverso de los juicios paralelos. ¡Ja! Con otras cuestiones no se andan con las mismas chiquitas ni se ponen tan garantistas. Esta vez, claro, la cosa cambia porque no va de pelanas o maletes de manual, sino de auténticos masters del universo. Ahí están, nada menos, dos apóstoles de Aznar: su vicepresidente y en una época ojito derecho, y su brazo —también derecho, faltaría más— ilegalizador. Estos, que según el auto del juez Andreu, pudieron falsificar cuentas y estafar a miles de accionistas, son los que en un tiempo hacían la ley.

No olvidemos a los otros 31 y, especialmente, a los que tienen un carné. Catorce del PP, dos del PSOE, otros dos de Comisiones Obreras y uno de Izquierda Unida. Ese simple enunciado, la mera combinación de números y siglas, vale por un millón de pruebas periciales o de declaraciones de testigos. Si añadimos que por sestear en el Consejo de Administración y aprobar lo que les pusieran delante se apañaban entre 130.000 y medio millón de euros (excluyendo los directivos profesionales, mejor pagados), queda casi todo explicado, ¿verdad?

Intocables

Es muy de agradecer la sinceridad y la claridad de Maite Pagazaurtundua al sugerir que si no se cumplen sus condiciones, habrá víctimas patanegra que decidan tomarse la justicia por su mano. Algunos siempre habíamos sospechado que la sagrada ley que tanto se invocaba desde determinadas trincheras era la del Talión. Decirlo suponía exponerse al escupitajo bienpensante y a arrastrar el sambenito de proetarra con balcón a la plaza. Es verdad que lo que nos hacía callar no era esa amenaza sino la intención de no echar más leña a un fuego suficientemente alimentado. Pero ahora sobran esas prevenciones. Ha sido ella, capitana generala de los buenos de la película, la que lo ha puesto negro sobre blanco: nadie descarte una venganza en el próximo capítulo. El que avisa no es traidor.

Han pasado 24 horas desde que se profiriera la amenaza y, como dirían los clásicos, al cierre de esta edición no se tiene noticia de que el hiperactivo y lenguaraz ministro español de Interior haya echado la mano al bolsillo para sacar una tarjeta amarilla. Tampoco lo ha hecho el de Justicia, tan hábil para encontrar motivos de ilegalización debajo de una piedra o un subepígrafe del código penal. Ni siquiera el Fiscal del Estado o el Superior del País Vasco, que le entran como Miuras a la primera muleta raída que les ponen, han calculado a ojo de buen cubero el paquetón que le puede caer a alguien que va por el mundo anticipando vendettas.

Podemos esperar sentados una reacción de las altas magistraturas, que vamos dados. Una de las grandes perversiones del maldito conflicto o como se llame es haber creado varias cuadras de caballitos blancos a los que no se puede rozar dialécticamente un pelo de la crin. Si te cocean, te aguantas y punto. Los mismos que denuncian la impunidad en cada esquina se valen de su condición de intocables para encabronar el patio. ¿Hasta cuándo? Aún les queda un rato largo, me temo.