Lo que vale un rodillo

El PP rechaza que Mariano Rajoy explique en el Congreso el caso Bárcenas. El PP rechaza que Mato comparezca para explicar su gestión en el ministerio. El PP rechaza que Soria explique los últimos cambios tarifarios. El PP rechaza que los ministros expliquen los informes sobre cuentas en Suiza. El PP rechaza que Pastor explique la eliminación de subvenciones al transporte. El PP rechaza que Gallardón aclare ya en el Congreso cuándo se eximirá de tasas judiciales a las víctimas de maltrato. El PP rechaza que Montoro adelante datos sobre el déficit. El PP rechaza que Morenés aclare en el Congreso su discurso de Pascua Militar. El PP rechaza que Arias Cañete comparezca por la ley de la cadena alimentaria. El PP rechaza que Fátima Báñez detalle sus intenciones sobre el Plan Prepara. El PP rechaza que el Banco de España hable del informe de sus inspectores. El PP rechaza un Pleno del Congreso sobre el presupuesto europeo.

Todo eso, se lo juro por el churumbel de Piqué y Shakira, es cosecha de una sola tarde. Concretamente, la del pasado martes. Cuando salió el tercer teletipo con el mismo encabezado, me dio por empezar la colección y, como ven, llegué hasta la docena. Ahora vayan al manual de instrucciones de la democracia parlamentaria y lean que una de las funciones principales del poder legislativo es ejercer el control sobre el poder ejecutivo. Y luego, acudan a los periódicos de hoy mismo a enterarse de que en esa misma cámara ninguneada comparecieron ayer unos expertos para ilustrar a sus señorías sobre una tal Ley de Transparencia que se cuece a fuego lentísimo. Lo siguiente es a su elección: o les da un ataque de risa histérica o se ponen a llorar desconsoladamente. ¿Vale agarrarse un rebote del quince y acordarse de un centenar de árboles genealógicos completos? Pues también. Lo único que les pido es que la próxima vez que tengan un voto en la mano piensen para lo que sirve. O no.

Operación Esperanza

Ejercicio de agudeza visual: ¿A qué dirigente del PP no solo no se le ha puesto la cara de hemorroides salvajes que lucen sus compañeros de Ejecutiva, sino que anda por ahí como las castañuelas de Marisol cuando cantaba Venga jaleo, jaleo? Tienen su nombre de pila en el título de esta columna, pero si han prestado unos gramos de atención a los últimos episodios de la tragicomedia gaviotil, la pista estaba de más. Bien poco se ha preocupado la talentuda Aguirre en disimular que mientras Rajoy, Cospedal, Soraya SS y resto de nomenclatura oficial pasan las de Caín para explicar lo inexplicable, ella disfruta como un cochino en un lodazal.

Con un par de narices, recién abierta la llaga purulenta de los sobres, fue la primera en hacerse la ofendida y pedir que rodaran cabezas. “¡La gente está harta, y con razón!”, bramó en una interpretación de Oscar al rostro más pétreo. Ayer mismo volvió a la carga desde los micrófonos de su protegido y a la vez protector para exigir una regeneración interna de su partido. Igualico que el gendarme de Casablanca escandalizándose de que se jugara en el garito de Rick, donde él mismo echaba sus timbas. Y para rematar la actuación, en su calidad de lideresa no depuesta del PP madrileño, nombra inquisidor anticorrupción a Manuel Pizarro, aquel que tras hacerse de oro en Endesa, pasó de fichaje estrella a diputado estrellado en la bancada pepera. Paisano y amigo íntimo del antes mentado latigador de las ondas, por cierto.

Hubo quien, con ingenuidad digna de mejor causa, celebró la publicación de la (presunta) cochambre del extesorero en determinado diario como un emocionante gesto de independencia periodística recobrada. La explicación, me temo, es más prosaica: cobro de deudas pendientes desde aquel congreso de Valencia en que fue fumigada la vieja guardia del aznarato. Superviviente a duras penas de la escabechina, Esperanza Aguirre vuelve para vengarse.

De indultos e insultos

Dime a quién indultas y te diré quién eres o, por lo menos, lo que pareces. Otra cosa, claro, es que te creas tan por encima del bien y del mal, que te importe un bledo, como por lo visto le ocurre al Gobierno español. Menudo carrerón de medidas de gracia sin puñetera gracia lleva. Entre los barrabases premiados por el dedazo magnánimo del señor de Pontevedra y sus escuderos figuran policías torturadores (cuatro hasta la fecha), banqueros corruptos y políticos que metieron la mano hasta el codo. 450 excarcelaciones por la patilla en un año, olé sus barbas. Tal vez porque la colección se estaba volviendo demasiado monotemática o por hacerle un guiño a ese Anacleto apellidado Carromero, el último rescatado de presidio ha sido un asesino a volante armado.

Como estas canalladas se hacen a oscuras en la trastienda y por lo bajini, ni nos habríamos enterado de no ser por la amarga queja de la asociación Stop Accidentes. Y aun así, el asunto se ha ventilado en esquinitas perdidas de la actualidad, allá donde habitan el olvido y la indiferencia social, que es también donde nos las dan todas juntas. Sirvan estas líneas, en su corto alcance, para levantar acta de la enésima aplicación caprichosa de la prerrogativa gubernamental del perdón.

Caprichosa, sí, y algo peor, pues el beneficiado no es alguien que tuvo un mal día, un despiste tonto o cometió una imprudencia menor. Porque le salió de los mismísimos, después de liársela parda a un rosario de conductores, este tipejo, de nombre Ramón Jorge Ríos, invadió el carril de sentido contrario y se pegó una kilometrada sembrando el terror hasta que pasó lo que tenía que pasar. Dejó sobre el asfalto un muerto y una herida grave que todavía padece secuelas. Él, faltaría más, salió ileso. Le cayó una condena de trece años… que no cumplirá porque para Mariano Rajoy y Alberto Ruiz-Gallardón, este terrorista vial merece una segunda oportunidad.

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[Después de enviar la columna al periódico, supe que había otros elementos que hacen más turbio el asunto. El hijo del ministro Gallardón trabaja en el bufete que representa al indultado, cuyo abogado es un hermano del exdirigente del PP Ignacio Astarloa.]

Don Tancredo gana

En el jardín de la actualidad proliferan las flores de un día. Lo que hoy concentra todos los focos y los flashes mañana será un recuerdo vago y pasado, menos que eso. El trastorno por déficit de atención es también una enfermedad social o, simplemente, un signo de estos tiempos en los que vamos tan deprisa a ninguna parte. De entre las mil y una tareas de cualquier gobierno, ninguna resulta tan útil para su supervivencia como conocer esta máxima y saber cabalgar sobre las urgencias efímeras en que se basa. Ya que le afeamos tantas cosas al instalado en Moncloa, habrá que reconocerle, sin embargo, un gran destreza, cercana a la maestría, en esta técnica que consiste en hacer la estatua y no inmutarse ante los chaparrones de titulares que se le vienen encima.

Encontramos el último ejemplo, que a estas alturas será solo el penúltimo, en la gestión de la manifestación del sábado pasado a favor —es uno de los enunciados posibles— del cambio de política penitenciaria. Por aquí arriba, hicimos un mundo del asunto, con cruces y contracruces de acusaciones, tarascadas, adhesiones, desmarques, equisdistancias y toda la parafernalia de rigor. Desde sus búnkeres, las huestes cavernarias aprovecharon también para desplegar su cacharrería de rancios epítetos y rasgados rituales de vestiduras. Los únicos que se mantuvieron ajenos a la coreografía, mirando de refilón o ni siquiera eso, fueron los teóricos destinatarios de la movilización convocada. Ni Rajoy ni los ministros de Interior y Justicia, directamente aludidos por lo que se reclamaba en la marcha, se dignaron decir esta boca es mía. Su desprecio consistió en no hacer aprecio. Y salieron con bien del envite.

Es cierto, hubo en la calle decenas de miles de personas. Innegable éxito de asistencia. Pero eso estaba amortizado. A la hora de pasarlo a limpio, estamos exactamente donde estábamos. Una nueva victoria para el tancredismo.

Once meses

Contemos bien. Aunque las elecciones que mandaron al PSOE por el desagüe fueron el 20 de noviembre de 2011, entre pitos, flautas y trámites varios, Mariano Rajoy tuvo que esperar hasta el 21 de diciembre para ser investido presidente. Por tanto, no es un año sino once meses —se cumplen exactamente hoy— lo que llevamos bajo el signo de la gaviota. Procede hacer la acotación porque una de las lecciones que hemos aprendido en este tiempo tenebroso es que al PP un mes, o sea, cuatro consejos de ministros, le cunde mucho. De aquí a la efeméride redonda nos aguardan aún, me temo, un puñado de tantarantanes vía Decreto ley convalidable a rodillazo limpio.

El balance es, en consecuencia, incompleto, pero no por ello menos ilustrativo e ilustrador de la que nos cayó encima el día en que el pueblo español soberano y rumboso —¡ay, ay, ay!— le concedió a los genoveses una mayoría, más que absoluta, aplastante, demoledora e incontestable. Si había la menor posibilidad de escape al ricino y la motosierra era que a la formación gobernante no le salieran las cuentas solamente con sus culiparlantes. Inútil, a estas alturas, llorar por la (mala) leche derramada. No quedan muchas más opciones que el pataleo y el desfogue. Y sí, también la protesta en la calle y ceder a la tentación de resignarse, aunque no sea sino para no reconcomernos más todavía pensando que ni siquiera lo hemos intentado.

Como los negros números cantan y se han escrito cien columnas con la misma intención que la presente, obvio el inventario de las medidas que nos han hecho estar peor que ayer y, por desgracia, mejor que mañana. A cambio, señalo con todo el escándalo del que puedo hacer acopio una cuestión que parecemos haber aceptado como un imponderable. Desde 1979 hacia acá ha habido gobiernos regulares, malos, muy malos y pésimos. Aunque se antoje imposible, el actual es sin duda el peor de todos… con bastante diferencia.

Un tal Wert

El descrédito de la política, que es la forma fina de decir que da asco, no es solo por los que meten la mano en el cajón. Aunque es difícil establecer ránkings de indecencia o escoger entre mierda oscura y mierda clara, gran parte de los choricetes y caceros no resultan mucho más dañinos que algunos de los que (¿todavía?) no han sido pillados en renuncio legalmente punible. Para decirlo con nombres y que se acabe de entender, el probado mangante Jaume Matas no tiene nada que envidiar en materia de inmoralidad y desvergüenza a José Ignacio Wert, fatal ministro y peor persona.

Si lo piensan, cada euro de los muchos miles que ingresa mensualmente el fulano por la gracia rajoyana constituye una malversación de fondos públicos. La diferencia con la practicada por el cacique balear antes mencionado es que esta se realiza con luz y taquígrafos ante las narices de los administrados. Ahí nos jodamos y aguantemos que de nuestro bolsillo se financien los vicios y el ego mastodóntico de un charlatán de feria que, amén de ser una completa nulidad para el puesto que ostenta —y en su caso, detenta—, se pasa la vida salpicando gargajos a aquellos para los que teóricamente trabaja.

Habría que rascar a conciencia en los escalafones de las dictaduras bananeras de cualquier tiempo y lugar para encontrar media docena de tipejos que puedan empatar en desaprensión, chulería y falta de escrúpulos con este narciso de libro. Claro que sus culpas acaban en el punto exacto que delimita su deleznable personalidad. Los que lo tenemos calado desde su época de tertuliano presuntuoso y tobillero sabemos que Wert es así y que, a falta de mejor criterio psiquiátrico, es probable que no pueda hacer nada por evitarlo. A partir de ahí, el dedo acusador debe señalar a quien decidió que alguien que compendia en sí casi todas las bajezas era el individuo adecuado para entregarle una cartera. La de Educación, nada menos.

Mayoría silenciosa

Incluso a pesar de mis últimas columnas de diván y paquete de kleenex tamaño familiar, también a mi se me escaparon veinte cagüentales al escuchar la natillosa [Enlace roto.]. Cómo no hervir de corajina ante un discurso que atufaba a peronismo o, peor y más cercano, a las matracas sobre el Contubernio que se cascaba el bajito de Ferrol en la Plaza de Oriente. No hay un solo tiranuelo en toda la historia que no se haya creído elegido, amado y secundado en sus tropelías por sus vasallos. Miren que le veo muchos defectos a Mariano, pero ni en la versión más desfavorable lo imagino como un dictador bananero. ¿Por qué, entonces, se arriesgó a parecerlo con ese panegírico aventado —no es detalle menor— desde la mismísima Nueva York?

Primero, porque igual que el Borbón, el susodicho lee lo que le ponen delante. No duden un segundo que tras las dulzorronas palabras hay un asesor que ha visto varios capítulos de El ala oeste y, por lo menos, otro estilista del lenguaje. Segundo, porque a la vista de las portadas de medio mundo recreándose en el spanish disaster, los anteriormente citados decidieron difundir hacia dentro y hacia fuera la especie de que la bronca era cosa de cuatro malmetedores in situ y doce en Twitter. Tercero, y no saben lo que me joroba escribirlo, porque hasta un punto que les dejo determinar a ustedes, el razonamiento no es del todo ajeno a la verdad. Medítenlo.

A la hora en que volaban las pelotas de goma y llovían los porrazos en Neptuno y aledaños, el 99,999 por ciento del censo estaba a otras cosas. ¿Padeciendo resignada y quietamente su martirio, como los pintó el sobreactuado presidente? Qué va. Había más viendo Futboleros o Punto pelota. En su infinita pasividad, ni siquiera notaron que Rajoy, experto trapichero de ganado lanar, los marcó con su hierro y los estabuló en su silencioso redil. Así nos va.