(Otro) día de la memoria

El Día de la Memoria empieza a ser el de la marmota. Con este, van ya seis años en los que, matiz arriba o abajo, hemos vuelto a ver, escuchar y, por lo que a los de mi oficio toca, contar prácticamente lo mismo. Incapacidad para la unidad entre los partidos, desmarques, acusaciones cruzadas de utilización de las víctimas o de hipocresía, intentos de monopolizar el sufrimiento… La tentación del hastío es demasiado grande. Eso, entre los que todavía estamos dispuestos a dedicar tiempo, neuronas y energías a un asunto del que el común de los paisanos —pregunten a sus vecinos en el ascensor— ni siquiera llega a tener conocimiento. Y si lo tiene porque en los medios nos empeñamos en dar la chapa, el interés alcanza la millonésima de segundo necesaria para poner la mente en blanco y hacer que las palabras y las imágenes resbalen sin dejar el menor poso.

Claro que tampoco hemos de fustigarnos por eso. Mil veces he escrito, y con esta, mil una, que ese desinterés no necesariamente responde al egoísmo o a la falta de sensibilidad de todos los que lo manifiestan. En más de un caso, diría incluso que es síntoma de que, sin necesidad de tanto palabro buenrollista y tanta prosodia, una parte considerable de esta sociedad ya está practicando eso sobre lo que no dejamos de teorizar. A falta de un término mejor, normalidad se llama.

Por lo demás, sigo pensando que la instauración de esta conmemoración no fue una idea muy brillante, y que el bienintencionado esfuerzo por mantenerla conduce a aumentar el caudal común de la melancolía. A pesar de todo, aprecio sinceramente algunos de los gestos que se han dado.

Está y estuvo

20 de octubre, y sereno. Cuatro años, no sé si ya o todavía, porque hay veces que tengo la impresión de que han llovido mares y otras, sin embargo, me da por pensar que fue ayer mismo cuando el asfalto se teñía de sangre cada dos por tres y nos tocaba asistir al ceremonial rancio de la condena en do mayor y/o el cobarde silencio en fa sostenido. Fíjense, yo sí me acuerdo de eso. No en una nebulosa como si hubiera sido un mal sueño o hubiera ocurrido muy lejos. Fue aquí, se lo juro, y hay miles de personas que pueden dar dolorosísima fe de ello. Muchas otras, tampoco lo pasen por alto, ni siquiera están para contarlo. Las quitaron de en medio y desde entonces, de tanto en tanto se las remata con balas de olvido, con cuchilladas de omisión, con bombas, incluso, de desprecio. Qué puñetera vergüenza debería darnos que solo estemos dispuestos a reconocer u honrar aquellos muertos a los que podamos encajar un posesivo en primera del singular o del plural.

Y eso es lo menos malo. Me hace más daño aun comprobar que según el calendario se aleja de aquel 20 de octubre de 2011, se van difuminando lo que hoy ya sabemos que fueron disimulos iniciales. Al tic justificario le sucedió el tic glorificador. ¿Soy el único que ha visto a recién conversos adalides de la paz bailando el agua a tipos y tipas con veinte fiambres a sus espaldas? Pero claro, como en casi todo, estamos instalados en la coartada fácil, ya saben, el Estado que no se mueve. Me dirán, quizá, que me paso de cenizo, que es reciente una carta que sostiene que matar está mal. Ya, pero no hay manera de que nos digan eso mismo en pasado: estuvo.

La decisión de Arantza

A la hora de enviar estas líneas a los diarios que las publican, Arantza Quiroga no ha dimitido. Desconozco, pues, la decisión final, así que puedo comerme con patatas lo que escriba, pero me consta que la idea le ha rondado por la cabeza. Y no como calentón ni para hacerse la despechada. Mucho menos para marcarse un órdago, pues de sobra sabe que se juega los cuartos con profesionales del navajeo político que no solo no cederían en su vil comportamiento, sino que lo recrudecerían hasta arrancarle la última tira de piel. La triple A —Alfonso Alonso Aranegui— no deja heridos, salvo para reconvertirlos en fieles lamepunteras.

Sí, eso es lo jodido de todo este vodevil para los que ni somos, ni hemos sido, ni seremos del PP. Aquí la normalización —o la paz, como nos gusta decir exagerando— no tiene ningún pito que tocar. Como tantas veces, solo ha servido de coartada. En este caso, para dirimir una riña de familia, o más exactamente, para satisfacer una vieja afrenta. Es verdad que la talibanada que juega al victimeo (no se confunda con las auténticas víctimas) ha montado la barrila de rigor por los términos de la ponencia que iban a presentar los populares vascos. Eso estaba, sin embargo, amortizado. Con más datos que ayer, puedo anotar que Génova no vivía en el limbo. Si algo caracteriza a Quiroga aparte de su candidez, es su lealtad. Jamás habría dado un paso que perjudicase a sus superiores jerárquicos, y menos, sin consultarlo.

Se vaya o se quede, le deseo lo mejor a quien, aunque tarde, ha dado un paso muy valiente. Lástima que esté rodeada de esos amigos que hacen innecesarios los enemigos.

Uno de Jaimito

Tuiteando a deshoras, justo antes de arrastrarme hasta el sobre, escribí: “Para desarmarse, si quieres hacerlo, no veo yo que el contrario pinte mucho”. Era mi cierre a una micro conversación con Oskar Matute y Paul Ríos, dos personas a las que quiero igual de bien en las coincidencias que en las discrepancias. Al volver a encender el ordenador a la mañana siguiente, me encontré la respuesta de un personaje público conocido, entre otras virtudes acreditadas, por su mordiente espontaneidad: “Venga, Javi, ahora para mantener el nivel, cuentas uno de Jaimito. ¡Un poco de seriedad, por favor!”. Una docena cumplidita de parroquianos festejaba con retuits o favs (pido perdón a los del plan antiguo por la terminología) el ¡zasca!, que es como se les llama ahora a las cargas de profundidad mondas y lirondas.

Pues va aquí el de Jaimito, que se añade al gran chiste macabro que vocean la colleja dialéctica y más, si cabe, la consecuente jarana celebratoria: con ETA, oigausté, un respeto, no vayamos a tenerla. Ocurre que yo ni se lo tengo ni lo finjo para pasar por jatorra ni para evitar ser señalado como enemigo de la paz por quienes llevan toda la puñetera vida haciendo y/o jaleando la guerra. Por eso, al modo de Matías P., me permito a mi mismo insistir en que cuatro años son una jartá para desprenderse de toda la cacharrería de apiolar. Es, sin más y ya sé que también sin menos, una lista de localizaciones. Se remite a Moncloa, se cuenta a la opinión pública que se ha hecho, lo certifican los mediadores, y ahí se acaba todo. Otra cosa es que se espere algo a cambio. Entonces, claro, no se acaba nunca.

La cúpula mil

Cae una cúpula, otra más, de ETA. Suena o quiere sonar a la leche en vinagreta, perdóneseme la estúpida rima interna, pero el hecho en sí no merece mayores alardes discursivos. A mi no me tima el pirotécnico ministro Fernández. Sé que los detenidos, por más pedigrí que tengan sus nombres en comparación con otros que han ido cayendo en las sucesivas farsas montadas por Interior, no son más que el retén de guardia a cargo del cadáver de la bicha. Vaya a usted a saber desde cuándo estaban controlados cada uno de sus movimientos por guripas de este o aquel uniforme. Hasta que un día —ayer mismo—, que convenía porque hay un fuego en Catalunya, se da la orden de echarles el guante y mandar el heroico parte de guerra correspondiente. La filfa, es decir, la captura de unos tipos acorralados y ya definitivamente inofensivos, se convierte, con la ayuda de unos titulares salerosos y unas fotos resultonas, en una gesta de andar por casa. Para quien quiera comprarla, claro, que cada vez queda menos clientela interesada por el género.

Dicho todo lo anterior, sí le reconozco un mérito al señor español de la porra. Su guiñol ha servido, probablemente sin pretenderlo, para desenmascarar una vez más a los milongueros del nuevo tiempo. Con su impudicia habitual —bien es cierto que consentida por nuestro pardillismo digno de mejor causa— han salido a bloque a echar espumarajos contra la detención de tipos que suman, entre los cometidos por propia mano, los ordenados y los planeados, un buen pico de asesinatos. Pero claro, los inmovilistas y los que ponen palos en las ruedas son siempre los otros. Hay que joderse.

ETA enfurruñada

Ea, ea, ea, ETA se cabrea. La cosa es que no se enteró casi nadie porque aquellos comunicados que paraban los pulsos y las rotativas han dado paso a unas excrecencias informativas que, salvo en los medios que hacen de altavoz de oficio, no encuentran sitio ni en las portadas digitales ni en las de papel. Una competencia muy dura con las noticias de perritos y gatitos, la última de Mariló Montero o el viral que toque. A ver a quién le va a interesar que una banda en estado ectoplasmático se ha cogido un rebote del quince porque la pestañí franco-española, en misión casi de Traperos de Emaús, se ha llevado de uno de sus agujeros un puñado de material de matarile. “Un ataque al proceso de sellado de armas”, se subió a la parra el amanuense de turno en medio, ya digo, de la indiferencia —o más bien inopia— general.

Solo dijeron algo, porque les va en el sueldo y porque les tocaba retén en la tertulia de la radio pública —¡Qué recuerdos!—, los políticos de guardia. La mayoría, para bostezar la respuesta de repertorio (“El único comunicado bla, bla, bla…”) y el resto, para echarle ese entusiasmo digno de encomio pero que apenas tiene eco en la parroquia más cafetera. Sí, justo entre quienes ahora mismo están mascullando que por escribir esto soy un fascista, un enemigo de la paz, y me llevo una.

Es sintomático que, vaciada de su carga mortífera, ETA haya quedado para hacer la prueba del algodón sobre el cacareado suelo ético. O, en un uso más extendido, como espantajo y asustaviejas que agita la fachundia histérica para tratar de evitar la victoria de las fuerzas del cambio. Y ni para eso cuela ya.

Tras la petición de perdón

El poder balsámico de las palabras. O quizá del tono en que son pronunciadas. También, claro, el momento y el lugar; se ve que, pese a todo, los calendarios no pasan en balde. Pero basta ya de buscar explicaciones. Sobra entrar en los cómos y en los por qués. Lo sustantivo es que en esta ocasión ha calado prácticamente el mismo mensaje de perdón a la víctimas del terrorismo que hace siete años cayó en saco roto. La asociación oficialista que entonces despreció con rictus airado un valiente —y yo diría que excesivo— acto de contrición aplaude ahora la descarnada autocrítca expresada por el lehendakari Iñigo Urkullu. Bien está lo que bien acaba, ¿no?

Ojalá tuviéramos la garantía de que esto ha acabado. Lo vivido nos invita a ser escépticos. Por la comodidad de los discursos, por la inercia, seguramente también, en más de un caso, por la miseria de la condición humana, llevamos demasiado tiempo estirando el fango, arrojándonos mutuamente el sufrimiento a los ojos. Ya que estamos en el momento de las verdades a calzón quitado, mencionemos los réditos de diverso tipo que algunos le han sacado al dolor. Tan duro como suena, pero igualmente real y sencillo de documentar.

Nada es obligatorio, pero tal vez, en aras de una cierta simetría, sería recomendable un reconocimiento de errores en la otra parte. No hablo de flagelos, sino de esas dos o tres cosas que pudieron estar de más. El resto es cuestión de voluntad, de sentido común y de ponerse a la tarea huyendo tanto del revanchismo como de la tentación de relativizar, de olvidar, o peor aun, de encontrar justificación al incontable daño causado.