Un día de furia

En las páginas no impresas del programa del Bilbao Global Forum constaba que mientras los encorbatados piaban a cubierto sobre la eficacia con que joden al planeta, en las calles de más allá del cordón de seguridad se liaría parda. La destrucción estaba presupuestada y, por supuesto, amortizada, con la ventaja añadida de que los participantes en este bolo de provincias no iban a sufrir el menor quebranto de bolsillo ni de conciencia. Ahí nos las den todas, podrían pensar, si siquiera tuvieran un segundo que dedicar al paisaje después de una batalla que ni les va ni les viene. Ya se encargará quien corresponda de restituir las cristaleras, las persianas, las farolas, las señales o los sufridos contenedores. A tanto la pieza o el servicio, faltaría más, que el capitalismo también —o sobre todo— escribe derecho en renglones torcidos. Si será así, que hasta hay un nombre técnico para esto de descojonar las cosas y sustituirlas en espiral: demanda agregada.

Menudo compromiso, explicar a estas versiones pedestres de Atila que son tan esbirros del sistema como el que más. No lo van a entender, primero porque no les da para ello la cagarruta de oveja que tienen por cerebro, y segundo, porque aunque les diera, no les saldría de entre las ingles atender a razones. Lo suyo es la gresca por la gresca, darse un buen chute de adrenalina a costa de un escaparate o, si es el caso, de una dependienta que no llega ni a mileurista, y que luego venga el pisamoquetas acomplejado de turno a componerles un cantar de gesta. Entretanto, los que tenían algo por lo que protestar, a seguir pringando, los muy idiotas.

De Madrid a Kiev

¡Mecachis! Con lo felices que nos las prometíamos contemplando la estampa (creíamos que heroica) del pueblo rodeando el parlamento de Ucrania. Más de quince despistados ya habían tuiteado con un nudo en las teclas que viva la revolución, carajo o karajov, que el pueblo unido jamás será vencido, que sí se puede y la retahila de consignas de aluvión. Pero llegaron los cuatro o cinco pastores al mando, cayado en ristre, a desfacer el embeleco: que no, que estos no son de los nuestros. No son las masas derribando al tirano, sino una panda de fachas furibundos enviados por los malosos, previo pago de bocadillo y termo de café con vodka, a derribar la democracia. “Son la versión local del PP, que quiere conseguir en la calle lo que no obtuvo en las urnas”, llegué a leer a uno de los guías de cabestros. Y ahí me entró el descojono padre. Olé, los argumentos reversibles como los anoraks del Decathlon.

Miren, servidor de política ucraniana —o ucrania, como nos aleccionan que hay que decir ahora—, lo justito. O sea, lo mismo que los que estos días nos vienen con el máster en política internacional (subespecialidad repúblicas exsoviéticas) igual que hace unos meses exhibían sus doctorados en funcionamiento de frenos de trenes o lo que toque en la escaleta. Lo que ocurre es que con esos conocimientos de ir tirando, que me sitúan más cerca de la ignorancia que del saber, no me atrevo a pontificar quiénes son los buenos y los malos esta vez. Se me hace raro, es cierto, que haya decenas de miles de ciudadanos dispuestos a montar un pifostio para pertenecer a esta Europa maltratadora de dignidades. Pero si lo hacen, de lo suyo gastan.

Así que, por falta de datos, no voy al contenido sino al continente. Lo de Kiev es lo que se intentó hacer en Madrid y salió más bien tirando a regular. No me digan que no es gracioso que los que aplauden lo primero sean los que defenestraban lo segundo… y viceversa.

El modelo que…

Como es público, notorio y pepitorio, la culpa de todos nuestros males la tiene el-modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí. No hay sindicalista, tertuliero, portavoz político, aparcacoches o comadre de portería que no te lo suelte, venga a cuento o no, y acompañado de los aspavientos de rigor. Las conversaciones de ascensor han ganado mucho desde que a las muletillas habituales sobre el tiempo se ha incorporado la nueva cantinela que, por lo demás, tiene un notable efecto balsámico. Es pronunciar las palabras mágicas y sentirse con la conciencia fresca como el culo de un bebé recién bañado. Ya podían ser tan efectivos los bífidus del yogur, oigan.

Pero sin duda, lo mejor de este exorcismo que nos hemos apañado es que no conlleva compromiso de permanencia ni nos obliga a ser consecuentes con el contenido de la queja implícita expresada. Quiero decir que uno no tiene que devolver el Audi Q7, ni el cojo-smartphone, ni anular la reserva del restaurante ese donde cobran a millón las kokotxas embadurnadas en nitrógeno. Y como sé por dónde van a intentar pillarme, añado que en el más frecuente caso de que no se disponga de nada de lo anteriormente citado, tampoco se va a renunciar a tenerlo algún día. Sea en acto, sea en potencia incluso remotísima, el-modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí —tan perverso, tan malvado, tan cabrón— sigue siendo la luz que nos guía.

Ahí reside el drama de la media docena de personas que estarían dispuestas a probar una receta diferente. A la hora de la verdad, se quedarían tiradas como un calcetín detrás de la pancarta. Si afinamos el oído, pero sobre todo, si conocemos al prójimo y tal vez a nosotros mismos, seremos capaces de comprender que prácticamente nadie pide otro modelo. Lo que se demanda, en todo caso, es volver al que-nos-ha-traído-hasta-aquí, pero en su dulce y confortable versión de hace, pongamos, cinco o seis años, cuando las injusticias las sufrían otros.

Triunfos que no lo son

El derrotismo no lleva a ninguna parte, pero el triunfalismo conduce directamente al despeñadero. Tiene que haber por narices opciones intermedias entre tirar la toalla sin luchar y levantar los brazos por una victoria imaginaria. ¿Qué tal el realismo? Hasta donde yo recuerdo, hubo una izquierda que, sin perder de vista el horizonte, era plenamente consciente del suelo que pisaba. Alguna que otra conquista se fue consiguiendo así. Casi todas, en realidad. Hoy, sin embargo, parecemos abonados a la bipolaridad que lleva en segundos del patalaeo depresivo —ojalá todas las llamadas protestas lo fueran— a la venta de pieles de osos que no se han cazado.

¿Un ejemplo? El otro día el Consejo de ministros dejó en el cajón la reforma de la ley educativa que lleva por tremendo apellido el de su pergeñador, José Ignacio Wert. Al conocer la nueva, que no por casualidad se filtró de vísperas desde la Rue Génova, los heraldos de la oficialidad retroprogre corrieron a esparcirla con acompañamiento de charangas y cohetes. Sin un resquicio para la duda, daban por hecho que a las huestes rajoyanas les había entrado tembleque de rodillas al ver la dimensión del rechazo. Tengo clavado en el omoplato el tuit jacarandoso de uno de los alféreces mediáticos que se engorilaba así: “Para que luego digan que movilizarse no sirve para nada”.

Punto uno, eso lo dirá quien lo diga y mal dicho está, en todo caso. Punto dos, idéntica machada se escribió cuando, en un hábil escorzo, el PP dejó colar la ILP sobre los desahucios, que acaba de ser hecha fosfatina en las cortes españolas merced al rodillo. Recuerdo haber advertido el previsible desenlace en estas mismas líneas y con parecida desazón a la que hoy me trae a pedir que paren los bailes por el retraso táctico —tác-ti-co— de la aberración legislativa de Wert. En un par de viernes o tres eso estará en el BOE. Por la cuenta que nos trae, mejor nos hacemos a la idea.

Mareas

¿Llega o no llega el estallido social? Hace un buen rato que empezaron a pregonarlo. Unos, como dulce ensoñación revolucionaria; otros, como tremebunda profecía apocalíptica. Faltan quienes tienen pesadillas escalofriantes en que las masas toman al asalto su mueble-bar y se beben sus güiscazos de veinte años antes de conducirlos engrillados a una cárcel del pueblo. Faltan y seguirán faltando. Esos, que serían los primeros en ser arrastrados por el reventón de rabia y, por tanto, los que más motivos tendrían para temerlo, continúan retozando alegres y confiados en la molicie de costumbre. Como demasiado, enarcan una ceja con más curiosidad que canguelo a la vista del fenómeno de moda: las mareas.

Así las anuncian en los epígrafes de los periódicos —con mayor querencia en los digitales que coleccionan clicks de aluvión— y en los ardorosos hashtags (o sea, etiquetas) de Twitter. Ya no hay manifestaciones, concentraciones ni movilizaciones. Cualquier protesta toma el nombre de marea y, si procede, como apellido, un color identificable con el sector que haya bajado al asfalto a desgañitarse contra el pisoteo sistemático y creciente de sus derechos. Los sanitarios, marea blanca; los docentes, marea verde; los mineros, marea negra; todos juntos, marea a secas. La lástima y a la vez la razón de la tranquilidad para los presuntos destinatarios de los gritos y los lemas de las pancartas es que no pocas veces —la mayoría, me temo— la denominación está muy por encima de la realidad. Una floja entrada en el estadio de un equipo de fútbol de la mitad de la tabla hacia abajo supone una congregación más numerosa.

No lo anoto porque me guste que sea así. Al contrario, sería bastante menos infeliz viendo respuestas proporcionales (nunca violentas, ojo) a las injusticias que nos espolvorean todos los días. Pero tampoco me parece que ni el voluntarismo ni el triunfalismo sean los mejores consejeros.

Mercaderes de votos

Así como la parábola del hijo pródigo siempre me ha parecido una intolerable apología del agravio comparativo —¿qué es eso de premiar al cabroncete y hacer luz de gas al que se comporta correctamente?—, me encanta el pasaje de las Escrituras que cuenta cómo Jesús expulsó a los mercaderes del templo a latigazo limpio. Por una vez, ese personaje que los evangelistas nos pintaban como un happymaryflower con sangre de horchata, venga tragar y perdonar todo el rato, saca el genio y pone en su sitio a los jetas que habían ido a hacer caja al lugar donde estaban de más. Muy pero que muy de más. Exactamente igual que los contumaces recortadores de derechos que estos días han aprovechado que las calles estaban llenas de ciudadanos cabreados para mezclarse entre ellos y venderles su bálsamo rojo, que ni es bálsamo ni, por supuesto, rojo.

Tal vez les parezca un tanto traída por los pelos la comparación del templo de Jerusalén con las protestas contra el Marianazo, pero seguramente porque cabalgamos hacia el apocalipsis, últimamente no dejan de salirme metáforas y alegorías bíblicas. De hecho, al pensar en estos mismos pirómanos que empezaron el incendio social y ahora van por ahí con mangueras de atrezzo, me es inevitable acordarme de los fariseos o versionar el sermón de la montaña: que tu puño izquierdo no sepa con qué destreza agarran la guadaña las falanges de tu mano derecha.

Habrá quien opine que cuanto más bulto se haga, mejor y que pelillos a la mar con lo que se hizo o se dejó de hacer ayer y anteayer. Me valdría, y aquí volvemos a los terrenos religiosos, si hubiera mediado un acto de contrición sentido y sincero. Verdes las han segado. No espere nadie que estos manifestantes de conveniencia muestren el menor arrepentimiento por los irreparables destrozos causados. Volverían a provocarlos mañana mismo sin que les temblara el pulso. Hace falta un látigo, siquiera imaginario.