¿Pachorra social?

No es la primera vez y supongo que tampoco la última que traigo a estas líneas la disposición (o no) de la sociedad vasca para embarcarse en un proceso que concluya con la profundización de su autogobierno. Fíjense que lo nombro con semejante ambigüedad para abarcar todo el espectro que va desde la simple chapa y pintura al Estatuto de Gernika (¿qué pasa con el Amejoramiento?) hasta la consecución de la soberanía plena y, en el centímetro siguiente, la declaración de independencia. Y no hago el planteamiento en el vacío ni en hipótesis. Es decir, que no me refiero a lo que anide allá en el fondo de los corazones, sino a la presteza para ponerse manos a la obra aquí y ahora, con todo lo que implicaría. Pisar mucho —muchísimo— la calle, por ejemplo.

Doy por hecho que hay un número nada desdeñable de personas que están por la labor y se aplicarían a la tarea sin perder un segundo. Dudo mucho, sin embargo, que se acerquen a la cantidad mínima para articular un movimiento, no ya con garantías de éxito, sino con el músculo suficiente como para no embarrancar en el primer risco. Insisto en que esto no es cuestión de unas pegatinas pintureras ni de ponerse las zapatillas tres o cuatro días al año.

Añado inmediatamente que el hecho de que ahora mismo ni siquiera se atisbe lo que describo no implica que mañana o pasado no sea una realidad. Catalunya y Escocia —o el mismo fenómeno Podemos en España— nos han enseñado que en un puñado de meses se puede pasar de una aparente pachorra social a ser un gran quebradero de cabeza para los amos del calabozo. ¿Acabará ocurriendo algo similar aquí? No hago apuestas.

Cambios y recambios

He renovado el carné las veces suficientes como para recordar con nitidez los carteles con el careto de un joven Felipe González mirando al horizonte con arrobo sobre el lema “Por el cambio”. Tampoco he olvidado lo pronto que quedó claro que aquello no fue otra cosa que —nótese el matiz semántico— un cambiazo de tomo y lomo. Más talludito y con el concepto de decepción aprendido y hasta aprehendido, como gustaba decir a los pedagogos progres de mi época, he ido asistiendo a un sinfín de anuncios que llevaban como reclamo la magnética y resultona palabreja. El penúltimo que me viene a la memoria sin esfuerzo alguno, porque fue anteayer como quien dice y todavía padecemos no pocos de sus efectos, es el “gobierno del cambio” que trapisondaron PSE y PP en la demarcación autonómica de Vasconia. Y aún habría de llegar el mismísimo Mariano Rajoy, hace tres años, dos meses y nueve días a arramplar su (letal) mayoría absoluta a lomos de la divisa “Súmate al cambio”.

Aplicando la filosofía de las tapas del yogur —“Siga jugando; hay muchos premios”—, Podemos, ha proclamado 2015 como el año del cambio de verdad de la buena. Decenas de miles de personas, una inmensa multitud sin matices, participaron ayer en Madrid en lo que en la terminología clásica se denomina “una jornada festivo-reivindicativa”, quizá más lo primero que lo segundo, bajo la consigna “Empieza el cambio”.

Son de sobra conocidos mis recelos hacia la indiscutible formación emergente y también mi escepticismo congénito. Pues fíjense que aun así, tengo el pálpito de que esta vez sí cambiarán media docena de cosas, y no necesariamente para mal.

Dobles varas

No, la columna de ayer no pretendía ser una encendida soflama sobre la igualdad. Cuando a los hombres nos da por elevar la nota del discurso de género, además de rayar en lo patético, acabamos practicando uno de los machismos más repugnantes que se me ocurren: el paternalismo. Francamente, si yo fuera mujer, creo que me repatearía el hígado que un tío viniera a darme un par de palmaditas comprensivas en la chepa mientras me susurra lo muchísimo que simpatiza con mi causa. Y ya que estamos, tengo la convicción de que tampoco me haría demasiada gracia que me reservaran por decreto un número equis de plazas donde fuera, de tal modo que si llegara a ocupar una, nunca sabría si la he obtenido por mis méritos o me ha tocado en mi calidad de cuota monda y lironda. Otra cosa es que a nadie le amargue un dulce o le venga mal una ventaja, pero entonces no lo vistamos de justicia social. Paridad obligatoria, listas-cremallera o discriminación positiva me parecen, en el mejor de los casos, buenas intenciones de esas que alicatan hasta el techo el infierno.

Pero ya digo que no iba de eso (o no específicamente) lo que escribí hace 24 horas. Ni siquiera de Grecia, Tsipras o Syriza, aunque el punto de partida estuviera en el gobierno con pleno de pitilines que ya ha empezado a tomar medidas —varias, de ovación cerrada, por cierto— en tierras helenas. El quid estaba, o mi propósito fue ponerlo ahí, en el deprimente relativismo moral, en la puñetera e hipócrita doble vara de medir que conduce a deplorar o justificar el mismísimo fenómeno en función de las simpatías que se dispensen hacia sus protagonistas.

Gobierno testicular

Debemos decidir si la ausencia total de mujeres en un gobierno de un estado europeo en 2015 —y no me vale lo de “Pero hay viceministras, ¿eh?”— es un asunto intrascendente o algo de todo punto inaceptable. Lo que no me parece de recibo es que sea lo uno, lo otro, o una mezcla, según de qué gobierno estemos hablando. En este sentido, confieso que aún no me he recuperado del pasmo de ver cómo bastantes de las y los que (como debe ser) nunca pasan una en materia de desigualdad se han lanzado en plancha a defender el gabinete cien por ciento testicular de Alexis Tsipras en Grecia.

Ha sido un nuevo baño de relativismo moral. De pronto, los más enérgicos discursos de género se han vuelto mantequilla comprensiva, contemporizadora o justificatoria. Para empeorarlo, se ha echado mano de argumentos sonrojantes, como los que se escudan en la celeridad del proceso o la inexperiencia de los recién elegidos. Y no digamos ya los teoremas que buscan y encuentran la disculpa en el inveterado machismo de la sociedad griega, pasando por alto que, incluso en situación de emergencia económica, lo que se espera de una formación como Syriza es que venga a retirar telarañas y no a cultivarlas.

Reconozco que no sé qué pesa más en quienes se aferran a estos vergonzosos comodines. Irá por casos, supongo. Algunos lo harán por ese hooliganismo que impide ver la menor tacha en la causa que se defiende o el ídolo al que se rinde culto. Me temo, sin embargo, que no pocos —¡ni pocas!— pertenecen a la extendidísima especie, casi plaga, de los progremachistas. En su fuero interno, lo normal es que el poder sea cosa de hombres.

Vía vasca

No sé si causa más perplejidad o melancolía la presentación, a tres cuartos de hora de unas elecciones, de la propuesta de EH Bildu para construir una (¿O es la?) Vía vasca hacia la independencia. Cabe plantear la misma duda respecto a la respuesta, si es que lo fue, del PNV, poniendo como requisito antes de alcanzar un gran pacto algo que su presidente, Andoni Ortuzar, nombró como “el fin reconocible de ETA”.

Empezando por esto último, es difícil que esa condición, aunque obedezca a la lógica y sea absolutamente deseable, no suene a pretexto. De hecho, al que fue más utilizado durante los años del plomo, seguramente entonces con mucho sentido. ¿Lo sigue teniendo hoy? Juraría que habíamos convenido, siquiera tácitamente, que si bien el escenario actual es manifiestamente mejorable, ya se dan las circunstancias mínimas para poder abordar la asignatura eternamente pendiente. Otra cosa es que se quiera, se pueda, o se sepa cómo hacerlo.

Hasta que no se aclare ese asunto de una vez por todas, estaremos dando vueltas a la noria y comprando boletos para la decepción o, en el mejor de los casos, la resignación. Poco me parece que ayude a romper esta perversa espiral una propuesta que lleva unas intenciones y, sobre todo, unas siglas bien visibles en el frontispicio. Es indudable que puede ser útil de puertas adentro, para marcar perfil ante los propios militantes y simpatizantes. O como emplazamiento que ponga en un aprieto mediano a la formación con la que se libra un cada vez más encarnizado combate por la hegemonía. Más allá de eso, se diría que el objetivo anunciado se aleja en lugar de acercarse.

Grecia, respeto

Los grandes cantamañanas de la democracia se delatan en las derrotas. Cuando las urnas, incluso las que están a miles de kilómetros, se les ponen de culo, los ciudadanos que las llenan dejan de ser el pueblo sabio y soberano para convertirse en un hatajo de ignorantes que se echan en brazos del populismo. Es lo que estamos leyendo y escuchando sobre los griegos en las últimas horas… y —cuidado con las contradicciones— lo que muchos de los que ahora brindan a salud de Tsipras dirán ante la que parece inevitable próxima victoria del Frente Nacional en Francia.

Con lo que en ocasiones nos cuesta entender lo que pasa a un palmo de nuestras narices, resulta sorprendente que haya un conocimiento tan profundo de lo que acontece en lugares que ni se han pisado. Debo confesar que, aun documentándome y preguntando mucho, me he sentido diminuto ante la erudición sobre sociologia y demoscopia helenas que he contemplado a mi alrededor. ¡Con qué desparpajo se hablaba de las distintas tendencias del KKE, las costumbres de los electores de las periferias del Peloponeso o el perfil ideológico difuso de To Potami!

A mi me llega justito, y más por intuición que por dominio de la materia, para simpatizar con la amplia victoria de Syriza. No me vendré arriba con lo del miedo cambiando de bando ni anunciando un demoledor e imparable efecto dominó que sacudirá Europa. Me parece, sin más y sin menos, un fenómeno interesantísimo del que ser contemporáneo, y por encima de todo, la decisión cien por ciento respetable de unos ciudadanos dispuestos a asumir las consecuencias —ojalá sean para bien— de lo que han votado.

Pijama de leopardo

Voy teniendo la edad en que casi todo debería resbalarme, en expresión que le robo a John Benjamin Toshack, como el agua en la espalda de un pato. Pero no consigo llegar a ese plácido nirvana de la impasibilidad, fatal carencia que pago con bilis hirviente y alteraciones de pulsos que ya me han valido la tarjeta amarilla de quien sea que decide la duración de las estancias en este valle de lágrimas y mocos. Ocurre así que situaciones o hechos que al resto de los mortales les resultan muy divertidos, a mi me provocan cabreos del quince y medio, acompañados de negrísimas reflexiones sobre la insoportable mentecatez del ser y la nula esperanza respecto a la posibilidad de arreglo del género humano.

Para que decidan con conocimiento de causa si soy un puñetero vinagre o un alma noble y sensible que se duele con razón, les cuento el último episodio de esta erisipela social de la que aún sigo convaleciente. Me sobrevino al leer el pasado jueves que en todos los centros de los grandes almacenes del triangulito verde se había agotado el pijama de leopardo que luce Belén Esteban en ese tele-engendro llamado Gran Hermano VIP, cuyos participantes cobran (casi) como consultores internacionales del gobierno venezolano.

Incluso entre los que tienen la sensatez de no echarse semejantes porquerías a los ojos, habrá quien lo resuelva con un jijí-jajá y un comentario sobre cómo está el patio. Para mi, sin embargo, la constatación de que hay miles de prójimos y prójimas que corren a pulirse unos euros para imitar la indumentaria gualtraposa de tal individua es un desazonador síntoma de lo que pasa y por qué pasa.