Regeneradores

Hay palabras que me provocan un escalofrío trempante en el colodrillo. Regeneración, por ejemplo. Sé que no falta quien la pronuncia con la mejor de las intenciones o con la candidez con que de niños invocábamos los cuatro angelitos que nos guardaban la cama, uno por esquina. Otros se la llevan a la boca porque, teniendo mucho que callar, piensan que es mejor que les vean en la cabecera de la manifestación. Y los demás, uff, qué miedo. No hay una sola dictadura, incluyendo por supuesto la del bajito de Ferrol, que no se haya basado en la coartada regeneracionista. Es verdad que ahora mismo parece improbable un cuartelazo a la vieja usanza, pero no es descabellado del todo —más sudores helados— que venga un tiranuelo populista a pescar en urnas revueltas. Seguro que hasta son capaces de ponerle unos cuantos nombres masculinos y femeninos. Llámenme cínico, pero me quedo con el más ensobrado de los Rajoys antes que con cualquier Rosa Díez presuntamente sin mácula. Vamos, pero sin dudarlo.

Guardémonos, pues, de los regeneradores acelerados. De los que vienen con el catecismo de Lerroux desempolvado, como la susodicha o el cacique catódico Revilla, pero también de los recién conversos a la causa. Ver a Pérez Rubalcaba, con su currículum de cadáveres fríos, templados y calientes en el ropero, pidiendo la cabeza de Mariano produciría carcajadas de talla XXL si no fuera porque estamos de estricto luto. Ídem de lienzo, tener que aguantar moralinas de campeón de la limpieza al mismo Patxi López que anteayer no más defendía la honorabilidad de un prójimo al que cazaron despistando 109.000 euros a Hacienda y pagándose un chalé billete sobre billete. Y qué decir de cómo aplaudía una iniciativa dizque ética de un compañero de partido el mismo socialista que era baranda de Osakidetza cuando el pufo tremebundo de los exámenes filtrados, allá en los 90 de Gales, Filesas y Roldanes. ¿Regeneraqué?

Eu non fun

A Rajoy se le está poniendo cara de Nixon. Bueno, cara, y todo lo demás, que empieza a ser causa de asombro galáctico la maña que se da el registrador de la propiedad —parecía parvo cuando lo compramos— en la imitación de aquel trilero expelido a patadas de la Casa Blanca. Hay que ver, sin ir más lejos, de qué indelicada manera nos llamó gilipollas sin mudar el gesto en el monólogo de chicha y nabo que nos largó ayer desde la guarida central de los (presuntos) sobrecogedores. Nos mintió mirándonos a los ojos, que es habilidad reservada a los grandes canallas y, además de eso, el billete de ida sin vuelta a la desconfianza eterna. Si no resultaba fácil creerle hasta ahora, en lo sucesivo cada felipillo que salga de su boca será heraldo de una mentira. Por sistema, cuando nos diga que llueve, sospecharemos que se nos está meando encima.

No es que uno esperase de la tardía comparecencia un discurso de estadista o una de esas arengas que dejan ojos humedecidos y pelos como escarpias. Ya se sabe que Rajoy no es Churchill, ni siquiera Bielsa. Pero ni en el augurio más pesimista pensaba que nos iba a salir con el chiste autoparódico del gallego que por las noches mete un palmo las marcas de sus tierras en las del vecino y por las mañanas se pasea por la aldea diciendo “Eu non sei, eu non fun”.

¿Chapoteando sobre la inmundicia pestilente e inocultable, todo lo que nos tiene que decir es que estamos sufriendo una alucinación colectiva? ¿Que se trata de un embeleco creado por un malvado hechicero que le quiere mal? ¿Que cuando veamos las inmaculadas declaraciones de la renta de la cuerda de tipejos retratados en la caligrafía de Luis el Cabrón vamos a caer de rodillas implorando perdón por haber pensado mal? Iba a preguntar, por resumir, por quién nos toma, pero aparte de que ha quedado bastante claro, confieso que no me atrevo. Es posible que esté en lo cierto y que eso lo explique todo.

Tirar de argumentario

No todo va a ser encabronarse. Hasta a las situaciones que provocan mala sangre y peor bilis se les puede encontrar un par de aristas cómicas como desfogue. En el caso del aguacero de ponzoña que se ha desatado sobre el PP, uno de esos divertimentos colaterales consiste en descubrir la consigna de la jornada. Ya desde la primera mañana en que Pedro Jota abrió la espita admonitoria, salieron del paritorio de mantras de la calle Génova un par de folios con las pildoritas que los peperos debían introducir en su discurso defensivo. Como no se le pueden poner puertas al campo y menos a internet, las papelas con el logo de la gaviota, en principio destinadas al consumo exclusivamente interno, circularon a tutiplén para regocijo y/o vergüenza ajena del personal. Tiene bemoles que a mujeres y hombres hechos y derechos les tengan que poner por escrito que reciten, por ejemplo, lo siguiente: “El PP supo la existencia de estas noticias al mismo tiempo que los medios de comunicación”. Toma alarde de creatividad.

El resto de los despejes a córner del decálogo son de parecido pelo y nos las han ido machacando en sus parraplas más o menos atribuladas portavoces de toda graduación del partido señalado, desde Rajoy en persona al último concejal de parques y jardines con carné. Eso sí, con una cierta metodología y de acuerdo con los pitidos de un silbato que cada día ha ido indicando en qué martingala había que concentrarse. Piiiiií: Bárcenas se dio de baja como militante. Piiiiií: somos tan transparentes que vamos a encargar una auditoria externa y una investigación de puertas adentro. Piiiiií: preguntar por los sobres es una ofensa inadmisible. Piiiiií: El PSOE también tiene mucho que explicar.

La letanía ahora mismo vigente es una especie de resumen y corolario de todas las demás. Sostiene que es injusto generalizar y que la mayoría de los políticos son honrados. Y nosotros, queriendo creerlo.

El ciclo de la ciénaga

Si hay algo que me sorprende es, justamente, que sigamos sorprendiéndonos. Bendita memoria de pez, que permite que nos hagamos de nuevas cada vez que vemos al otro lado del acuario lo que hemos contemplado mil y cien veces. La corrupción política, por ejemplo. La respiramos cada día sin mutar el gesto ni albergar la menor gana de montar un buen pollo hasta que en los titulares, que no son nada inocentes, caen cuatro gotas más de lo habitual y nos da por pensar que una de ellas es la que colmará el vaso. Se eleva entonces el tono de las tertulias y de las conversaciones junto a la máquina de café, suben también los niveles de vinagre en sangre, se clama al cielo, se jura en arameo y luego… nada. Cada mochuelo retorna a su olivo, es decir a sus propias apreturas de zapato, que también incluyen la marcha de nuestro equipo en la liga o ese viral tan simpático que rula por internet. Los mangantes, que además de eso, son contumaces y metódicos, pliegan el paraguas y vuelven a sus quehaceres cotidianos, o sea, a afanar. Primero con la precaución del que acaba de librarse de una de órdago, pero enseguida con la velocidad de crucero habitual. Es el ciclo de la vida en la ciénaga sucediéndose a sí mismo infinitamente.

Según el obispo Munilla en su muy recomendable homilía del día de San Sebastián (sí, eso he escrito; no es una errata ni un sarcasmo), lo que acabo de exponer me incluiría entre los que, sintiéndose impotentes en medio de la avalancha de lodo, se han refugiado en el cinismo. Bien quisiera militar en una postura de más provecho. La que él propone después de un diagnóstico —insisto— brillante es confiarse a Dios, lo que no deja de tener un punto incluso mayor de derrotismo porque supone el reconocimiento implícito de que ya no queda nada humano por hacer. ¿Habrá alguna alternativa intermedia y viable? Si los lectores la conocen, se gratificará. Así en la tierra como en el cielo.

Operación Esperanza

Ejercicio de agudeza visual: ¿A qué dirigente del PP no solo no se le ha puesto la cara de hemorroides salvajes que lucen sus compañeros de Ejecutiva, sino que anda por ahí como las castañuelas de Marisol cuando cantaba Venga jaleo, jaleo? Tienen su nombre de pila en el título de esta columna, pero si han prestado unos gramos de atención a los últimos episodios de la tragicomedia gaviotil, la pista estaba de más. Bien poco se ha preocupado la talentuda Aguirre en disimular que mientras Rajoy, Cospedal, Soraya SS y resto de nomenclatura oficial pasan las de Caín para explicar lo inexplicable, ella disfruta como un cochino en un lodazal.

Con un par de narices, recién abierta la llaga purulenta de los sobres, fue la primera en hacerse la ofendida y pedir que rodaran cabezas. “¡La gente está harta, y con razón!”, bramó en una interpretación de Oscar al rostro más pétreo. Ayer mismo volvió a la carga desde los micrófonos de su protegido y a la vez protector para exigir una regeneración interna de su partido. Igualico que el gendarme de Casablanca escandalizándose de que se jugara en el garito de Rick, donde él mismo echaba sus timbas. Y para rematar la actuación, en su calidad de lideresa no depuesta del PP madrileño, nombra inquisidor anticorrupción a Manuel Pizarro, aquel que tras hacerse de oro en Endesa, pasó de fichaje estrella a diputado estrellado en la bancada pepera. Paisano y amigo íntimo del antes mentado latigador de las ondas, por cierto.

Hubo quien, con ingenuidad digna de mejor causa, celebró la publicación de la (presunta) cochambre del extesorero en determinado diario como un emocionante gesto de independencia periodística recobrada. La explicación, me temo, es más prosaica: cobro de deudas pendientes desde aquel congreso de Valencia en que fue fumigada la vieja guardia del aznarato. Superviviente a duras penas de la escabechina, Esperanza Aguirre vuelve para vengarse.

Nunca pasa nada

Abandonemos toda esperanza. Esta vez también pasará lo de siempre, es decir, nada. Como muchísimo, el PP soltará de la mano al tal Bárcenas y lo dejará caer solo al precipicio, tratando de hacernos olvidar —y tal vez consiguiéndolo— que hasta la fecha lo ha defendido con atroz numantinismo. Ya lo estoy viendo. Lo venderá de tal modo que incluso dé la impresión de que actúa impulsado por la más firme de las determinaciones. Más aún: se presentará como doliente y decepcionada víctima de la confianza depositada en una persona que nadie hubiera dicho que pudiera salir tan malvada. ¿Que un día Rajoy soltó con gesto grave y solemne que jamás de los jamases se llegaría a probar la culpabilidad de su extesorero? ¿Que anteayer como quien dice María Dolores de Cospedal se hacía la digna jurando, o sea, perjurando, que dimitiría sin pensárselo dos veces si apareciera en Suiza una cuenta de algún pez gordo de su partido? También de eso tenemos costumbre. Esas piezas quedarán a beneficio de hemeroteca para que nos las pasemos escandalizados por Twitter y nos encabronemos un poquito más. Consecuencias, cero.

Y tampoco llegará a ningún sitio lo del casuplón comprado a tocateja y en gris oscuro en Estepona por el presidente de la Comunidad de Madrid. Ni lo de la esposa del antedicho, contratada generosamente por la patronal madrileña para unos bisnes en Bruselas. Ni el fichaje del polienmarronado Rodrigo Rato y Figaredo por la misma Telefónica que ayudó a privatizar cuando llevaba cartera de ministro. Ni lo del indulto firmado por Ruiz-Gallardón al tipejo representado por la firma de abogados que le paga al hijo del antiguo progresista disfrazado. Ni siquiera el fisgoneo indecente del despacho de Esquerra Unida en la Diputación provincial de Valencia en que fue descubierta una insigne señoría pepera que dijo estar comprobando si habían pasado los servicios de limpieza. Nunca pasa nada. Nunca.

La pifia de Díaz-Ferrán

La primera dependencia de la cárcel de Soto del Real que visitó Gerardo Díaz-Ferrán fue la enfermería. Bastante previsible. Les ocurre a nueve de cada diez mangutas —él es todavía presunto, no la vayamos a fastidiar— de cuello blanco enviados entre rejas. En cuanto comprueban lo poco que se parece el local donde se van a alojar por tiempo indefinido a los cinco estrellas que suelen frecuentar, se rilan. Taquicardia, sudor gélido, dificutad respiratoria, tembleque de rodillas y en más de un caso, fuga de vareta intestino abajo. Sin necesidad de explorar, el médico de guardia diagnostica ataque de ansiedad, que es el punto de arranque de la expiación de culpas de esta clase de penados que hasta diez minutos antes se creían, por puras razones estadísticas, intocables. Lo normal entre los de su estirpe es librarse del trullo. ¿Qué se torció para que todo un expresidente de la patronal española haya acabado siendo excepción a la regla?

Empecemos no engañándonos. Al tipo no lo han trincado por dejar en la calle con sus tejemanejes a centenares de currelas ni por promover el neoesclavismo desde su antigua posición de capo mayor. Ni siquiera por despistarle (supuestamente, insisto) un buen pico a Hacienda. Nada de eso manda a un poderoso a la sombra en este estado de derecho selectivo, asimétrico y descangallado. La gran pifia de Díaz-Ferrán ha sido la que cometían quienes en el Chicago de los años treinta del pasado siglo acababan en un barril de cemento. Simplemente, sus dedos se alargaron hasta los bolsillos equivocados. Quiso saltarse el escalafón y las normas de la casa de la sidra del alto hampa y ha recibido el escarmiento establecido. Puede agradecerle al cielo el progreso en los modos de infligirlo. No hace tanto, le hubieran mandado un par de matones. Ahora ha sido delicadamente conducido a la trena por unos educados servidores del orden. Tome nota, Urdangarín, que pronto le toca.