Ramón de la Sota: casi un siglo de nacionalismo

Viernes 12 de octubre de 2018

El 5 de Agosto de 1978, falleció Ramón de la Sota y Aburto. A los pocos días, el 13 de Agosto, habría cumplido 90 años. Y, muy probablemente, su humor no hubiera sido demasiado bueno. «No me feliciten por cumplir 90 años, —decía el verano pasado—, no tiene ninguna gracia ser tan viejo». No la tiene, es verdad, sobre todo cuando uno no se dedica a recordar estérilmente lo que ha vivido, sino que prefiere pensar en lo que puede aún hacer. La vida de De la Sota fue más apasionante que la de la mayoría y, en cierto sentido, más dura también. El hecho de haber nacido en una familia económicamente fuerte, no le hizo olvidar, como a tantos otros, cuál era su tierra ni le hizo dejar de comprometerse en una lucha que le llevó al exilio un día de mayo de 1937.

En la entrevista que sostuvo con DEIA un año antes, Ra­món de la Sota recordaba aquel día en que tuvo que pasar de prisa el Bidasoa: «Fui víctima de la famosa ley de Responsabilidades Políticas —nos de­cía—. Esta era una ley terrorista: que­ría aterrar a la gente. Me quitaron todo, todos los negocios que heredé de mi padre. Antes de salir de Bilbao, tenía a mis órdenes a 15.000 hombres. A muchos de ellos les aterraron, las acusaron de cosas que jamás ha­bían hecho. Los embajadores de Inglaterra y de Francia me dijeron que yo no duraría ni 24 horas si entraba Franco».

Posiblemente los dos embajadores sabían de qué hablaban. De la Sota había trabajado en favor del nacionalismo vasco con tal fuerza, que cabían pocas dudas sobre cuáles eran sus ideas y la pasión con que era capaz de defenderlas. En el año 17, se presentó por el Partido Nacionalista Vasco, a diputado por el distrito de Balmaseda. Ganó. Aquel año, el PNV consiguió mayoría en la Diputación de Vizcaya —de 20, 11 pertenecían a ese par­tido— y Ramón De la Sota fue nom­brado presidente.

Al frente de la Diputación

No fue un presidente inactivo: du­rante su gestión se creó la Junta de Cultura Vasca, la Academia de la Lengua Vasca, la Orquesta Sinfónica de Bilbao. El Museo Arqueológico, el Etnográfico, el Conservatorio de Mú­sica vizcaína. El trabajo de De la Sota al frente de la Diputación no se limito sólo a dar un empujón a la cultura de la provincia vasca. Hizo más. Tanto, que cuando contestando una pre­gunta del entonces presidente del Go­bierno, Ramón De la Sota le dijo que la Diputación estaba administrando en Vizcaya, Romanones no se sintió satisfecho: «No están ustedes admi­nistrando —observó—. Están ustedes gobernando».

Tenía razón Romanones. Y, proba­blemente, también la tenía De la Sota cuando se justificaba diciendo que, tal y como estaban entonces las cosas, «nos convencimos de que para servir a la personalidad vasca hacía falta mandar. El nacionalismo es una cues­tión de continuidad. Y tiene usted que resolver las cuestiones según su es­tricta conciencia». Si alguien ve en estas palabras un aroma de autorita­rismo se equivoca. El talante demo­crático de Ramón de la Sota queda claro en este párrafo de la conversa­ción que mantuvo con él Martín de Ugalde y que publicó luego en su li­bro «Hablando con los vascos»: «Yo soy un enamorado del sufragio uni­versal libre y directo —le dice— y los hombres que elija el pueblo harán en cada caso y momento aquello que po­líticamente está más de acuerdo con las circunstancias, las aspiraciones y las metas propuestas por el pueblo mismo. Estos hombres, todos, hasta los que ocupan los puestos de Admi­nistración Pública más humilde, de­ben ser elegidos de esta manera com­pletamente democrática».

Una acusación extravagante

Los tiempos que trajeron los fusiles de quienes ganaron la guerra, no iban a ser precisamente tolerantes para hombres de las ideas de De la Sota. Tuvo que marcharse a su casa de Biarritz, a «Etchepherdía», un caserón verde y blanco que nació el mismo año que él, 1887.

Otros no pudieron irse. Y, si lo hi­cieron, lo pasaron bastante peor que De la Sota. Pero aún así, sus largos años fuera del lugar donde había na­cido, no fueron envidiables. En el 41 estuvo a punto de perderlo todo cuando los alemanes quisieron requi­sarle «Etchepherdía» y consiguió sal­varla en el último momento: el sena­dor de Vichi, Goyeneche, alertó a Petain y al embajador en la Francia lla­mada libre, José Félix de Lequerica.

Mientras ambos trataban de dete­ner a los alemanes, De la Sota se enfrentaba con otro problema que pudo ser aún peor: dos policías españoles le conminaron a presentarse ante el cónsul de Hendaya. Esta vez, la acusación no podía ser más extravagante: pretendían que Ramón de la Sota ayudaba al Partido Comunista de España. “El comunista es una idea tan respetable como cualquier otra y yo la respeto –diría muchos años después a Martín de Ugalde- lo malo es que ellos no respetan las ideas de los demás. (…) En el comunismo no me gusta nada su práctica dominante au­toritaria, sectaria».

Hacía falta mucha imaginación para acusar a Ramón de la Sota de ser o simpatizar con los comunistas. Ha­bía nacido y había crecido en una de las familias económicamente más po­derosas de Vizcaya y estaba básica­mente de acuerdo con el modo en que se había levantado aquel imperio. Se­ría engorroso detallar todas las em­presas que pertenecieron a su padre y que él heredó en agosto de 1936, pero sí se pueden citar algunas. Tenía algo más del 40 por ciento del capital de la Naviera Sota y Aznar, regentaba la Compañía Euskalduna de Construcción y Reparación de Buques, las minas de hierro de Sierra Menera, la Fábrica Siderúrgica del Mediterráneo, la Franco Española de Alambres y Cables de Erandio, fundó la compañía de seguros La Polar, tuvo oficinas abiertas en Londres, París, Nueva York, Rotterdam, Duisburgo y Atenas.

Juzgando a un hombre muerto

Ramón de la Sota apenas tuvo tiempo de hacerse con la herencia de su padre: diez meses después de reci­birla tuvo que escapar. Sí tuvo tiempo, de todos modos, de poner todos sus barcos —42— al servicio de la Junta de Defensa durante la guerra, para que fueran utilizados en la eva­cuación de la población civil.

La entrada de las tropas franquistas acabó con buena parte de la fortuna de De la Sota. Los vencedores hicie­ron algo que, 40 años después, seguía llenando de rabia a De la Sota: juzga­ron y condenaron a su padre, muerto hacía meses. Incautaron sus bienes e impusieron una multa de cien millo­nes de pesetas. También se quedaron con Ibaigane, su casa de la alameda de Mazarredo, en Bilbao, y la convir­tieron en Gobierno Militar. Ramón de la Sota creía saber quién había te­nido la culpa de todo aquello: «El ca­pitalismo vasco ha sido un terrible enemigo del nacionalismo. Por ejem­plo, el que mi padre fuera condenado después de muerto se debió a la envi­dia de los capitalistas vascos».

Él nunca aceptó de buen grado que lo etiquetaran de «capitalista».

Aceptó, en todo caso, haber sido un administrador, durante poco tiempo, de lo que había pertenecido a su padre.

24 horas en Bilbao

Tuviera o no razón, lo cierto es que en los últimos 41 años, sus ocupacio­nes estuvieron bien lejos del mundo empresarial. Se dedicó a trabajar en lo que más amaba: investigar las cosas del mar, hacerse con una impresionante biblioteca, seguir de cerca lo que pasaba en su País. Ayudó a la constitución del Laburdi Buru Batzar, escribió sobre la vida naviera de Viz­caya, atestó «Etchepherdía» de libros, cuadros, papeles, manuscritos… Y, de vez en cuando, pensó que le gustaría volver.

Fidel Rotaeche, un hombre que llevaba 61 años estrechamente vincu­lado a la familia De la Sota, se entristecía recordando que «él siempre dijo que no volvería mientras viviera Franco. Y era terco, ya lo creo, aun­que cuando se tiene una formación como la suya, el ser terco es una vir­tud. A la muerte de Franco pensó en volver.- lo hubiera hecho si la senten­cia por la que se le tenía que haber de­vuelto Ibaigane se hubiera cumplido. Han pasado tres años, y la sentencia no se ha ejecutado aún. Ahora, justa­mente, su hija le había convencido de que viniera y se disponía a hacerlo. Pero no le ha dado tiempo».

Tan sólo volvió una vez, en abril de aquel año 1978. Vino a pasar unos días, pero apenas estuvo 24 horas. No le gustó lo que vio. «Él pensaba que los hijos de los neguríticos, de los «renegados» como él los llamaba, tendrían postu­ras diferentes a las de sus padres. Creo que se dio cuenta de que no era así». El vistazo de abril no le dejó un buen sabor de boca, pero aún así te­nía deseos de volver. Y no para reco­rrer con Fidel Rotaeche los montes vizcaínos como hacía cuando era jo­ven, sino para recorrer Euzkadi andando y apuntando lo que veía.

Ahora   tendría   que   conformarse con moverse incansablemente entre sus papeles y escribir aún. Ni siquiera eso podrá ser. Ramón de la Sota dejó de soñar con sus barcos, sus libros, sus montañas en 1978.

POR: Beatriz Iraburu

DEIA, 6 de agosto de 1978

 

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