Ganar y perder

Al Gobierno vasco y a los partidos de la oposición les salva que los ciudadanos pasamos un kilo del cotorreo que se traen con los dichosos presupuestos. Muy triste, sí, la indiferencia o la desidia ante una cuestión en la que se juegan, y no de modo figurado, muchas alubias. Pero también es el resultado lógico de sumar un cuerpo social con tendencia creciente a la pereza y una jet-set política que pide a gritos ser mandada a esparragar. Lo pongo blanco sobre negro asumiendo la injusticia que supone la generalización. Soy consciente de que hay excepciones y de que no toda la tropa se ha resignado a verlas venir ni todos los mandos y aspirantes a mandos son unos desgarramantas que miran primero por su culo y por sus siglas. Sin embargo, al sacar la media a ambos lados un día que uno se levanta un poco atravesado, la conclusión es desoladora.

Voy al juanete que me duele, que son estas cuentas arrojadizas devueltas al redil tarde y regular. Nos decían que eran lentejas de deglución impepinable y tras una caída del caballo en el camino a Bruselas, resulta que había plato optativo: la prórroga como mal menor mientras se cocina algo que no amargue tanto. Un papelón por parte del ejecutivo, de eso no hay duda, pero al mismo tiempo, el cumplimiento de la teórica demanda de la oposición. Lo esperable habría sido un tirón de orejas inmediatamente antes de remangarse para ponerse a la tarea. Pues no: lo que hubo fue cohetes, olas y congas de la victoria, en la enésima reedición del cuanto peor, mejor. “¡Fracaso, fracaso, fracaso!”, se marcaron un ilustrativo hat-trick dialéctico EH Bildu, PSE y PP. Eso era lo que importaba, y me apresuro a señalar que si hubieran estado los papeles cambiados, el escenario habría sido exactamente igual.

Que no, que esto no va de ver cuánto tenemos y cómo lo repartimos mejor tirando de realismo, sentido común y honradez. Se trata de ganar. Aunque la sociedad pierda.

Puntos negros

Sigo en los túneles de Lutxana. Pura cabezonería, ya lo sé. Ocurre que no quisiera ser cómplice, ni siquiera en vigesimoquinta derivada, de la próxima violación. Porque ustedes y yo sabemos que ocurrirá, ¿verdad? Tal vez no exactamente en estos pasadizos ahora tristemente célebres, aunque tampoco sería tan extraño a la vista de la chapucera presunta clausura a base de unas cintas de plástico que cualquiera que quisiera franquearía sin mayor dificultad. Podría ser, por desgracia, en otro hito del rodeo que los y las viandantes tendrán que hacer tras el cacareado cierre; a mi el paso bajo la autopista, por ejemplo, no me inspira la menor confianza. Y si no es ahí, a trescientos metros, a quinientos, o a dos, treinta o cien kilómetros.

En realidad, cuando digo que sigo en esos túneles, no lo hago como referencia espacial concreta sino como símbolo de tantísimos lugares donde hay altas probabilidades de sufrir una agresión sexual. Deben de ser centenares en nuestro entorno, e incluso me consta que se han cartografiado por municipios, por comarcas, por territorios y hasta por comunidades, pues tengo el recuerdo difuso de su presentación en bienintencionadas comparecencias ante los medios. Otra cosa es que las interesadas, las probables víctimas, hayan llegado a saber de la existencia de esos mapas o estén a su alcance. Yo llevo tres días dando vueltas en Google y apenas encuentro apuntes fragmentados y dispersos.

Más allá de esa reveladora ineficacia comunicativa, ya decía ayer que es una falacia pretender acabar con las violaciones señalando en un plano los lugares en que se producen o, como ha sido el caso de Barakaldo, vedando el tránsito por ellos. Defiendo, claro, una arquitectura urbana que no se lo ponga fácil a quienes están dispuestos a cometer un delito. Pero aparte de que eso es cuestión de años y de que que se siguen construyendo ratoneras, insisto en que por sí solo no basta.

Túneles de la vergüenza

Se cuenta que en la época del bajito de Ferrol, un avispado subsecretario dio con una brillante solución para reducir drásticamente la gravedad del rosario de accidentes ferroviarios que ocurrían por entonces. Dado que el mayor número de víctimas se registraba entre los que viajaban en el vagón de cola, propuso eliminar de los convoyes el último coche. Cuando un machaca de la centuria que sabía sumar y restar le hizo ver en voz baja que en ese caso, el penúltimo pasaría a ser el último y se estaría en las mismas, el fulano se rascó la cabeza y concluyó: “Pues no va a quedar otro remedio que prohibir que los ciudadanos utilicen el tren”.

No se puede negar que la lógica de aquella luminaria del régimen era aplastante. Tanto como la que ha aplicado el ayuntamiento de Barakaldo para acabar con las agresiones sexuales en los túneles de Lutxana: se cierran y santas pascuas. Allá películas cómo se las tengan que apañar los y las que deben cruzar de un extremo a otro. Y mucho peor: que le vayan dando al derecho a circular con seguridad por los espacios públicos. Como sigamos profundizando en el argumento, el mensaje final será: “Mujer, si no quieres que te violen, no salgas de casa”.

Leo con tristeza y asombro que la medida se ha tomado de acuerdo con asociaciones de mujeres y tras consultarlo con los grupos políticos. Sigo esperando que fuera una disculpa inventada por el portavoz municipal que anunció la clausura. Si no llega el desmentido contundente, lo tomaré por una dolorosa claudicación. Por desgracia, debo añadir que tampoco me extrañaría. De un tiempo a esta parte, percibo horrorizado e impotente que todo lo que se hace frente a los ataques sexuales es ponerse tras una pancarta cuando han sucedido. Ya escribí que somos el copón condenando y rechazando. Lo de evitarlo lo tenemos atragantado. Y si hay que echarle la culpa a alguien, para eso están los túneles. Los agresores, encantados.

Revilla sí que sabe

De Miguel Ángel Revilla podría pensar que es uno de los centenares de caraduras simpáticos que uno se encuentra en la vida real, en la catódica o en ambas. Son tantos, que les alcanzaría para constituirse en especie aparte. Ahí entran desde el gorrón de las cuadrillas a quien no se le ha visto jamás pagar una ronda hasta el vecino que en el descansillo te da lecciones de organización comunitaria perfecta pero nunca está cuando hay que cambiar una bombilla de la escalera. Y, luego, claro, los de relevancia pública, como el presunto economista Leopoldo Abadía o, para no liar más la manta, el propio bigotón de Salceda, elevado en los últimos meses a catedrático de Democracia Avanzada I, II y III en determinados medios de comunicación y, fundamentalmente, en uno que vende a sus anunciantes carne indignada a tanto el kilo.

Es precisamente por esta presencia machacona y por el halo de verdad revelada que algunos le dan a sus chamullas por lo que mi juicio del personaje no se queda en la consideración que le daría a cualquier inofensivo jeta con labia. Súmese, además, que hasta anteayer como quien dice este fulano con solución para todo ejerció como presidente de una comunidad autónoma y se comportó igual o peor que cualquiera de los caciques a los que pone a bajar de cien burros.

Con el gorro lleno por sus fórmulas mágicas, el domingo me di un chapuzón en lo más profundo de la hemeroteca y a la salida tuiteé una de las piezas que capturé. Se trataba de un recorte del diairo Alerta de Santander de julio de 1973 en el que el individuo aparecía con el mostacho más negro y unas patillas King Size bajo este titular: “Brillante conferencia de Revilla Roiz ante la Guardia de Franco”. En la letra menuda, perlas cultivadas de la doctrina joseantoniana. Mi intención no era revelar su pasado falangista sino probar que el tipo siempre ha sabido colocarse a favor del viento que sopla. Nada más que eso.

El tic justificatorio

Aparte de estar unos cientos de metros por debajo de las expectativas y quién sabe si de lo moralmente aceptable, el problema del llamado suelo ético es su enorme fragilidad. Basta una coma mal puesta en una frase, un adjetivo de más o de menos, un gesto de interpretación múltiple o, directamente, una pedrada lanzada a posta para que le nazca un bache con amenaza de convertirse en socavón. Aún sin estrenarlo, el terreno sobre el que supuestamente pensamos edificar la convivencia futura ya luce —o sea, desluce— unas cuantas grietas. Quiero pensar que no son daños importantes, incluso que entran dentro del presupuesto de una tarea tan endiabladamente complicada a la que, para colmo, nos enfrentamos con poca experiencia y demasiado mediatizados por lo que hemos sido, dicho y hecho en el pasado reciente. Quiero pensar también que, si no todos, sí una gran mayoría está dispuesta a desprenderse de vicios adquiridos y, desde luego, a no alimentar nuevos.

Entre estos últimos me empieza a preocupar el que da título a esta columna: el tic justificatorio. Ojalá sean solo cosas mías, pero últimamente voy percibiendo en ciertos discursos y actitudes un fondo de disculpa —a veces implícita; a veces explícita— de la violencia. De todas las violencias, sí, pero especialmente de la de ETA. Parece como si se estuviera instalando o tal vez emergiendo a la superficie la idea de que, a fin de cuentas, lo que ocurrió fue un mal necesario o, de cualquier modo, una respuesta proporcional y motivada por una provocación previa. En algunos casos, esa lógica perversa en sí misma va un paso más allá y, conforme el calendario nos aleja del último atentado, se abre paso una suerte de reelaboración amable de los días del plomo. Vendría a ser el equivalente de los que dulcifican el franquismo recordando que instauró la Seguridad Social. De ahí a la amnesia voluntaria hay un trecho muy corto, tengámoslo en cuenta.

Nuevo modelo policial

Ya decía el torero que hay gente pa tó. Unos buscan unicornios, el arca de la Alianza o planetas habitados en el extrarradio de Alfa Centauri. Otros, sin duda más ilusos que los anteriores, pretenden dar con un nuevo modelo policial. Supongo que no es casualidad que en los últimos días me esté encontrando con tan idílica formulación en el encabezado de varias convocatorias de prensa firmadas por entidades de distinta finalidad social, obediencia ideológica y/o adscripción profesional. Si fuera tan mal pensado como los que sí lo son creen que soy, diría incluso que estos actos en pos del maderamen del futuro son contraprogramaciones recíprocas o intentos de sacar la cabeza en una carrera que, por lo visto, ya ha empezado. Quien enseña antes la burra o la moto, la vende mejor.

No es mi intención desanimar a los organizadores de estos encuentros, jornadas o sanedrines —gentes, por otra parte, inasequibles al desaliento—, pero debo manifestar mi escepticismo ante su empeño. Me temo que hay poco que rascar en lo que Max Weber [vaya columnista más pedante] bautizó como “monopolio legítimo de la violencia”. De Patagonia a Groenlandia, el asunto este de las porras funciona por un patrón muy similar, con una diferencia mínima, si cabe, en grados de urbanidad. Conste que no lo apunto como proclama antisistema, sino como pura constatación a fuerza de tragarme telediarios o películas, series y novelas del gremio.

Yo, que hace años agité frenéticamente mis rizos difuntos coreando con Eskorbuto “Mucha policía, poca diversión”, he alcanzado la convicción —dolorosa, no crean— de que es imposible prescindir de las fuerzas de seguridad. Asumido eso, me queda el derecho a reclamar que me den motivos para respetarlas en lugar de para temerlas. Lo que no puedo pedirles es que si me pillan robando el bolso a una ancianita, me saluden con una sonrisa y cambien de acera, según alguno de los nuevos modelos.

Venezuela, dos varas

Es para llorar todos los pantanos del plan Badajoz, pero me lo tomo con filosofía y resignación. Dos varas para hostiarse, dos varas para medir. La violencia es buena o mala, o sea, según cómo, según dónde, según cuándo y, muy especialmente, según quiénes. ¿Que me deje de jeremiadas y ponga un ejemplo concreto? Venga, va: Venezuela, convertida en campo de batalla por el pésimo perder del tipo ese que nos vendían como esperanza blanca y se ha retratado como un buscabocas al que le importa una higa derramar sangre. Y encima, con síndrome de capitán Araña, que en cuanto tiene embarcada toda la carne de cañón y caen los muertos sobre el asfalto, él se baja en marcha y se cambia el nombre por Andanas. Con el respaldo, el auspicio y la complicidad no disimulada de los autotitulados líderes del mundo libre y sus mariachis del concierto internacional.

Pero no son solo los mariachis. Luego están los palmeros, esa gente de orden que estos días luce brazalete negro en señal de duelo por la pérdida de Santa Margarita del Puño de Hierro. Es cosa de ver lo que se sulfuran y lo que ladran cuando el populacho sale a la calle a gritar su hartazgo o una partida de cabreados le echa el aliento bilioso en el cogote a un suseñoría. “Puro nazismo”, bramó indignada la que ahora jura que nunca dijo que los votantes del PP se quedan sin comer antes que sin pagar la hipoteca. Sin embargo, a la vista de los que al otro lado del Atlántico han salido a tomar con porras, bates y pistolas lo que no sacaron en las urnas, claman que hay que comprender al pueblo soberano que se rebela contra la tiranía.

En la contraparte, y con rostro igual de marmóreo, los que se pasan la vida pidiendo leña al mono hasta que hable suajili, se echan las manos a la cabeza y urgen al séptimo bolivariano de caballería a convertir en fosfatina a los disolventes. ¿Es mucho preguntar en qué quedamos? No espero respuesta. Ya sé que sí.