Será por modelos

¿De qué hablamos cuando hablamos de modelos? Mayormente, de todo y de nada. Es un tema de conversación como otro cualquiera, una manera de echar el rato mareando una perdiz atiborrada de Biodraminas porque ya se conoce el percal, o una excusa para marcar un paquete ideológico que es puro relleno. De aire, para más señas. Diría mi difunta abuela que mientras nos enredamos con los modelos arriba y abajo, por lo menos, no estamos en la droga ni haciendo botellón. Hay que encontrarle el lado positivo a todo, aunque yo, que soy un agonías, opino humildemente que al tiempo que nos liamos entre galgos y podencos, los que no tienen ninguna duda al respecto aprovechan para comernos la merienda y para que lo oscuro camine sin remisión hacia lo totalmente negro.

Pero si hay que hablar, ea, hablemos. En primer lugar, ponga sobre la mesa cada cual el suyo. Sin trampas, sin faroles, sin subirse a la nube ni a la parra. Dígase de forma diáfana en qué consiste la maravillosa fórmula de la felicidad y la justicia universales. Poniendo plazos, detallando minuciosamente cada paso con su explicación correspondiente y, sobre todo, probando su viabilidad aquí y ahora. Sí, sí: aquí y ahora. No sirven como referencia ni los mundos de Yupi ni un día de estos. Buscamos algo que nos saque de donde estamos, puesto que lo único en que parecemos haber alcanzado un cierto consenso es en que la situación actual nos disgusta.

Tic tac, tic tac… ¿Vale decir que mi modelo es exactamente el que se opone al vigente o al que nos ha traído hasta donde estamos? Valdría, claro que sí, si fuera acompañado de una alternativa contante y sonante. Los blablablás y los eslóganes de quedar como Dios nos los sabemos todos de memoria. Lucen preciosos en los titulares y en las arengas, pero a la hora de llevarlos a la realidad se vuelven humo, los muy joíos. ¿La realidad? ¡Anda! Pero… ¿un modelo tiene que funcionar en la realidad?

¡Vivan las caenas!

He escrito unas cien veces que recelo de la demoscopia —ya imagino la sonrisa de un par de amigos lectores que se dedican a esta suerte de nigromancia— casi tanto como de la eficacia de las escopetas de feria. Con las encuestas fallidas que guardo en la memoria se podrían envolver los ocho planetas del Sistema Solar y todos sus satélites. Si contara los fiascos que ya he olvidado, seguramente cubriría de papel mojado el Universo completo. Dicho lo cual, añado en flagrante y consciente contradicción que no dejo un barómetro dizque sociológico sin escudriñar. Debe de ser por vicio, porque mi espíritu es el del inasequible al desaliento buscador de premios bajo las tapas de yogur, porque en el fondo también pienso que algo tendrá el agua cuando la bendicen o —seré cínico— porque en ocasiones los datos que ofrecen las muestras confirman de pe a pa mis sospechas. Vale, mis prejuicios, si lo desean.

Me ha ocurrido con la última y suculenta entrega del CIS. En ella se cuenta que, de acuerdo a mis barruntamientos, no hay Cristo que confíe en Rajoy pero es aun más difícil tener fe en Pérez Rubalcaba. Simple reválida de una intuición muy extendida, no me detengo mucho ahí. Prefiero hacerlo en otro titular: las tres instituciones mejor valoradas en España —lean el Estado si les va a doler menos, aunque esta vez no hay paliativo— son, por este orden, la Guardia Civil, la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas. Puede que me pase de cabrón con tanta mayúscula inicial, pero a lo mejor esta vez sí es necesario que escueza antes de curar… si es que hay cura.

“¡Más motivos para la independencia!”, se vendrán arriba dos o tres. Sí, creo que ahora mismo, no sé si en Txiberta o en Txillarre, están redactando la declaración. Recuperado el realismo, dirijo mi incómoda voz sobre y so Pancorbo para preguntar si bajo el “¡Sí se puede!” no escuchan, como yo, un “¡Vivan las caenas!” que acojona una barbaridad.

Ponernos a la tarea

La revolución eternamente pendiente es la de las actitudes individuales. He ahí el corolario de las últimas columnas que les he disparado a bocajarro para cabreo, seguramente justificado, de quienes ya tienen bastante con su cruz para que les venga un Pepito Grillo de buena mañana a echarles vinagre en la herida. Bien hubiera querido iluminarles el día con tiroliros preñados de optimismo o, en su defecto, con unas hostias dialécticas bien dadas a cualquiera de los peleles de ocasión. Como ya sabrán, soy genéticamente incapaz de lo primero, y aunque tengo cierta maña demostrada en lo segundo, de vez en cuando el estómago moral me pide algo más nutritivo para no tener la impresión de chapotear siempre en la superficie de este charco llamado actualidad.

Lo que he intentado transmitirles —con desigual acierto, a juzgar por algunas reacciones— es que no siempre los demás son los culpables de todo lo que nos pasa. Y no, tampoco me voy al extremo autoflagelante y masoquista de cargar sobre nuestras espaldas el hundimiento del Titanic, la muerte de Manolete o los cuelgues de Windows. Ni tanto ni tan calvo. Solo digo que al simplificar la realidad entre los que la hacen y los que la padecen y, sobre todo, al censarnos entre estos últimos, estamos renunciando a nuestra capacidad para hacer que las cosas cambien.

No hablo de un revolcón a escala planetaria en diez minutos, diez días o diez semanas. Me refiero a pequeños pero firmes pasitos en nuestro entorno inmediato. Echar una mano al de enfrente en lugar de venirnos arriba discurseando sobre la injusticia universal. Dejar de consumir aquello que sabemos a ciencia cierta que ha sido producido por medios nada éticos. Mandar al cuerno a los que viven como Dios de la venta de milagrosas alternativas de humo. Sustituir o, como poco, complementar la queja y la excusa ritual por cuestionarnos si podemos hacer algo. Y si es que sí, ponernos a la tarea.

Made in Bangladesh

Unos cien, sobre doscientos, alrededor de trescientos, cerca de cuatrocientos. En Bangladesh los muertos se cuentan a ojo y se lamentan de oído con mantras, cantinelas y letanías que sirven igual para monzones, epidemias o, como ha sido el caso, establos para semiesclavos que se vienen abajo. Tiene su mérito que, pese a la frecuencia con que ocurre, seamos capaces de hacernos siempre de nuevas en la inevitable carrera de la denuncia indignada. Benditos compartimentos estancos de la conciencia, que nos permiten una suerte de compromiso intermitente sin riesgo de conflicto con nuestras actitudes contantes y sonantes.

Lo bueno de estas tragedias es que es tremendamente sencillo identificar a sus culpables, esos pérfidos emporios neocolonialistas que practican sin un temblor la explotación a miles de kilómetros. “¡Que se sepan sus nombres!”, clamamos con (efímera) rabia de fiscales justicieros, pasando por alto que podríamos instruir ese proceso tan solo echando una ojeada al contenido de nuestro armario. Pero, claro, nacimos angelicales e inocentes, con una absolución ad eternum válida para acciones u omisiones. ¿Cómo vamos a ser malos, si hay otros mucho más malos que nosotros, esos demonios que nos tientan con su chollos irresistibles colgados de perchas que son la versión moderna del Árbol del Conocimiento? ¿Quién va a ceder frente a unas deportivas de cien euros rebajadas a la mitad? Además, ¿no lo hace todo el mundo? ¿Qué garantías hay de que mi humilde frustración o mi abnegada renuncia vayan a servir para acabar con las desigualdades y las injusticias? Y así, hasta dos millones de preguntas dispensatorias que se resumen en una única idea: lo que falla es el sistema.

Luego, calzados y vestidos a la moda low o no tan low cost e impermeabilizados contra la incómoda sensación de complicidad, dictamos sentencia condenatoria mientras echamos el ojo a la próxima ganga made in Bangladesh.

La clase obrera

Primero de mayo en la más cruda de las intemperies, y la clase obrera con estos pelos de haber metido el dedo en el enchufe. ¿La clase qué? Ande, señor columnista, no nos venga con antiguallas de rojo con artritis mental y sin cambiar de muda ideológica en años. Esa que dice usted se nos fue por el desagüe de la historia mientras el retén de guardia celebraba un gol, ya no me acuerdo si de Butragueño o de Sarabia. No hubo modo de salvarla. Hay quien chismorrea que fue un suicidio ritual, como aquel famoso de Guyana, pero también quedan dos o tres recalcitrantes hochiminianos que, cuando no están sedados, alborotan el frenopático con la especie de que fue un asesinato en masa planificado a medio camino entre Wall Street y la City de Londres.

¡Vaya! Se ve que estaba de Dios, o sea, de Marx, que al escribir sus obras no cayó en que toda su doctrina acabaría siendo un manual de instrucciones inverso para el monstruo que pretendía derribar. Quién le iba a decir al bueno de Don Carlos que lo de enfrentar al enemigo con sus propias contradicciones se llevaría a la práctica desde el otro lado de la barricada. A la postre, ha sido el capital el que ha sabido volver tarumbas a los currelas a fuerza de hacerles creer que si se empeñaban un poco (nótese el doble sentido del verbo), podrían hacer añicos el techo de cristal y elevarse por encima de su destino. Con qué ingenuidad se decía que el patrón sería ahorcado con una de sus propias sogas. Fue exactamente al revés. El obediente y confiado trabajador confeccionó la cuerda que, una vez pagada de su bolsillo en cómodos plazos, ajustó sobre su cuello. Fue el crimen perfecto. Y la lástima es que lo volvería a hacer.

Lo que no saben los que se alegran al ver las calles otra vez llenas de pancartas es que buena parte de quienes las portan no quieren superar ningún modelo ni cosa parecida. Aspiran a volver a soñar que pintan algo en este Monopoly.

Fiasco islandés

Bonito chasco. Parece que Islandia no es la Ítaca alegre y combativa que nos habían estado vendiendo en los últimos meses. ¡Qué loas encendidas mereció la heroica población que, a diferencia de los melindrosos mansos del sur —o sea, nosotros—, plantó cara a los causantes de su ruina! Ese era el cuento de hadas y sirenas que nos colocaban a la mínima oportunidad ciertos miembros del progrerío fetén que algún día acabaremos de identificar como la panda de reaccionarios fachuzos e indocumentados que son. Sí, indocumentados. Tanto como, por ejemplo, este humilde escribidor de columnas, que también había leído los cuatro o cinco edulcorados reportajes que describían el presunto milagro. La diferencia es que el escepticismo envejecido durante lustros en la barrica de la cruda realidad me hacía poner en cuarentena ese retablo de las maravillas que se nos presentaba. Como a cualquiera, el fenómeno me parecía interesante, incluso fascinante, pero a falta de toneladas de datos, preferí callar y esperar a ver dónde derrotaba el asunto. Mientras, los que decretan que las cosas son tal como figuran en su cabeza y no como ocurren a ras de suelo siguieron cantando a voz en grito y de oído las excelencias de una revolución que no era tal.

No me alegro en absoluto de que los sueños más hermosos se vengan abajo con estrépito. Habría dado mucho por que el hechizo islandés no hubiera acabado como cualquier historia vulgar. Pero, precisamente porque he tenido que ir a demasiados entierros de ideales que parecían llenos de vida, mi rabia mayor no es ya por el triste desenlace, sino por la actitud de tanto charlatán de feria y tanto alimentador de esperanzas vanas. ¿Habrán aprendido algo? No lo creo. Unos andan escondidos silbando a la vía. Otros aguardan que caiga del cielo un nuevo modelo sobre el que pontificar. Y no faltan los que empiezan a decir que los islandeses son idiotas. Rostro no les falta.

La última crisis

De la última crisis salimos sin enterarnos. Un buen día —imposible recordar si era martes o jueves— extendimos la palma de la mano hacia el cielo y resultó que habían dejado de caer chuzos de punta. Así, sin más misterio ni parafernalia. Pudieron haber quedado en evidencia los profetas que habían ido vaticinando mil fechas diferentes para la resurrección o aquellos, más cenizos, que aseguraban que nunca volveríamos a ver el sol. Pudieron, sí, pero se salvaron de la rechifla porque en el mismo instante en que sentimos que cedía la opresión del pecho y del zapato, la memoria se nos volvió gaseosa. Todo ese tiempo de negrura y aflicción empezó a sernos ajeno hasta que se nos separó completamente del cuerpo, que de nuevo estaba de jota y con ganas de darse un homenaje. Nos aguardaba una prosperidad por estrenar. Nadie tenía un minuto que perder dejando fe de la penuria pasada, sus cómos y sus porqués. Ni por lo más remoto sospechábamos que no tardaríamos demasiado en necesitar aquellas lecciones que renunciamos a aprender.

Lo cuento con un lirismo que seguramente está de más y, de propina, lo cuento mal. La primera persona del plural con que arrancaba es clamorosamente falsa. Digo que salimos, cuando lo cierto es que muchos —muchísimos— no lo hicieron. La abundancia que ahora sabemos efímera ni les rozó. Se quedaron en la cuneta mientras algunos de los que les habían hecho compañía, por ejemplo, en la cola del paro decidían en los catálogos de Mundicolor si Punta Cana o la Riviera Maya. ¿Remuevo alguna conciencia social de nuevo cuño si descubro que ya entonces los bancos desahuciaban a porrillo y que, en lugar de solidaridad, había codazos para quedarse con los pisos que salían a subasta? Entre los mismos que no hacía tanto habían tenido el agua al cuello y alguno de los que probablemente hoy están a punto de ahogarse. De la última crisis salimos (no todos) sin enterarnos. Y sin memoria.