Como poco, canallas

(*) Escrito antes de que se supiera que la diputada del PP Andrea Fabra gritó «¡Que se jodan!» mientras Rajoy anunciaba el brutal recorte de las prestaciones a los parados.

—000—

Comprobada la inutilidad de los argumentos racionales, y aunque sea una claudicación para quienes vamos por ahí apelando a la cordura, sólo quedan los que salen de las vísceras. Bien quisiera uno contar hasta mil, respirar profundamente, armar una sonrisa presentable y explicar por enésima vez por qué hasta el que reparte las cocacolas sabe que la brutal tarascada a nuestros derechos que anunció Rajoy el miércoles nos acerca más a la extrema unción que a la curación. Ahí está Grecia, ¡joder!, como ejemplo de lo que pasa cuando únicamente se practican sangrías y amputaciones. Pero ya digo que es en balde hacer acopio de asertividad e inventariar lo evidente. Por eso llego aquí con la bilis más allá del punto de ebullición a acordarme de toda la parentela presente, pasada y futura de los canallas que han perpetrado esta nueva infamia.

Sí, canallas, que aun es precio con descuento, no vaya a ganarme una querella por llamarles lo que de verdad tengo en la punta de la lengua. Y no ya por el qué sino por el cómo, que hay que estar hecho de la peor mugre para saludar con una ovación y rostros sonrientes el anuncio de lo que hasta el periódico más facha llama “el mayor ajuste de la democracia”. ¿Se puede saber de qué se descojonaban —no me lo invento, hay imágenes— Soraya pansinsal, Mister Burns-Montoro, el paquete De Guindos, ese peligro público que atiende por Gallardón o todos los demás chiripitifláuticos que apoyan su culo blindado en el banco azul? Ellos, claro, y los del gallinero de la mayoría absoluta, con Alfonso Alonso y Leopoldo Barreda en vanguardia de la carcajada en nuestra puñetera cara.

No contesten. Era una pregunta retórica. Además, ya tienen bibliografía presentada: con la misma algarabía festiva le hicieron la ola en 2003 a Aznar cuando metió a España en la guerra de Irak. Como entonces, los que van a sufrir ahora son otros. Y eso, faltaría más, hay que celebrarlo.

¿Cuándo nos vamos?

No soy ni seré jamás antiespañol. Lo que ocurrió realmente en 1512 me interesa sólo porque el saber no ocupa lugar pero no me vale, medio milenio y cien mil mestizajes después, como sustento para una reivindicación actual. Qué voy a decir, aparte de que me pongo rojo como un fresón por la vergüenza ajena, de la conversión de Sancho III, un déspota medieval como el que más, en Antxo Handia, magnánimo rey de una Vasconia presuntamente feliz que no pasaría una ligera prueba del algodón. Y si nos ponemos en anteayer, más allá de la indudable figura histórica que es y de las facilonas lecturas sobre su obra, tampoco me veo reflejado en el espejo de Sabino Arana.

Resumiendo: no encajo ni por casualidad en el canon, el estereotipo o, si lo prefieren, la caricatura al uso de los que piensan que los que vivimos en este trocito de tierra entre el Ebro y el Adour tenemos derecho a decidir lo que queremos ser de mayores. Pues, léanme los labios, soy uno de los que defienden con firmeza y convicción esa idea. Ya les digo que no es porque crea que tengamos un destino manifiesto señalado en nuestro glorioso pasado ni porque eche las muelas al ver una rojigualda. De hecho, y en esto también voy por libre, lo mío pretende ser más un análisis que un sentimiento. Simplemente creo que, sin dramatismos ni aspavientos, ha llegado el momento de que iniciemos un camino distinto al de España. No un “Ahí te pudras, hasta nunca”, sino más bien un “Espero poder ayudarte y que me ayudes”.

Dejo para otra columna o para una tesis la explicación de cómo barrunto que se podría hacer eso. En realidad, y aquí viene el jarro de agua fría, me temo que no hay prisa. Las fuerzas políticas que sostienen matiz arriba o abajo lo que acabo de expresar no parecen por la labor de pasar del dicho al hecho. Se entretienen tildándose de derechosas y españolazas o estalinistas, pero no terminan de hacer las maletas. Basagoiti se ríe.

Del verbo condenar

Algunas palabras se pasean por el diccionario hasta las cachas de esteroides y anabolizantes. Así ocurre que cuando nos las llevamos a la boca para decirlas, en lugar de la turgencia esperada por su golosa pinta, nos encontramos una masa correosa e insípida como la de los filetes infiltrados con clembuterol. El verbo condenar pertenece a esta especie léxica hinchada que malamente sirve para quitarse el hambre de expresar un sentimiento o una idea. De tanto y tan mal que se ha usado en su tercera acepción —sinónimo de reprobar—, ha acabado reducido a muletilla, lugar común, salida de compromiso… o motivo para enrocarse en la negativa a pronunciarlo cual si fuera un Rubicón sin vuelta atrás.

Es digno de estudio el instinto atávico que a unos les lleva, por ejemplo, a no condenar el franquismo ni por el forro y a otros les conduce a resistirse con uñas y dientes a condenar un crimen de ETA. Y lo que es de frenopático sin matices es cuando los primeros y los segundos se lanzan mutuamente a la cabeza sus respectivos empecinamientos en el no, no y no. ¿Algún día se darán cuenta de que son anverso y reverso de la misma moneda acuñada a golpe de intolerancia e inmovilismo?

Con candidez creímos muchos que esa fecha para apearse del burro de piedra había llegado con el ‘Nuevo tiempo’ que tanto invocamos, por lo visto, en vano. Ayer se habría venido abajo el Congreso de los Diputados dejando a muchos con el argumentario congelado en la glotis si los representantes de Amaiur hubieran roto el maldito tabú. Si todos los asesinatos son susceptibles de condena sin paliativos, el de Miguel Ángel Blanco es, por su crueldad gratuita añadida, el más idóneo para iniciarse en el moralmente saludable hábito del rechazo explícito. Luego vendrían los demás. Pero no. Todo se quedó en el manido comodín del público: “Nos remitimos al tercer punto de la declaración de Aiete”. Otra oportunidad perdida. Y van…

El códice rajoyano

Decían que a Zapatero le gustaban las fotos más que a un tonto una tiza, pero en apenas seis meses Rajoy ya tiene un álbum de mayor volumen que el que coleccionó el leonés en dos legislaturas. La última, salvo que en las horas que median entre la entrega y la publicación de esta columna haya habido otra, que podría ser, lo muestra con gesto magnánimo entregando al arzobispo de Santiago el dichoso Códice Calixtino tan negligentemente custodiado en la Catedral de los botafumeiros volanderos. “Y la próxima vez tenéis más cuidado”, parece decirle en la instantánea el registrador de la propiedad en excedencia al baranda eclesial.

La suerte es que era domingo y que los temibles mercados no están muy pendientes de estos ecos de sociedad localeros, porque si no, haría ya un buen rato que los hombres de negro estarían instalados en Moncloa barriendo las migajas del bienestar que aún quedan en la piel de toro. Si necesitaban alguna prueba más de la nula seriedad imperante al sur de los Pirineos, esa imagen berlanguiana del prócer obsequioso y suficiente junto a un encasullado vale por cien auditorías. Y menos mal que no estaban Cospedal o la lideresa Aguirre tocadas con peineta y mantilla española.

El retrato ha sido, en cualquier caso, el digno final del chusco asunto del robo del incunable. Al principio nos hicimos ilusiones de una trama a lo Dan Brown, con lo más granado del hampa internacional y poderosísimos intereses de fondo, y ha resultado una cutre actualización de la picaresca del siglo de oro. Ni traficantes de arte a gran escala, ni sectas milenarias, ni banqueros suizos. Todo se ha quedado en un chispas rebotado con tendencia a la cleptomanía, un deán escapado de alguna obra de Wenceslao Fernández Flórez y unos brazos tontos de la ley que han tardado un año entero en echar el guante a quien ahora dicen que siempre fue el primer sospechoso. Vamos, lo normal, la marca España.

Los Bielsa

Hace ya unos cuantos lustros que el forofo que me habitaba se marchó, creo que a Ipanema, harto de que le pusiera en duda cada penalti que él veía a tres metros del área y hasta la coronilla de mis molestos comentarios sobre lo bien que estaba jugando el contrario. Lo señalo para dejar claro que no vengo a sumarme ni a los tirios ni a los troyanos que, llevados por la querencia que aquí profesamos a las banderías, se han apresurado a hacer causa con o contra. Por una parte, me faltan datos para inclinarme por Bielsa o por el Athletic en este peculiar episodio que nos ha sido regalado para quitarnos de encima la tontera de estar dándole vueltas y vueltas a la prima de riesgo, el rescate y me llevo una. Por otra, me parece irrelevante que haya alguien que tenga o deje de tener la razón en un asunto que, comparado con los mil que nos toca poner en fila india en un informativo o en una portada, es apenas una anécdota o una entretenedera para porfiar en Twitter o en la barra de un bar, que vienen a ser lo mismo.

Dicho todo lo cual, y aun a riesgo de caer en aparente o flagrante contradicción, me declaro bielsista. No de Marcelo en concreto ni de sus métodos para conducir un equipo de fútbol, que no soy quien para evaluar, sino de todas las personas que, no apellidándose como el rosarino, pertenecen a su estirpe. En un mundo donde se estilan, y cada vez más, la indolencia, la sonrisa de cartón piedra y el desvío de la mirada como estándar de relación social, los Bielsa —grandísimos cronopios, diría Cortázar— están abocados a perder siempre.

Su condena es tal que ni siquiera pueden disfrutar de sus éxitos porque no los cifran en lo mismo que cualquier común y conformista mortal. Y ahí es donde se produce la gran colisión, cuando un cero más a la derecha en un cheque se revela incapaz de comprarlos. No buscan dinero. Sólo que se hagan las cosas tan bien como intentan hacerlas ellos.

Imputados

Como aquel entrenador de natación que se conformaba con que no se le ahogara ninguno de sus pupilos durante una competición, yo me doy por satisfecho con haber podido leer la palabra “imputados” junto a los apellidos Rato, Acebes y compañía. Por desgracia, me temo que no podemos aspirar a mucho más que eso en la querella abierta en la Audiencia Nacional por el pufo de Bankia. Es cierto que vimos a Mario Conde y a algún que otro pardillo en la trena, pero aparte de que les llevaron a una de cinco estrellas, aquello fue más por una venganza personal que por ganas de hacerles pagar sus fechorías en Banesto. Bastante será que lleguemos a asistir a su sudorosa y nerviosa toma de declaración ante sus señorías. Qué foto para enmarcar.

Mientras llega ese momento, nos cantarán las mañanas con la presunción de inocencia y lo perverso de los juicios paralelos. ¡Ja! Con otras cuestiones no se andan con las mismas chiquitas ni se ponen tan garantistas. Esta vez, claro, la cosa cambia porque no va de pelanas o maletes de manual, sino de auténticos masters del universo. Ahí están, nada menos, dos apóstoles de Aznar: su vicepresidente y en una época ojito derecho, y su brazo —también derecho, faltaría más— ilegalizador. Estos, que según el auto del juez Andreu, pudieron falsificar cuentas y estafar a miles de accionistas, son los que en un tiempo hacían la ley.

No olvidemos a los otros 31 y, especialmente, a los que tienen un carné. Catorce del PP, dos del PSOE, otros dos de Comisiones Obreras y uno de Izquierda Unida. Ese simple enunciado, la mera combinación de números y siglas, vale por un millón de pruebas periciales o de declaraciones de testigos. Si añadimos que por sestear en el Consejo de Administración y aprobar lo que les pusieran delante se apañaban entre 130.000 y medio millón de euros (excluyendo los directivos profesionales, mejor pagados), queda casi todo explicado, ¿verdad?

De profesión, pensador

Cada vez resulta más incomprensible que todo esté tan mal, con la cantidad de eruditos que tienen la receta infalible de la felicidad universal. Dieciocho de ellos se juntan de una tacada a partir de hoy en Bilbao, bajo el auspicio bienhechor del mecenas López. Si hace unos días soltó 300.000 leureles de las inagotables arcas públicas para traer, entre otros prodigios de la lira, a Imanol Arias o Juan Echanove a un festival poético con menos seguimiento que la carta de ajuste del Canal Natura, es de esperar que haya sido igual de generoso en el alquiler de la masa gris más florida y granada entre el Volga y el Misisipi. Y será por ínfulas, que pudiendo haber titulado el sarao “A ver si se nos ocurre algo” o “Vamos a darle una vueltilla a la cosa”, lo han bautizado “Ideas para cambiar el mundo”.

Se me dirá, seguramente con razón, que debería arrodillarme y lustrar con mi lengua el suelo que pisan los excelsos cráneos convocados al evento. Sin rubor reconozco que tengo en alta estima a varios de ellos —a otros no los había oído nombrar en mi vida, tan bruto soy— y que encuentro brillantes algunas de sus reflexiones. Pero luego los veo en el programa de mano o en la nota de agencias presentados como “reputados” o “prestigiosos” pensadores y corro instintivamente a calzarme la armadura. Simplemente, me chirría que el pensamiento se convierta en profesión y salvoconducto para ir de feria en feria, de bolo en bolo, contando a los lugareños cómo deberían ser las cosas y cómo no son. Repitiendo los mismos chistes, hoy en Patxinia, mañana en Helsinki, pasado en Matalascañas.

Todo eso, además, sin perder de vista quién los recluta y para qué. La gran maldición de la intelectualidad, incluso de la que se proclama más libre, es que está sujeta a caché. En eso no se diferencian de Bisbal, y los inspiradores gintonics van ya a doce y hasta catorce napos. Y claro, quien paga pide algo a cambio