El fin del mundo

Dicen que esta vez va en serio, que el mundo y la vida que hemos conocido están a un cuarto de hora de hacer el catacroch definitivo. Sin necesidad de que nos atice de lleno un meteorito o se nos lleve una marea gigantesca patrocinada por el cambio climático, llegará un armagedón de pantalón largo que nos devolverá de un rato para otro de la era del Iphone a la de la alpargata. Todo será caos, frío, oscuridad y desolación. Muy tarde para arrodillarse y entonar el Yo, pecador —por mi culpa, por mi gravísima culpa, bla, bla, bla— porque hasta Dios, en su versión tradicional con barba y triangulito en la cabeza o en la moderna con la M de Mercados en la coronilla, perecerá en el trance. Estaremos solos frente a nuestro negro destino.

Confieso que para ese trozo medio nihilista de mi que siempre ha sentido fascinación por el abismo la profecía apocalíptica resulta tentadora. Mal de muchos, ya se sabe, joroba menos. Siendo una putada quedarse de golpe sin curro, sin banda ancha y sin el marianito de los domingos, a lo mejor la desgracia propia se compensaba con la malvada satisfacción de ver, qué se yo, a Botín con las bermudas rojas deshilachadas excavando con sus manos la tierra para encontrar una raíz que llevarse a la boca. Mola la imagen, ¿eh? Ya, la pena es que eso no ocurrirá, porque todas las veces que la humanidad se ha ido al carajo desde la noche de los tiempos, que han sido unas cuantas, los de la estirpe del banquero fashion-victim han resultado indemnes. De hecho, lo normal es que salieran de cada batacazo con la cartera (aun) más abultada.

Resumiendo, ni crisis sistémica ni leches en salsa verde. El mundo, metonimia —el todo por la parte— que utilizamos para nombrar el capitalismo, se acaba por parciales y selectivamente. El día que se agota la prestación por desempleo, ya te puedes dar por fumigado. Pero tú, sólo tú. Los demás siguen en la rueda y algunos nunca caen.

España soberana

Veo la apuesta de Iñigo Urkullu y la subo. Decía ayer el presidente del EBB que parece que el Gobierno español no tiene soberanía. Sobra el primer verbo. No es que parezca, es que no la tiene. En la piel de toro —incluyo Portugal y los territorios insulares anejos— lo único soberano que debe de quedar a estas alturas es el brandy rascapechos que se publicitaba apelando a la testosterona. Todo lo demás son cervices inclinadas y ronzales de los que tira una correa que llega a Bruselas, que no es la capital de Bélgica que nos enseñaban en la escuela, sino el nombre dulcificado de Berlín. Es al pie de la puerta de Brandenburgo, símbolo de libertad u opresión según la cambiante historia de esa entelequia llamada Europa, donde se hace restallar el látigo. Y todos los demás, a joderse y a bailar al ritmo de los fustazos, que más cornadas dan los mercados.

Es cómico y trágico al cincuenta por ciento que los que se envuelven en la rojigualda y se proclaman quintaesencia del patriotismo hayan capitulado ante el invasor sin oponer la menor resistencia. Claro que tampoco es tan raro. En la Francia ocupada, los colaboracionistas presumían de ser los primeros adalides de la grandeur. Los nazis, que como la mayor parte de los criminales, no tenían un pelo de tontos, les dejaron seguir creyéndose los hijos de Napoleón y les regalaron alcaldías, prefecturas y hasta el mismo gobierno para que hicieran por ellos el trabajo sucio.

Salvando alguna que otra distancia, hoy al sur de los Pirineos estamos en las mismas. Nominalmente, hay un Gobierno en Moncloa. A su frente están un registrador de la propiedad de Pontevedra, una joven ambiciosa que todavía no ha empatado un partido, un charlatán que vendía peines y subprimes y un contable gris que parece sacado de una película de José María Forqué. Su función es firmar, vestir el muñeco y callar. Háblenles a estos de soberanía, a ver qué cara se les queda.

Miénteme

La verdad y la política nunca se han llevado bien. Da igual las siglas o las presuntas ideologías en que nos fijemos, los discursos, las proclamas y hasta las actitudes llevan indefectiblemente cuarto y mitad de engañifa, de pose, de disimulo o de trile mezclado con trola. Nos mienten por principio y por sistema, incluso en los asuntos más triviales o cuando no sería necesario en absoluto. A veces, por pura inercia, simplemente porque han perdido la costumbre o la facultad de decir las cosas sin maquillarlas, sin reservarse una parte de la información por temor a que tarde o temprano pueda volvérseles en contra o porque mola sentirse dueño de un secreto, aunque sea una chorrada que no va a ningún sitio. Están convencidos de que el fin, sea el que sea, justifica los medios y nadie les va a apear de esa mula.

No, nadie, porque lo que he descrito es posible gracias a la complicidad —a veces, por omisión y desidia, pero en muchas ocasiones también por acción y convicción— de todo un cuerpo social que lo ampara y lo legitima. Nos quejamos mucho en la barra de un bar, en las encuestas del CIS y del Eukobarómetro o en columnas como esta, pero cuando llega la hora de contar las papeletas, resulta que, nombre arriba o abajo, acabamos renovando los mismos contratos. Aplicamos poco más o menos el mismo principio que la CIA con el dictador nicaragüense Somoza en los años 70: sabemos que esos a los que votamos son unos mentirosos, pero son “nuestros” mentirosos.

El resultado de esta connivencia sorda es que las mentiras crecen en tosquedad y ordinariez cada día. Un rescate del sistema bancario, que viene a ser como la quimioterapia más salvaje para el cáncer económico, nos lo hacen pasar por un motivo para dar saltos de alegría. Más cerca, unos multiplicadores de deudas por ocho que han dejado el bienestar en las raspas se ufanan de no haber tirado de tijera. La culpa será de quien se lo crea.

Peor que un pucherazo

Tienen razón los basagoítidos al ofenderse por la acusación de pucherazo a su plan para cuadrar el círculo electoral vascongado. Al lado de lo que pretenden y de cómo lo están pergeñando, un pucherazo de los de toda la vida es algo casi decente. Cuando los veinte nigromantes del derecho terminen sus alquimias ponzoñosas para sacar toneladas de oro de unos kilos de plomo, habrá que convocar otro sanedrín de eruditos del lenguaje para que busquen nombre a la obra. La palabra más gruesa de los diccionarios vigentes se quedará corta para definir el engendro que resulte de los manejos del escuadrón de matarifes a los que Fernández Díaz ha encargado que conviertan en morcillas los cuatro cochinos de la legalidad que se habían salvado de las últimas matanzas.

Hay quien sostiene que este chabacano tejemaneje es una entretenedera o un teatrillo para aplacar a los talibanes del victimeo haciéndoles creer que se está trabajando para conseguir algo que se sabe imposible. Como para fiarse y no correr. Uno, que tiene memoria y la ejercita, recuerda perfectamente que lo mismo se decía hace doce años, cuando comenzaron los primeros escarceos sobre la ilegalización. Aquello que los más confiados decían que jamás pasaría acabó pasando, vaya que sí.

Con todo, incluso si esta vez la cosa se queda en amago, el espectáculo al que estamos asistiendo no dejaría ser digno del sulfuro que voy gastando en esta columna. Sólo en un lugar donde la ley, lo legítimo y lo moral valen menos que el cuesco de un mono se pueden tomar en serio las paridas de un presunto jurista-de-reconocido-prestigio para justificar el tocomocho. Como la repugnante trola de los chopecientos mil exiliados canta la Traviatta, la luminaria que atiende por Fabio Pasqua saca la manga pastelera más ancha de la galaxia y convierte en fugitivo de ETA a todo quisque que un día estuvo censado por aquí arriba y ya no lo está. Así cualquiera.

La muerte de Manolo

No es cierto que siempre se vayan los mejores. Los cabrones con pintas también palman y, por pura estadística —son más—, con mayor frecuencia. Sin embargo, a los que no tragamos que la muerte nos hace buenos, sus óbitos, tránsitos o trances nos dicen más bien poco tirando a nada. Si la noticia te agarra filosófico, te da por reflexionar un segundo sobre, Kundera me perdone, la insoportable levedad del ser; tanto esfuerzo por aumentar el caudal de la hijoputez para acabar, como todos, siendo menú de gusanos o un puñado de ceniza. Literalmente, tanta gloria lleven como paz dejen o, en términos más prosaicos, uno menos.

Es curioso que estos difuntos que me son casi indiferentes hayan sido los primeros en venirme a las teclas, cuando lo que yo pretendía —y de hecho, pretendo— es dedicar estas líneas a la memoria de Manolo Preciado, que era justo lo contrario de lo que acabo de describir. Será, supongo, porque aún no he sido capaz de poner en orden el tropel de sentimientos que me ha provocado desayunarme con la noticia de su fallecimiento. ¿Cómo es posible que la desaparición de alguien con quien no tenías el menor contacto te alcance de lleno en la boca del alma? No tengo respuesta y creo que no quiero tenerla.

De vez en cuando hay que mandar a la razón a darse un garbeo con su escuadra, su cartabón y su tiralíneas. Además, aquí no hay mucho que explicar ni sobre lo que levantar grandes teorías. Es el terreno de los poros de la piel y de las entrañas. Simplemente, acusas el golpe o no lo acusas. Y yo estoy en el primer caso, dejándome invadir sin intención de oponer resistencia por pensamientos que un día cualquiera mantendría a raya. Pero hoy no, porque ha muerto un antihéroe, una persona buena en el sentido machadiano, alguien que calló mucho más de lo que dijo, que llevó por dentro un sufrimiento intolerable y, sobre todo, que no dejó nunca de ser un tipo normal. No quedan muchos.

Un basura de debate

Aunque le llames “planta de valorización energética de residuos sólidos urbanos”, una incineradora sigue siendo una incineradora. Un vertedero tampoco deja de ser un vertedero por rebautizarlo “depósito controlado de balas de residuos estabilizados para la restauración y recuperación de espacios degradados”. Utilizado como envoltorio o disfraz, el lenguaje puede ser más dañino que el porexpan, que no hay hijo de madre que lo recicle ni gusanitos mágicos que lo biodegraden. No estaría mal, en consecuencia, que ya que la cosa va de lo que va, tirios y troyanos renunciasen al uso de armamento verbal contaminante en su refriega de los detritus.

Sí, refriega, bronca, cristo, trifulca, reyerta. Cualquier cosa menos debate, porque nos hemos caído de los suficientes robles en este país para tener la convicción de que esto no va de poner argumentos sobre la mesa, reflexionar, analizar, ponderar y, sin perder de vista la realidad, decidir. Desde el primer asalto el asunto se ha planteado a nuestro viejo estilo: si no estás conmigo, estás contra mi. Por supuesto, cualquier adhesión inferior al cien por ciento es considerada una traición. O eliges bando o eres más enemigo que el enemigo.

De acuerdo, lo asumo. Soy un equidistante lixiviado, la peor de entre todas las escorias, la que no llega ni a fracción-resto. Unos querrán valorizarme por achicharramiento y los otros, tras recogerme en el puerta a puerta de los jueves, me llevarán a inertizar entre pañales usados, colillas y escombros. Aun desde esos terribles destinos metafóricos seguiré gritando que ninguna de las dos propuestas es buena del todo ni absolutamente mala, que es cuestión de hablarlo a siglas y terquedades quitadas y de diferenciar lo ideal de lo factible, lo deseable de lo impepinable, lo que se puede hoy de lo que se podrá mañana. Vano intento, ya lo sé. Este debate de la basura es, en realidad, una basura de debate.

Una pensión, no un regalo

Lo dijo hace un mes Patxi López en el Parlamento de Gasteiz y volvió a repetirlo anteayer en una de sus célebres piadas el lenguaraz portavoz del PSE, José Antonio Pastor: las pensiones de los vascos se pagan gracias a la solidaridad española. Se me ocurren pocas formas peores de insultar, además de a la inteligencia en general, a las personas que durante cuarenta o cincuenta años se han hecho migas el espinazo sin dejar de cotizar religiosamente el mordisco mensual a la Seguridad Social. A la española, cuál va a ser si no había ni hay otra.

Se puede comprender que la política, y más cuando huele a urnas inminentes, se deslice un par de grados hacia los andurriales de la demagogia, de las verdades a medias o, apurando, de los exabruptos de fogueo. Sin embargo, hay líneas —no sé si las famosas rojas u otras verdes, azules o amarillas— que jamás se deberían atravesar. Vamos, ni rozar. Mal está una ofensa gratuita al de las siglas rivales que antes o después te acabará atizando también la colleja de rigor. Tampoco es lo más presentable ir por ahí diciendo que has hecho lo que no has hecho o culpando al del cartel de enfrente de todas tus cantadas. No vamos a hacernos los escandalizados por algo que, insisto, estando feo, es moneda común cuando se abre la veda del voto. Lo que no tiene ni un cuarto de pase es cargar el trabuco miserablemente —si les parece fuerte el adverbio, lo silabeo— contra decenas de miles de personas que están percibiendo una parte de lo que se han ganado con su esfuerzo. En no pocos casos, por cierto, una cantidad ridícula en comparación con lo aportado.

Tal vez la futura pensión de López, que no ha cotizado por un trabajo fuera de la política ni un solo día de su vida, y la de Pastor, que sólo lo hizo durante un tiempo muy inferior al mínimo legal, sean una generosa (y suculenta) dádiva. Las del resto son y serán el fruto de mucho sudor. No confundan. No insulten.