Dicen que esta vez va en serio, que el mundo y la vida que hemos conocido están a un cuarto de hora de hacer el catacroch definitivo. Sin necesidad de que nos atice de lleno un meteorito o se nos lleve una marea gigantesca patrocinada por el cambio climático, llegará un armagedón de pantalón largo que nos devolverá de un rato para otro de la era del Iphone a la de la alpargata. Todo será caos, frío, oscuridad y desolación. Muy tarde para arrodillarse y entonar el Yo, pecador —por mi culpa, por mi gravísima culpa, bla, bla, bla— porque hasta Dios, en su versión tradicional con barba y triangulito en la cabeza o en la moderna con la M de Mercados en la coronilla, perecerá en el trance. Estaremos solos frente a nuestro negro destino.
Confieso que para ese trozo medio nihilista de mi que siempre ha sentido fascinación por el abismo la profecía apocalíptica resulta tentadora. Mal de muchos, ya se sabe, joroba menos. Siendo una putada quedarse de golpe sin curro, sin banda ancha y sin el marianito de los domingos, a lo mejor la desgracia propia se compensaba con la malvada satisfacción de ver, qué se yo, a Botín con las bermudas rojas deshilachadas excavando con sus manos la tierra para encontrar una raíz que llevarse a la boca. Mola la imagen, ¿eh? Ya, la pena es que eso no ocurrirá, porque todas las veces que la humanidad se ha ido al carajo desde la noche de los tiempos, que han sido unas cuantas, los de la estirpe del banquero fashion-victim han resultado indemnes. De hecho, lo normal es que salieran de cada batacazo con la cartera (aun) más abultada.
Resumiendo, ni crisis sistémica ni leches en salsa verde. El mundo, metonimia —el todo por la parte— que utilizamos para nombrar el capitalismo, se acaba por parciales y selectivamente. El día que se agota la prestación por desempleo, ya te puedes dar por fumigado. Pero tú, sólo tú. Los demás siguen en la rueda y algunos nunca caen.