Diario del covid-19 (17)

Conforme a lo previsto, España ha superado los 100.000 casos, con más de 800 muertos diarios. En Hego Euskal Herria hoy rozaremos —esperemos que sin sobrepasar— los 10.000 positivos y los 600 fallecidos. No deja de horrorizarme la facilidad que hemos adquirido para hacer tan siniestras previsiones y, por encima de todo, la normalidad con que manejamos semejantes cifras. Tampoco diré que es porque nos hayamos vuelto indiferentes. Creo, simplemente, que hemos perdido la perspectiva y que nuestra humana defensa es no profundizar demasiado. La paradoja es que casi nos aterran más los números pequeños, porque esos vienen con nombres y apellidos de círculos que se van estrechando sobre nosotros.

Por fortuna, hay un contrapeso al que abrazarnos como vía para la esperanza. Igual que lo extraordinario se nos ha vuelto ordinario, en el partido de vuelta, lo ordinario se demuestra extraordinario. Hablo, sí, de todas esas y todos esos profesionales que siempre habían estado cuidándonos y en los que ahora reparamos, pero también de vecinos anónimos que en estas circunstancias han revelado capacidades inesperadas incluso para ellos. Quede aquí constancia de mi admiración, por ejemplo, por la mujer que anima la tarde-noche de mi barrio pinchando discos desde su balcón. Y por tantos más que lo hacen menos difícil.

Diario del covid-19 (16)

El pico de contagios empieza a ser como la línea del horizonte. Parece estar ahí, pero con cada paso que damos se va alejando. Malos tiempos para ser escéptico o incrédulo porque siempre se tiene la sensación de estar ante domadores de estadísticas y de gráficas. Ojalá sean las cosas como escuchamos en las últimas comparecencias oficiales y vayamos camino del inicio de la cuesta abajo. O, por lo menos, del llano. Con qué poco nos conformamos.

Entretanto, miro embobado el calendario, tratando de imaginar el mundo que pudo ser y no está siendo. Si no hubiéramos caído en esta pesadilla, ahora estaríamos agotando la campaña electoral. Seguro que nos sentiríamos hastiados por las naderías y los mensajes reiterativos que en esta situación hacen sentir una nostalgia infinita. ¿Dónde hay que firmar para volver a esa bendita rutina que tan poco nos estimulaba?

Puras divagaciones en un primero de abril, la jornada en la que en España se sobrepasarán los cien mil contagios y en los cuatro territorios del sur de Euskal Herria nos pondremos a tiro de piedra de los diez mil. Siempre, claro, de acuerdo a los cómputos oficiales, que casi todos sospechamos que son un reflejo no demasiado exacto de la realidad. Ocurre, y aquí voy a poner el punto final, que simplemente no podemos permitirnos el lujo del desánimo.

Diario del covid-19 (15)

A eso hemos llegado, a que 812 muertos por coronavirus en España en 24 horas nos parezca una noticia esperanzadora porque podría indicar que ha comenzado el ansiado descenso de la curva. La matemática pura se abraza con la necesidad de creer, de agarrarse a cualquier clavo ardiendo. Ni en la peor de las versiones de hace unas semanas habíamos llegado a sospechar que la situación llegaría a ser tan devastadora.

Definitivamente y sin remedio, estamos atravesando por una circunstancia histórica de primer orden. En la entrega inicial de esta serie anoté que me gustaría que las generaciones del futuro dijeran que estuvimos a la altura. No quisiera flaquear, porque el derrotismo no es la mejor ayuda para conseguir el objetivo, pero lamento que buena parte de las mermadas energías se nos vayan en grescas vacías. No rehuyo el debate ni la confrontación de iniciativas, pero me sobra el cainismo y el vil aprovechamiento de esta inconmensurable tragedia. Máxime, si tales comportamientos son exhibidos —no me voy a cansar de señalarlo— por personas que saben al ciento por ciento que igual durante que después no van a perder un euro. Es más, ni siquiera van a recuperar un minuto de su trabajo. Por fortuna, solo son los que más ruido hacen, pero ni de lejos representan a los que sí ponen todo para salir.

Diario del covid-19 (14)

La realidad se vuelve más compleja de lo que ya era. El otro día me vi —¡Quién me lo iba a decir!— defendiendo al obispo Munilla de sus linchadores de aluvión. Muchos de los mismos denunciantes acelerados del fascismo de balcón hacían presa en su tobillo porque le habían puesto una multa por ir en su vehículo con otra persona en el asiento del copiloto. La pandilla que nos da lecciones sobre el derecho a la intimidad se ciscaba en la ley de protección de datos que debería haber evitado que la sanción fuera de dominio público. Pero como el perjudicado por un filtrador, o sea, por el chivato de turno, según la lengua de uso recuperado, era uno de los cocos oficiales, ahí se joda monseñor.

Eso, como aperitivo, pues la jauría terminó definitivamente cuando se conocieron las circunstancias reales de los hechos. Resulta que el odiado purpurado llevaba a recibir atención odontológica urgente a una inmigrante que padecía una infección en la boca. Ahí debe de haber una moraleja que les dejo extraer a ustedes.

Y por si lo de salir en defensa de Munilla no bastaba, ayer me encontré aplaudiendo las palabras de un tipo con un historial tan poco presentable como Esteban González-Pons. Ocurrió que el eurodiputado del PP soltó desde su escaño de Bruselas cuatro verdades a los supertacañones europeos.

Diario del covid-19 (13)

Una de las pandemias colaterales es la de las certezas irrebatibles. Si ya antes padecíamos a una caterva de tipos angelicales que no albergaban la menor duda sobre nada, se diría que el maldito bicho ha multiplicado el número de ventajistas que siempre se quedan con la parte ancha del embudo. Y lo definitivamente alucinógeno es que son sistemáticamente dueños de la razón incluso cuando defienden justo lo contrario de lo que pontificaron con vehemencia. Hablo, una vez más, de los negacionistas de anteayer, que lucen al mismo tiempo una piel finísima y un rostro de hormigón armado.

Ahí tienen a buena parte de los que no hace ni un mes aseguraban que no había lugar para el alarmismo porque detrás estaba el pérfido sistema capitalista que desde tiempo inmemorial ha utilizado el miedo como instrumento de dominio y control. Ahora que pintan bastos, acusan a las autoridades de pacatas y claman por la paralización total de la economía para salvaguardar la salud. Me apresuro a aclarar que, más por intuición que por hallarme en posesión de datos, sospecho que no está la lejos la toma de medidas más drásticas que las actuales. Los argumentos a favor de hacerlo me resultan interesantes, siempre y cuando no sean esgrimidos por tipos que saben que van a mantener su sueldazo incluso en el peor de los escenarios.

Diario del covid-19 (12)

738 personas fallecidas con coronavirus en España en 24 horas. Son tres veces y media las víctimas mortales de los atentados del 11 de marzo de 2004. Junto a la brutalidad indecible de la cifra, el hecho que termina de helar la sangre: lo hemos asimilado como una circunstancia casi normal, que para más escarnio, convive con la certeza de que el siguiente balance será todavía mayor. Personalmente, me parece un escándalo de proporciones estratosféricas, máxime cuando los apóstoles de la progritud, desde su Olimpo de metacrilato, se engolfan en buscar la parte lírica de esta inconmensurable tragedia.

Incluso conociendo el paño a la micra, jamás imaginé que se pudieran convertir en género literario las aleluyas a los malotes que se saltan las medidas contra el contagio, glosados como émulos de El Lute del siglo XXI. Luego, le das media vuelta y la sorpresa decae. Las decenas de miles de seres que sufren y van a seguir sufriendo esta catástrofe sanitaria, social y económica son el mero combustible de los fuegos fatuos y la egolatría de los que están a salvo. Es decir, de los que se creen a salvo. Porque si es seguro que nunca protagonizarán uno de esos naufragios en el Mediterráneo que monetarizan con tanto fingido arte, esta vez yo no apostaría que el bicho no vaya a hacer presa en ellos.

Diario del covid-19 (11)

Sigue imparable la carrera vertical de la curva. Cada rueda de prensa de las autoridades nos llena de zozobra y de congoja. Y no porque se estén inventando nada o pretendan dar más miedo del que ya nos recorre el cuerpo. Simplemente, porque la realidad no se puede edulcorar. Queda muchísimo hasta que intuyamos que escampa. E incluso cuando eso ocurra, quedará lo otro, el páramo social y económico que deberemos hacer frente durante años.

Son y serán tiempos de sacrificio. Estoy convencido de que la inmensa mayoría alberga esa terrible certidumbre y que, en la medida de lo posible, está dispuesta a arrimar el hombro desde donde les toque, que en general es desde su casa, acatando la obligación de no salir. Si hace apenas unos meses nos hubieran dicho que el confinamiento domiciliario iba a ser respetado con tanta diligencia y hasta entusiasmo, no hubiéramos dado crédito.

Pensaba que esa disciplina era digna de aplauso general, pero empiezo a ver desmarques clamorosos. La penúltima moda entre la vanguardia moral de Occidente es tachar de fascistas de ventana o balcón a quienes tienen el atrevimiento de afear la conducta de los individuos que se pasan el encierro entre las ingles. No negaré alguna extralimitación o error de juicio, pero me aterra que en una situación como esta se defienda a los jetas.