Ponencia maldita

No hay modo de hacer carrera con la Ponencia de Paz y Convivencia del Parlamento Vasco. Cuando no se atasca por babor, le entra una vía de agua por estribor… o todo al mismo tiempo. Seguramente, en la historia de la cámara de Gasteiz habrá habido pocas iniciativas que hayan conllevado tanto esfuerzo para tan pobre rendimiento. Resulta sarcástico que, teniendo el nombre que tiene, sus logros públicos hasta la fecha hayan sido acelerar la ruptura de Aralar y provocar un cúmulo de reyertas cruzadas entre los partidos, da igual presentes o ausentes. Se diría que más que como fin, está funcionando —es decir, siendo utilizada— como medio para ajustarse las cuentas, marcar paquete ideológico, salir en los papeles o intercambiarse recados en clave interna. Es inevitable preguntarse si para este viaje merece la pena sacrificar las alforjas de los domingos. O más directa y crudamente, si no ha llegado el momento de echar la persiana.

Sería, claro, el doloroso reconocimiento del fracaso. Suena demasiado rotundo, pero es lo que hay: los hechos acreditados hasta ahora han demostrado que la nobleza de lo que se dice perseguir es una excusa para politiquear en el peor sentido de la palabra. Es mejor ser sinceros y admitir que hay quien se pasa la paz y la convivencia por debajo del sobaco. ¿A qué viene el PSE a estas alturas de la liga a amenazar con el portazo pretextando una ofensa que se ha fabricado a medida? No cuela ese ataque de dignidad sobrevenida. Si alguno de los rasputines de la sucursal vasca de Ferraz ha llegado a la conclusión de que en el momento actual —primarias a la vista— no es conveniente salir en según qué fotos, óbrese en consecuencia. Está de más, porque todos nos conocemos, vender que hay poderosas razones éticas y morales para el abandono. Llegados a ese punto, sería inútil que los que aún no se han ido pretendieran seguir adelante con una ponencia definitivamente maldita.

Cenizos por conveniencia

Sin duda, los ranunculáceos monclovitas exageran cuando saltan y brincan alborozados por el descenso de 31 personas en unas listas del paro que aún apelotonan a 4.608.783 excluidos del (presunto) paraíso laboral. Da igual que vistan el difunto con todos los faralaes de las series históricas, la extrapolación desestacionalizada o la mandanga estadística que se les ocurra para hacernos creer que es un triunfo pasar del cólera a la peste o viceversa. Canta a leguas que no hay para tanta pirotecnia festejante como la que han exhibido, más bien impúdicamente, Cospedal, Báñez, De Guindos y un sinnúmero de concejales peperos de pedanías dispersas que andan vendiendo la especie de que las vacas gordas están a la vuelta de la esquina.

Conste en acta lo anterior, y como anexo, mi perplejidad infinita por la postura exactamente inversa. En verdad, no sabría decir si me rebela más el exceso celebratorio o los morros hasta el suelo que se les han quedado a los autoprofetas del apocalipsis. Deseaban con todas sus fuerzas el peor agosto desde la extinción de los dinosaurios y han resultado unos números que no siendo la repanocha, tampoco parecen un desastre absoluto. No es algo nuevo. Viene ocurriendo cada vez que aparece el menor dato económico que no se les antoja lo suficientemente horripilante. Cofrades irredentos del cuanto peor, mejor, se lanzan en sarra a desgraciar cualquier resquicio por el que pueda aventurarse una ínfima brizna de esperanza. Simplemente no les conviene.

Lo divertido, una vez que uno inspecciona el percal, es comprobar que buena parte de estos cenizos contumaces —en muchas ocasiones, con cargo adosado o tribuna remunerada a millón— gozan de plácidas existencias y tienen el culo a resguardo de turbulencias. Cuando la cúpula celeste caiga, no estarán debajo. Por eso se permiten el lujo y la desvergüenza de anhelar que crezca el caudal de penurias. Ajenas, faltaría más.

Del sufrimiento

Pablo Gorostiaga no ha podido despedirse de Judith, su compañera, que falleció durante la noche del pasado lunes. Se lo ha impedido la (despiadada) razón de estado torpemente travestida en burocracia. Hacía cuatro días que el exalcalde de Laudio, que fue uno de los condenados del macrosumario 18/98, había recibido en su celda de Herrera de la Mancha un permiso para lo que se sabía que inevitablemente sería la última visita. Pero el traslado se demoró. Se puede fletar un helicóptero para llevar puerta a puerta a alguien esposado a la Audiencia Nacional y, sin embargo, se hace un mundo encontrar un furgón de tres al cuarto para que un preso llegue a tiempo de decirle adiós para siempre a la persona con la que compartió su vida. Ya, claro… No hablamos de un recluso cualquiera, sino de uno de los que recibe una sentencia con propina: lo legalmente dispuesto más la cuota variable de venganza que toque en cada momento. Sin sanción social o, si cabe, con aplauso del respetable. ¿Quién va a protestar, aparte de los de siempre, por haber violentado las ordenanzas y disposiciones vigentes en perjuicio de un malísimo oficial? Un paso más allá, ¿quién se va a enterar siquiera de lo ocurrido? Estas noticias solo tienen difusión en un círculo muy concreto. De hecho, actúan como mensaje para que ese entorno tenga claro lo que está dispuesto a moverse el Gobierno, o sea, nada.

Tienen toda la razón quienes, a la vista de esta arbitrariedad de manual, denuncian la utilización perversa de la política penitenciaria que practican las autoridades españolas. Es rigurosamente cierto que se pone de manifiesto el afán de revancha. Pero no debería quedarse todo en indignación y rabia. Compartiendo y comprendiendo el sufrimiento de Pablo Gorostiaga quizá se pueda llegar a entender lo que sintieron tantísimas personas que tampoco tuvieron la oportunidad de despedirse de sus seres queridos. ¿Tan difícil es?

Pereza siria

¿Siria para la columna de vuelta? ¡Qué pereza! Y tanto, solo que la otra opción que me proponían mis neuronas en recomposición era atizarles por tercer año consecutivo la consabida reflexión sobre cómo se relativiza la actualidad cuando a uno no le toca contarla. En el fondo, algo me dice que, una vez destiladas y libadas, las líneas que vienen acabarán siendo exactamente eso, un lamento fingido sobre la insoportable levedad de lo que llamamos información. O si lo prefieren, sobre la brutal asimetría entre el tiempo y espacio dedicados a un asunto equis y la atención despertada en los supuestos destinatarios del inmenso despliegue.

Porque, con la mano en el corazón, ¿cuánto nos importa lo que está pasando en ese trozo del mapa que malamente sería capaz de situar la mayoría, incluyendo los pontificadores que nos disparan a bocajarro su opinión de copia-pega? Yo diría que muy poco tirando a absolutamente nada. Puede parecer una declaración escandalosamente cínica rayando lo provocador. Sin embargo, defiendo que es menos hipócrita que hacer como que nos caemos del guindo con dos años de retraso, que mes arriba o mes abajo, es lo que llevan matándose las tropecientas facciones que andan a la gresca. Se diría que las decenas de miles de muertos —siempre calculados a ojo— han sido apenas unos preliminares macabros. Una guerra no es tal hasta que el malvado sheriff del imperio anuncia su intención de mandar la caballería a poner orden. Entonces sí, se desempolvan las pancartas y se sacan a paseo. Es el momento de tomar postura, recauchutarse de moralina y echar los eslóganes a pastar. No a la guerra y otra de calamares.

Pues vale, me apunto. A los calamares y a la negativa, no se vaya a decir que no soy un tipo comprometido o que me alineo vergonzosamente con los villanos. Otra cosa es que guarde para mi la íntima convicción de que da exactamente igual lo que servidor piense o diga.

Linchemos a Mato

Carguen, apunten, fuego. Qué mejor plan para una tarde idiota de verano que pellizcarse la indignación amodorrada, sentirse armado de razones, y emprenderla a zurriagazos dialécticos con el saco de las hostias que se ponga a mano. Ana Mato, por ejemplo. Tan ñoña, tan pija, tan remilgada, tan pan sin sal, tan mosquita muerta, tan facha de manual y caricatura, que no hay colleja que no le siente bien ni provoque el júbilo inmediato de la concurrencia. Con ella no importa lo zafio, lo atrabiliario o, si se tercia, lo machirulo de las cargas de profundidad. Los guardianes de la ortodoxia progre miran para otro lado, si es que no están en primera fila descojonándose porque el gañán de turno ha encontrado en el color de su pelo la prueba irrefutable de su cortedad mental. ¡Marchando una docena de retuits para la agudeza!

Como hay hemeroteca y gente con memoria, no puedo presumir de no haber participado en alguno de esos linchamientos virtuales a razón de 140 caracteres por esputo. Sin embargo, esta vez envainé la garrota y asistí desde la grada, con creciente incomodidad y sofoco, a la somanta ritual que se le propinaba a la ministra por haber excluido de los programas de reproducción asistida a mujeres solas o a aquellas cuya pareja no tuviera la pirula reglamentaria. Aún siendo presunto, pues nadie ha visto el texto que lo certifique, parecía un buen motivo para el despelleje, que se vio mejorado cuando la incauta Mato tuvo la ocurrencia de decir que la falta de varón no era un problema médico. Ahí sí que ardió Troya. Las redes todas fueron una petición de cese unánime acompañada de insultos irreproducibles.

La cuestión es que, al margen del enunciado roucovareliano, no parece que la frase vaya más allá de la perogrullada. Sigo esperando argumentación que demuestre lo contrario. Y también que al sacar a la palestra estas cuestiones seamos capaces de prescindir de la demagogia de saldo.

Lo mejor y lo peor

Prometo que cuando esta columna empezó a tomar forma en mi cabeza, la intención era, por una vez, fijarme en lo positivo. Centenares de ciudadanos que salen de casa de madrugada para donar sangre, bomberos que abandonan la huelga, sanitarios, policías (sí, policías, ¿qué pasa?) o personal de servicios de emergencias que aparcan sus vacaciones y acuden a echar una mano porque sí, hosteleros que organizan un banco de habitaciones para los familiares de las víctimas… Y cómo olvidar a mis compañeras y compañeros que tuvieron que contarlo luchando contra su condición humana —no imaginan lo jodido que es mantener a raya los sentimientos en situaciones así— y contra los elementos: precariedad general del oficio, verano, noche, víspera de puente, confusión indescriptible, ausencia casi total de fuentes fiables, portavoces mudos y otros que hablan de más, la presión de lo que ya ha sacado el de al lado. Ahí quería ver yo a los cátedros de periodismo que, en pijama y con una cerveza al lado, se pusieron a impartir lecciones y soltar doctas collejas. Pena que no se les comiera el smartphone o la tableta un cerdo.

Fueron esos toreros de salón los primeros que cambiaron lo que pensaba escribir. Luego llegaron las condolencias con sigla e ideología en estandarte, donde uno no sabía si destacaba lo patético o lo miserable. Más o menos en la misma ola, acudieron los pescadores de río revuelto y los arrimadores de ascua a la sardina propia en dos bandos diferenciados, los que daban fe de que la culpa la tenían Rajoy y la troika y los que porfiaban que si no hubiera sido por Mariano, nadie habría salido con vida de los vagones. Aún quedaban los expertos en seguridad ferroviaria, que curiosamente son los mismos gurús que nos adoctrinan sobre Bárcenas, la prima de riesgo o la madre que nos parió.

Mi enseñanza es que, efectivamente, las tragedias sacan lo mejor que tenemos. Y por desgracia, lo peor.

De la honradez de Barcina

Miente, como cada vez que abre la boca, la blanqueada Yolanda Barcina al cacarear que han quedado de manifiesto su honradez y su honorabilidad. Si algo de valor hay en el bochornoso legajo que libra a la Señora del banquillo es que se dice de una forma bastante clara que lo que hizo no tiene un pajolero pase ético ni político. Otra cosa es que en su infinito descaro detergente y en su estratosférica soberbia, sus señorías de este Tribunal Supremo de rebajas estivales se hayan sacado de las puñetas, porque están facultados para hacerlo y toca comérselo con patatas, que no es delito treparse en la poltrona para meter los dedazos en el tarro de la manteca colorá.

Que diga que le ha venido a ver Dios con toga, que celebre lo bien que sienta tener amigos y padrinos hasta en el infierno. Que pida otra copa y se la beba a la salud de su buena estrella. Que levante el dedo a los que nos hemos quedado otra vez con cara de pasmo al ver superado un nuevo récord de impudicia judiciosa. Que peregrine descalza en compañía de Blanco y Matas hoy a Santiago y mañana a la sede del bendito tribunal para agradecer los favores recibidos. Lo que quiera, menos pegarse el moco de la inocencia, la integridad y la rectitud, porque eso no nos va a colar ni aunque traten de anestesiarnos con toneles de suero del olvido.

La justicia —insisto en la minúscula cada vez con más convicción— de los que hacen las leyes con su trampa adosada puede dejar a la doña, y de hecho, la deja, que se marche de rositas y dedique un corte de mangas panorámico al graderío. Lo que no está al alcance de esos violentadores del derecho elegidos por los mismos a los que absuelven es segarnos el criterio propio ni hacernos comulgar con la rueda del molino donde trituran la decencia. Siempre sabremos lo que hicieron por triplicado el último verano, este que todavía nos reserva, mucho me temo, abundante ricino con que castigarnos el hígado.