Aprendizajes y urgencias

Algo sí hemos aprendido en materia de acciones y reacciones. No hace tanto tiempo, la sentencia del caso Bateragune habría sido seguida de una o varias noches de cristales rotos y contenedores humeantes. Esta vez la cosa parece que se ha quedado en unas pintadas aquí o allá y, lo mejor de todo, en palabras. Muchas de ellas, cierto, todavía del viejo catecismo de soflamas cuarteleras. Pero las importantes, las que han sembrado de zozobra y confusión la acera de enfrente, venían impregnadas con otro barniz. “Que nadie abandone el camino” tiene, aunque no lo parezca, muchísima más potencia expresiva que el rudimentario “Egurra!” con que se llamaba a agitar el avispero en los días que queremos dejar atrás.

La mala noticia —que es buena según se mire— es que en el otro lado no van a renovar el lenguaje ni las formas. Seguirán con la retahíla verbal incendiaria, que es la que pone a su parroquia, y por descontado, aumentarán la dosis de carbón de la llamada maquinaria del Estado, mayormente por la parte del émbolo judicial. ¿Será la ilegalización de Sortu el siguiente paso? Nadie lo descarte. Ocurre que si se produce, una vez más nos encontraremos ante el regador regado. Como comprobamos en mayo —y también en 2001, no lo olvidemos— el Dios de las urnas escribe con renglones torcidos. No hay mejor campaña electoral que la te hacen a coste cero los del equipo contrario.

En el desarrollo de esta ecuación falta, como de costumbre, despejar la incógnita de las tres letras. Desde hace un año vengo sosteniendo que su traducción numérica es cero. Tal vez entre sus naipes quede algún basto, pero como se les ocurra echarlo a la mesa, saben de sobra que no sería precisamente al contrincante oficial al que harían la cusqui. Al contrario: los tahúres del búnker recuperarían buena parte de lo perdido en las bazas anteriores. Por eso es tan urgente que quien mejor puede hacerlo saque a ETA de la partida.

Ética

Quítenle la tilde al título y les quedará “etica”, es decir, un diminutivo de ETA, las tres letras que encierran las obsesiones y perversiones de una legión de salidos intelectualoides con balcón al kiosco. Ahora que están tan de moda los equipos multidisciplinares, se debería crear uno integrado por psiquiatras, veterinarios y exorcistas que traten de desentrañar lo que se esconde tras la compulsiva búsqueda de la triada alfabética allá donde miren. ¿Salivarán como el chucho pavloviano cuando ven u oyen pronunciar las palabras biciclETA, ETAnol o mETAcarpo? Me apuesto mi improbable futura pensión a que sí.

Y si se trata de hallar el grial en vocablos de la fabla diabólica de los vascones, a la avenida de jugos gástricos le sigue un movimiento de colita histérico. Es lo que ocurrió en el episodio que les vengo a contar. Confieso que no es una exclusiva ni nada parecido. Lleva un par de días de rule por el ciberespacio y doy por hecho que ocho de cada diez de ustedes están al cabo de la calle. Sea, pues, por los otros dos y, sobre todo, porque en estas cuestiones no hay que temer la repetición.

Nos remontamos al sábado, 27 de agosto. La víspera, día grande la Aste Nagusia de Bilbao, se había celebrado en la capital vizcaína una manifestación para reivindicar, según la convocatoria, “que la palabra de nuestro pueblo sea respetada”. El Mundo ilustró la noticia en su primera página con la fotografía de unas personas que sujetaban una pancarta en la que se leía “ETA”. Para hacerlo más siniestro, la nota al pie rezaba: “Los abertzales toman Bilbao”. En el resto de los medios pudimos ver el trile. El lema completo era “Inposaketarik ez”. Pero al ojo de águila avituallado por Pedro Jota Ramírez le sobraron letras. Se ganó el azucarillo. Descubierto el fraude, el de los tirantes, encantado de haberse conocido, galleó: “Es una foto de Pulitzer”. En Twitter nació un trending topic: #pedrojETA.

Jornaleros de la tiza

Será porque coleccionamos traumas infantiles no superados o por ingratitud pura y dura, pero cada vez que andamos necesitados de chivos expiatorios, los buscamos de oferta en las aulas. Da igual la cuestión de que se trate; tirando del hilo de cualquier miseria o vergüenza de la sociedad acabamos embarrancando en la tarima. Los chicles pegados en el asfalto, los bandarras que se saltan stops, los políticos que se lo llevan crudo, los verracos que dan fuego al cajero donde duerme un indigente… De todo eso tiene la culpa la Educación. No la que se supone que se recibe en casa, la que se rasca en la calle o la que nos rocían como al despiste los medios de comunicación. Esas se obvian. En nuestro reduccionismo facilón y comodón, la palabra nos remite en dirección única a la escuela, al instituto o a la universidad.

Por si no fuera suficiente con acarrear ese baldón de serie, en este inicio de curso a las y los docentes, que nacieron para martillo, les están cayendo clavos del cielo. Sí, son los recortes de los que no hay cristiano ni pagano que se libre, pero en su caso, embadurnados de recochineo y demagogia. Los de la tijera saben perfectamente que en la calle tiene muy buena venta lo de apretar las tuercas a esa supuesta panda de vagos que ensartan tres meses de vacaciones y se pasan el resto del tiempo durmiendo la siesta en el despacho.

Allá cada cual si compra esta mercancía trampeada, pero nadie venga luego cantando las mañanas a una “enseñanza de calidad” (pronúnciese la d como si fuera una z) o a la pendeja “excelencia” que tan bien queda en los discursos aunque en la realidad ni esté ni se la espere. Un respeto para los jornaleros de la tiza. Medio segundo para pensar si están pidiendo la luna y cuatro estrellas o, simplemente, que dejen de tocarles los currículos. ¿Que tendrán que sacrificarse como todo quisque en la escabechina presupuestaria? Por supuesto, pero no más.

Un debate necesario

Con esa capacidad ampliamente demostrada para llevar a su socio del ronzal, el PP ha conseguido que el PSE se olvide de lo que defendió hasta anteayer y acepte darle un tiento a la renta de garantía de ingresos de la CAV. Incluso los medios más afines —o menos picajosos— con la mayoría gubernamental han resumido la reforma como un endurecimiento de los requisitos para acceder a las ayudas y, aunque sea elípticamente, como un nuevo recorte de derechos sociales. Sería, pues, muy fácil —y más desde estas páginas— sacar la garrota dialéctica y poner a escuadra a los moradores de Lakua por el enésimo mordisco al trozo del estado de bienestar que conservamos por aquí arriba.

No lo haré, sin embargo. El reparto de estopa tendría como único resultado embarrar un debate que, en mi opinión, debería estar limpio de deudas pendientes y tirrias ideológicas o partidistas. También de ideas preconcebidas o mantras que jamás se han sometido a una mínima reflexión crítica. Puestos a pedir lo imposible, el intercambio de opiniones debería estar presidido por una ausencia total de miedo al qué dirán y por la disposición al acuerdo más allá de las siglas.

Esa improbable puesta en común comenzaría planteándose si el actual sistema de protección cumple con las nobles intenciones que guiaron su nacimiento. La respuesta amable es que sí. Se ha echado una mano importante a miles de personas que lo necesitaban de verdad. Podemos y debemos sentirnos satisfechos por ello. Eso está en el haber, pero hay también un debe.

Para empezar, un colectivo no pequeño se ha quedado fuera simplemente porque se le hace un mundo rellenar un impreso y no tiene quién le ayude. De entre los que sí saben moverse en el charco burocrático, hay una parte que ha aprendido a apañárselas en la llamada exclusión y no aspira a salir de ahí. Una herramienta creada para luchar contra la injusticia social la ha profundizado. Reflexionemos.

11-S más dos

Una vez, otra y otra… ¡y otra más! Acabé perdiendo la cuenta de las ocasiones en que durante el pasado fin de semana mi retina se enfrentó al topetazo de los aviones, la llamarada y finalmente, el derrumbe de las torres gemelas. Dio igual que me hubiera propuesto conscientemente huir del más que previsible bombardeo audiovisual que lleva adosado una efeméride así. Era levantar la vista hacia cualquier pantalla, aunque fuera para ponerle Phineas y Ferb a mi hijo o consultar el tiempo en internet, y encontrarme de morros con las imágenes que pretendía evitar. Y no sólo con ellas. Era mucho peor lo que las acompañaba, ese desparrame de solemnidad, emotividad o potitos ideológicos de todo signo colados de matute.

Eso sí, cada pieza se presentaba como si fuera la última, definitiva e irrefutable versión de los hechos. Sólo por pura estadística es probable que alguno de los documentales, reportajes o refritos contuviera datos o claves valiosas. El problema era distinguir en semejante torrentera qué era grano y qué era paja. Está escrito y además comprobado que la sobredosis de información es una de las formas más efectivas de desinformación que hay. Muchos de los que sostienen tal idea se suelen adornar atribuyendo el exceso a pérfidos y oscuros poderes. En este y en tantos otros casos me temo, sin embargo, que si ha habido orquestadores de maniobras, se podían haber evitado el trabajo. Con o sin consigna, el resultado habría sido el mismo. Los medios tenemos una querencia natural por la demasía.

Sería un simple defectillo menor, si no fuera porque en la borrachera hiperbólica a algunos les da por creerse la FOX o la CNN y se pulen la pasta que lloran no tener en viajes transoceánicos, hoteles, dietas y transmisiones vía satélite que cuestan un ojo de la cara. Luego, claro, a la consejera no le salen las cuentas y tiene que pedir a unos peritos en tijeras que le hagan un informe.

¿Cotillas?

Lamenta el senador Anasagasti —citando a Patxi López, lo juro— que este es un país de cotillas. Si pretendemos ser medio ecuánimes y nos aplicamos en el complicado ejercicio de empatía de ponerse en la piel de quien tiene una ocupación tan peculiar, resulta comprensible su enfado al ver sus haciendas expuestas a la luz pública. Como decía una contertulia de Gabon la otra noche, no es plato de gusto para nadie saber que la vecina del tercero tiene barra libre para fisgar en tu armario y —añado yo— maliciarse imaginativas cábalas o hacerse lenguas sobre por qué tienes lo que tienes.

Sin embargo, más allá del cabreo lógico de quien se ve obligado a ponerse debajo de la lupa, tanto el veterano político jeltzale como su inopinado inspirador son conscientes, porque ninguno nació ayer, de que esta función de exhibicionismo era justa y necesaria. Les va, casi literalmente, en ese sueldo que pese a la hipotética transparencia del acto, seguimos sin conocer en su exactitud porque todos sabemos que el 10-T no es la biblia. No vale llenarse la boca con lo de los bolsillos de cristal y luego colgar cortinas de gruesa lona.

Es cierto que el destape se ha hecho de un modo un tanto chapucero, rozando lo chusco en algunos casos, y que ha tenido mucho de espectáculo de portería. Pero ni mucho menos se ha quedado en mero chismorreo. Aparte de descubrir que algunas señorías están forradas, otras parecen andar a la cuarta pregunta y una porción no pequeña de ellas deben a los bancos cantidades que no da una sola vida para pagar, en la batida han saltado liebres muy ilustrativas. Un ejemplo que sobrepasa la anécdota para ser categoría: el exdiputado socialista de infausto recuerdo Ricardo García Damborenea, condenado como muñidor de un grupo que practicó el terrorismo paraestatal, sigue cobrando 2.061 euros todos los meses. Ya vemos cómo se pagan los, ejem, servicios prestados. Y eso no es un cotilleo.

Su fútbol y mi radio

Como no podía ser de otro modo, en la gresca por el diezmo que le quieren imponer a las radios por transmitir los partidos de fútbol, mi corazón está con los que se dejan la garganta y nos hacen soñar las jugadas de un modo en que jamás las veríamos en el campo. Sentimentalmente, no puedo pertenecer a otro bando que a ese, que es el mío no sólo porque yo también soy de la especie de los piadores hercianos, sino porque desde antes de la primera papilla mi vida ha pendido siempre de las ondas. Sin embargo, mucho me temo que en estas líneas me toque ejercer de desertor de mi mismo, porque el puñetero sentido crítico que también va de serie con mi oficio y mi adiestramiento me dice que la razón no está de nuestro lado.

Me ha dolido escribirlo, pero ya que el obús está lanzado, sigo con la apostasía. Resulta que por mucho que nos empeñemos, y aunque curse como opio del pueblo, el fútbol no es de todos. Ni siquiera es propiedad de los que pagan un riñón por un abono anual o el dedo meñique por una entrada. Ni de los contribuyentes que financian estadios o reflotan equipos para que a los políticos no les monten el motín de Esquilache. Qué va: es de quien lo adquirió —a cambio de un pastón, por cierto— a unos subasteros que creían estar dando el pelotazo del milenio. Luego, se fundieron las ganancias en un chispún y volvieron a quedarse a dos velas. Pero ese tema es de otro parcial.

La lección que nos preocupa ahora es que aunque la inercia nos lleve a tratarlo como deporte, en realidad estamos hablando de un negocio. Y ahí hemos topado con la ley de la oferta y la demanda, que es puñetera y hasta cruel, pero simple: esto tengo, esto cuesta. En ese pulso están las emisoras y, volviendo a mi trinchera, creo que deberían mantenerlo. En el camino pueden descubrir que la transmisión in situ no es imprescindible para que funcionen los programas habituales. Les saldrían, incluso, más baratos.