Y después del ultimátum, había… ¡un nuevo ultimátum! Otra vez los días de mucho blablá han sido las vísperas de prácticamente nada entre dos platos. Se venía encima la intemerata si no había un sí o un no a una pregunta que ya en sí misma, era delirante —¿Ha declarado usted la independencia, buen señor?—, y todo lo que ha llegado ha sido la prórroga número ene. Acompañada, vale, de mohínes y aspavientos sorayescos, en plan cuánta guerra me das y qué paciencia hay que tener contigo, pero tan prórroga como todas las anteriores.
La versión más optimista, rozando lo cándido, sostiene que este juego infinito del gato y el ratón es una muy buena señal. Si amagan y no terminan de dar ni los unos ni los otros es porque algo se está moviendo “debajo de la mesa”. Entrecomillo la expresión porque tal cual se ha dado en repetir, pronunciándola con un tono a medio camino entre el misterio y la suficiencia de estar al cabo de la calle. Y si levantas un ceja a modo de signo de interrogación, que diría Sabina, te cuentan no sé qué película de mediadores de tronío actuando en las sombras. Será en las chinescas.
Siento no compartir el voluntarismo. Más me temo que este festival de amenazas incumplidas en bucle—salvo la paliza policial del 1 de octubre— obedece en realidad a una causa más pedestre. Simplemente, ni en Moncloa ni en el Palau tienen claro cuál debe ser el próximo paso. O lo saben, pero no se atreven a darlo porque son conscientes de que no tendría marcha atrás y no quieren quedar como los responsables de algo irreversible. Hasta el día en que, sin haberlo anunciado, ocurra. Y entonces sí será histórico.