¿Pandemia? ¿Qué pandemia?

La demarcación autonómica le da una vuelta de tuerca a las restricciones. En la foral ocurrirá lo mismo muy pronto. Exactamente igual que ya hacen y seguirán haciendo nuestros vecinos cercanos y lejanos. Lo que tiene pelendengues es que finjamos asombro y/o fastidio. Sin el menor conocimiento de epidemiología, microbiología, virología o lo que se tercie, resultaba de cajón que tras las fiestas navideñas habría un repunte de contagios, ingresos hospitalarios —¡y enseguida, de muertes!— del carajo de la vela.

Tener la certeza absoluta de que ocurriría no evitó que muy buena parte de nuestros congéneres siguieran haciendo todo lo que sabían que no debían hacer. Terrazas e interiores de tascas a reventar, rebaños de runners espolvoreando aerosoles al por mayor, centros comerciales hasta las cartolas, comidas familiares y chuflas sociales de récord Guiness… con banda sonora de Alaska: ¿A quién le importa lo que yo haga? Y si algún manso cometía la osadía de llamar la atención sobre el despropósito, sobre él o ella caían rayos de indignación por cenizos, chivatos y correveidiles.

¿Y ahora qué? Pues ahora, otra vez nada. A buscar el modo de saltarse las nuevas medidas al mismo tiempo que ponemos a caer de cien pollinos a las autoridades —que su culpa tienen, es verdad— por no habernos atado más en corto.

No somos ovejas

No entiendo cómo puede estar azotándonos una terrible pandemia cuando vivimos rodeados de tipas y tipos que saben perfectamente lo que hay que hacer para acabar con ella. Los sabios incuestionables están por todos lados. Desde las barras de bar a las cátedras del recopón, pasando, cómo no, por Twitter. Fue precisamente en esa corrala donde el jueves leí a una individua que en los CIR —Centros de Instrucción de Reclutas, aclaro a los insultantemente jóvenes— se vacunaba a 5.000 soldados en una mañana. Tal garrulez nostálgica empató en cuñadismo barato con la proclama de un fulano al que escuché decir en la parada del bus que si su suegra se inyectaba la insulina o hasta el yonki más bruto era capaz de chutarse una dosis, no veía por qué no obligaban a que cada cual se vacunase contra la covid-19.

Pero como en la canción de Rosa León, entonces llegó un doctor —en veterinaria, en este caso— afirmando que los de su gremio habían vacunado en un mes a dos millones de (¡tatachán!) ovejas, lo cual venía a ser la prueba irrefutable de que tanto las autoridades como el personal sanitario eran unos mantas que no sabían hacer su curro. Lo tremendo para mi no fue la comparación vomitivamente ofensiva, sino el aplauso de paladines de la ciencia que, en efecto, nos ven a los seres humanos como ganado lanar.

Vacunar más o menos

Por enésima vez aparece el espíritu del gendarme de Casablanca: “¡Qué escándalo, aquí se juega!”. O lo que aplicado al caso viene a ser: “¡Qué escándalo, no se vacuna lo que nos habían prometido!”. Si no hubiera por medio una enorme tragedia, sería para despiporrarse de la risa. Hasta el que reparte las cocacolas sabe que, en caso de que el ritmo equivaliera a un pinchazo por dosis recibida, los mismos protestones estarían poniendo el grito en el cielo por la injustificable explotación semiesclavista del personal sanitario empleado en la inoculación. Los monopolistas de la ley del embudo siempre ganan. Toda situación y la contraria es susceptible de ser utilizada a su favor. Dense por jodidas las autoridades sanitarias. No acertarán ni vacunando más ni vacunando menos.

Ocurre que esto era previsible como los telefilmes dominicales de sobremesa. Cuando hace dos semanas se disparató la loca carrera de la vacunación, cualquiera que no padeciera la tendencia a engañarse en el solitario tenía claras algunas cosas obvias. Primero, que por muy preparada que estuviera la red pública, el curro recaería en unas espaldas ya sobrecargadas. Segundo, que ni con todo el oro del mundo se encuentra hoy más personal. Y tercero, que esta práctica no se aprende de un rato para otro. ¿Qué tal un poco de realismo?

Otra vez mirando

¿Cómo era aquello de tropezar dos veces con la misma piedra? La segunda ola nos pilló mirando. En aquellos días todavía largos de verano veíamos cómo cada vez estaba más cerca. Fuimos sordos a todas las advertencias, a los indicios cada vez más atronadores de que la curva volvería a dispararse hacia arriba con lo que ello suponía. De nuevo, multiplicación de contagios, ingresos hospitalarios… y muertes. Pero, salvo que te tocara cerca alguno de los dramas, no pasaba nada. La vida seguía más o menos igual. De acuerdo, con la mascarilla como compañera —para muchos, ni eso—, la necesidad de hacer cola para comprar el pan o la fruta y, de tanto en tanto, una rociadita supersticiosa de gel hidroalcohólico. Casi todo lo demás era prácticamente como antes, mientras los números tozudos certificaban que íbamos de mal en peor sin ser en absoluto conscientes.

Lo tremendo, lo definitivamente desazonante, lo brutalmente revelador es que en las últimas semanas hemos repetido idéntica coreografía a pesar de los mil y un avisos de que estábamos engendrando una nueva embestida del bicho. Sin haber sido capaces de doblegar la segunda ola estamos —en el mejor de los casos— a las puertas de la tercera, que según la mayoría de las señales, se promete más devastadora si cabe que las precedentes. Y nosotros, mirando.

Hasta nunca, 2020

Me llega el recuerdo difuso de las uvas de hace 366 días. Qué poco imaginábamos entonces que el feliz año que nos deseábamos cándidamente sería una sucesión de pesadillas. Era imposible por aquellas horas creer que podríamos pasar dos meses encerrados en casa prácticamente a cal y canto. O que irían cayendo una detrás de otra las mil y una fiestas que jalonan el calendario. O que se suspenderían las clases en todos los niveles educativos. O que miles de nuestros conciudadanos fueran arrojados al paro o, en el mejor de los caso, a ese barbecho laboral con fecha de caducidad llamado ERTE. Qué contarles de los comercios o las empresas pequeñas y medianas que bajaron la persiana y no volverán a levantarla.

Y todo eso que enumero, amén de lo que dejo sin nombrar, es el mal menor al lado de lo que ustedes y yo estamos pensando. Este es el minuto en el que ni conocemos realmente cuántas vidas se han quedado en el camino. 50.000 rezan las cifras oficiales para el conjunto del Estado, aunque hasta el menos ducho en matemáticas sabe que son bastantes más. Claro que lo más terrorífico llega al pensar que no es ni de lejos un balance cerrado. Nos quedan meses por delante para ver cómo se incrementa. No pretendo amargarles el brindis de esta noche; solo recordarles que 2020 se va pero el virus sigue ahí.

Vacunas… y mascarillas

Por si no me he expresado bien o no se han entendido mis dos columnas anteriores sobre el inicio de la vacunación, aclaro que no tengo nada en contra. Vamos, ni de lejos. Sostengo que es un logro y que todos debemos ponérnosla con la misma firmeza que defiendo que me sobran la propaganda, las caralladas sentimentaloides, el politiqueo de todo a cien y la desmedida transmisión de expectativas. Diría, de hecho, que esto último es lo que más me preocupa. Si a bastantes de nuestros congéneres les hace falta poco para saltarse las normas de seguridad más elementales, la propagación de la idea de que tenemos al bicho a punto de ser fumigado puede ser letal.

Me gustaría exagerar, pero creo que hay la suficiente bibliografía presentada para temerse lo peor. Demasiadas veces a lo largo de esta pandemia la conjunción de unas autoridades que están a por uvas y la tendencia del personal a pillar siempre lo ancho del embudo han provocado comportamientos nada deseables. Hay un ejemplo de parvulario: las mascarillas. En todas las letanías nos repiten que debemos usarlas, pero se pasa por alto que hay quienes no se la cambian en semanas o fían su protección a un trocito de tela de colores. Y por si faltaba algo, ahora son moda esas transparentes —¡homologadas!— a través de las que se puede beber. Hagan la prueba.

Esto no ha terminado

Resulta difícil escoger bando. Por un lado están los agoreros enfurruñados porque han empezado a poner vacunas y no ha sido bajo mandato de un gobierno de su color. Enfrente bailan la conga los heraldos de la buena nueva del inminentísimo fin de la pandemia y elevan sus aleluyas al muy progresista ejecutivo español bicolor. Unos, en dialecto morado y otros, en jerga rojo desvaído. Estos últimos solo permiten dar gracias a Sánchez, a Iglesias o la Ciencia. A Dios, ni mencionarlo, ni siquiera como fórmula y costumbre; pobre Araceli, la primera inoculada en Guadalajara, que fue despojada de toda gloria y escupida vilmente a sus 96 años por haber pronunciado tras el pinchacito el nombre del objeto de sus creencias. Hasta ahí podían llegar los talibanes del laicismo fetén, que una vieja escogida por su benéfico dedo les saliera con supersticiones cristianas. Leñe, que todavía si es Alá, tendría un pase en aras de la integración y tal y cual.

Por lo demás, la verdad es la verdad, la diga Agamenón, su porquero o Díaz-Ayuso. La pegatina de las cajas, del tamaño a escala de la bandera de Colón, cantaba un huevo a propaganda. Y sí, hay motivos para la esperanza, fue muy emocionante ver la cara de nuestros veteranos y del personal sanitario. Pero se engaña y nos engaña quien anuncie que esto es pan comido.