Bienvenido, Mister Pfizer

Miren, ya en el título de esta columna nos cae la primera lección. En lugar de Pfizer, debería haber escrito BioNTech, pues en realidad es esta compañía alemana fundada por inmigrantes kurdos la que dio primero con la tecla que ha derivado en la vacuna que hoy se empieza a pinchar en Hispanistán. Pero donde hay poderoso patrón farmacéutico, a quién le importa la sucursal, por muy germana sea. Toda la gloria de la futura salvación de la Humanidad para el gigante yanki que hasta ha conseguido que seamos capaces de pronunciar su endiablado nombre: Fáiser, decimos con desparpajo cosmopolita digno de mejor causa.

Pero no solo iba ahí. En estas líneas quería poner en solfa el bochornoso show que se han montado el doctor Sánchez y su escudero Illa a cuenta de la inoculación de las primeras dosis de la vacuna entre el Cabo de Gata y el de Finisterre. Una cuestión de salud, una cuestión literalmente de vida o muerte ha acabado convertida en pura y barata propaganda a mayor gloria del inquilino de Moncloa, con las comunidades autónomas tragando quina y bajando la cerviz ante la brutal humillación. 405 pinchazos para las primeras fotos en la demarcación autonómica y 150 para lo propio en el trocito foral. Ni a cuenta sale el pifostio logístico, pero es lo que toca en la telepandemia española. A callar, pues.

No poder; no deber

La autoridad competente ha ajustado las restricciones de cara a la navidad —o sea, ya mismo— en la demarcación autonómica. Realmente, no hay novedades de gran relieve. Se adelanta el cierre de la hostelería en los días señalados y se reduce media hora el toque de queda en nochebuena y nochevieja, con la recomendación (porque no se puede obligar) de que no se junten más de seis personas por domicilio en la cena de fin de año. A la vista de los picaruelos que ya andaban buscándose cámpings, casas rurales u hoteles para bailotear y compartir fluidos, se limita también la posibilidad de reservar con determinada antelación.

¿Tan complicado es? A juzgar por las reacciones de primer bote, sí. Menudo pifostio del quince, resoplan los siempremalistas. Qué ganas de jorobar la marrana, se enfurruñan los chufleros sin fronteras, exhibiendo su inalienable derecho a contagiar y, aunque ellos no sean conscientes, a ser contagiados. Otros, los presuntamente muy responsables, dicen que jopelines, que con solo media hora de margen después las doce, no les va a dar tiempo a llegar a sus casas. Tal cual se lo plantearon a la consejera Sagardui que, después de contar mentalmente hasta mil y respirar profundamente, contestó con su mejor sonrisa que hace un buen rato que todos sabemos que estas navidades no-son-co-mo-las-de-siem-pre. ¡Leñe ya!

¡Y ahora muta!

Era justo lo que nos faltaba. En el peor momento —¿acaso ha habido alguno bueno desde marzo?— llega la noticia de una mutación británica del virus. ¡De un día para otro! No era algo de lo que se nos viniera alertando o que formara parte de las hipótesis que llegan a los titulares. Qué va. Ha sido un jarro de agua helada sin preaviso. “Está fuera de control”, reconoció el atribulado gerifalte sanitario del Reino Unido, alumbrando de inmediato la ceremonia de la confusión, alimentada hasta infinito por la profusión de expertos indistinguibles de cuñados.

Les juro que en el mismo exitoso programa de telepredicación hispanistaní vi ayer a un requetelisto proclamando que no había motivo para que cundiera el pánico y a otro, diez minutos después, exhortándonos a rezar lo que supiéramos. A tirar por el váter todas las vacunas, venía a concluir el fulano que, por cierto, no distinguiría una probeta de una onza de chocolate pero ejerce de sabio catódico con permiso para asustar.

Como siempre he sostenido que el miedo guarda la viña y que la prudencia es la madre de la ciencia, sin tener pajolera idea, me alineo con quienes piden o ya han decretado el bloqueo de los vuelos procedentes de las islas. Me acongoja, eso sí, que Illa diga que no se han dado casos. Eso juró, y era falso, en la primera ola.

¿A dónde vamos?

No quiero resultar melodramático, pero me da que la banda sonora de esta pesadilla la está interpretando la orquesta del Titanic. Por benévolas y voluntaristas que se pongan las autoridades sanitarias al aventar los datos diarios, quedan pocas dudas de que caminamos de nuevo hacia el abismo de la tercera ola. Como menú-degustación, los aumentos de positivos forjados en los puentes, en las mareas callejeras, en las chuflas domésticas… y mucho me temo que también en lugares a los que no acudimos precisamente por ocio.

“¡Eh, eh, eh, que la hostelería no estaba abierta esos días!”, protestan los recalcitrantes. Y la respuesta no es difícil: menos mal. A nadie que no quiera autoengañarse se le escapa que el descenso que ahora se estanca llegó tras el cierre de tabernas y restaurantes. Cualquiera que haya visto las imágenes de la reapertura en la CAV tiene motivos para temer lo peor. ¿Culpa de los tasqueros? Desde luego que no.

Claro que el pasmo mayor viene al mirar el calendario para comprobar que estamos cada vez más cerca de las fechas señaladas y no parece que nadie con mando en plaza tenga la intención de echar el pie al freno. Nuestros vecinos del norte, incluidos los que se tomaron a la ligera la primera embestida del bicho, se afanan en medidas a cada cual más restrictiva. Y aquí, como si nada.

Tras Margaret Keenan

Ahí tienen un nombre para la Historia: Margaret Keenan. Esta mujer británica de 90 años ha sido la primera persona del mundo —vale, para que se no enfaden los tiquismiquis ñiñi— tras unos centenares o miles de voluntarios que ha recibido la vacuna contra el covid-19. En concreto, la de la farmacéutica Pfizer. Tras ella ha llegado, y esperemos que no sea presagio de un drama, un ciudadano llamado William Shakespeare, se lo juro. El resto de los que fueron pinchados ayer en el Reino Unido quedarán, si cabe, como glorias locales o, los menos suertudos, como apuntes para la estadística. Será fantástico que resulten los primeros de una lista muy gruesa de seres humanos inmunizados —ojalá por mucho tiempo— frente a una enfermedad que ya no tendrá la capacidad destructiva que ha mostrado en este fatídico año.

Aguardo con cierta ansiedad mi turno. Es verdad que también con unas migajas de recelo. Porque yo soy de los que no tiene dudas de que va a vacunarse, sin por ello dejar de entender a quienes albergan mil y un miedos. Ni de lejos caeré en la simpleza fácil de descalificarlos como conspiranoicos, magufos o patanes, que es lo que veo que sí practican determinados tipos superiormente morales. Comprendo, puesto que no les faltan, los motivos para su desconfianza. Y aun así, les animo a superarla.

Amor y sensatez

Nuestras queridas autoridades —da igual cuáles— siempre se van a equivocar. Si flexibilizan las restricciones, mal. Si las refuerzan, mal. Si las dejan como están, mal. En cada uno de los supuestos se escucharán las agrias quejas de los descontentos por esto, por aquello o por lo otro. Y lo divertido a la par que revelador es que no pocas veces las protestas vendrán de los mismos eternos disconformes.

Anoto, para que no me digan que me escapo, que de tener voz y voto en los órganos decisorios, en este momento yo optaría por la máxima prudencia. Comprendo la necesidad de hacer malabarismos con mil bolas políticas, económicas y sanitarias, pero se me ponen las rodillas temblonas al pensar que podemos estar comprando a plazos la tercera ola. Claro que también es verdad, y es lo que venía a contarles, que a estas alturas de la pandemia yo no necesito que venga ningún gobierno a decirme lo que tengo que hacer. Vamos, que independientemente de lo que esté permitido o no esté expresamente prohibido, sé qué tipo de actitudes y comportamientos debo evitar. Y me conforta no ser el único. Me consta, sin ir más lejos, que en más de una familia se ha decidido sin esperar al boletín oficial que este año tocan cenas y comidas en casa y solo con los convivientes. No se me ocurre mejor prueba de amor y sensatez.

Todavía no hay vacuna

Pido perdón por el incómodo baño de realidad, pero me permito recordar que nada de lo que nos han dicho sobre las diferentes vacunas contra el covid-19 se ha difundido a través de publicaciones científicas. Cada impactante buena nueva la hemos ido conociendo a golpe de comunicado o pomposa comparecencia ante los medios generalistas. Y en no pocos de los casos, con inmediata reacción en las bolsas, que eran las auténticas destinatarias de unos anuncios donde las poderosas farmacéuticas nos iban escamoteando sistemáticamente información. De sonrojo, por ejemplo, la de Oxford-AstraZeneca, que olvidó contarnos que sus esplendorosos resultados eran solo en menores de 55 años. Pillados en renuncio, sus impulsores confesaron que, glups, quizá sea necesario practicar alguna prueba adicional.

Pero lo más ilustrativo sobre el estado verdadero de la carrera es el aviso de la Agenda Europea del Medicamento: hasta finales de año, como muy pronto, no podrá evaluar las diferentes vacunas. O sea, que menos cuentos de la lechera y menos ventas prematuras de la piel de un oso —es decir, de un virus— que todavía no se ha cazado. Está bien tomar posiciones para estar listos cuando llegue el gran momento, pero todo lo demás es impostura y lanzar a la población el peligrosísimo mensaje de que esto está chupado.