No Navidad

No tenemos remedio. Quiero decir, siendo justo, que algunos de nuestros congéneres no lo tienen. Como si no hubiera sido suficiente escarmiento el desastre letal de las llamadas No Fiestas del verano, ahora se empeñan en construir la catástrofe futura que será la No Navidad. Caminan como autómatas descerebrados —y nos empujan con ellos, que es lo peor— hacia el abismo de la tercera entrega de la pandemia. Tramposos, ventajistas e ingenuos sin posibilidad de enmienda, se aferran al comodín de la inminente vacuna para espolvorear su mensaje sacado de esos grandes filósofos epicúreos que fueron Los Amaya: Vive la vida hoy, que mañana te puedes morir.

Lo jodido en este caso es que el enunciado puede ser literal. O casi, porque las leyes de probabilidad y la de Murphy apuntan a que las juergas nonavideñas matarán, como ha venido pasando hasta ahora, a los que no las habrán disfrutado. Ya les digo yo que bien pocos de los más de cien fallecidos en la última semana en Euskal Herria pillaron el bicho yéndose de mambo. Qué va, se lo dejaron en usufructo parientes y otros prójimos que no se privaron de chuflas idénticas a las que ahora vuelven a reclamar como derecho inalienable. Pequeños aznarines recalcitrantes, preguntan quiénes son las autoridades sanitarias para prohibirles expandir el virus. Rabia.

Evitemos la tercera

Es mejor que no nos engañemos en el solitario. Ciertamente, es un alivio ver cómo muy poco a poco la curva de la segunda ola ha emprendido el descenso. También lo es comprobar que en el mapa el color rojo va apagándose de día en día. Pero todavía estamos muy lejos de lo deseable, incluso de lo aceptable. Los números de hospitalizaciones siguen siendo demasiado altos y las tantas veces mentadas tasas de positividad y de incidencia acumulada por cada 100.000 habitantes continúan casi escandalosamente por encima de lo que marcan las recomendaciones de las autoridades sanitarias. Qué decirles de las cifras de fallecidos, que aún tardarán en dejar de crecer. Eso, sin perder de vista que cada muerte es una tragedia.

No pretendo ser un cenizo. Soy el primero en necesitar imperiosamente buenas noticias. Y sin duda, no son malas las que vamos contando últimamente. Parece que la tendencia ha cambiado y que la tempestad empieza a amainar. Si añadimos los prometedores avances sobre las vacunas, tenemos motivos para la esperanza. Sin embargo, una mirada hacia atrás —y no muy atrás; hablo de apenas unas semanas— nos debería servir para evitar caer de nuevo en los mismos errores. Cuando todavía no hemos abandonado la segunda ola, no podemos permitirnos de ningún modo poner la simiente para la tercera.

Sánchez, el gran vacunador

He perdido la cuenta de las veces que habré escrito aquí mismo que quien nace lechón muere gorrino. Ay, Sánchez, eterno Sánchez. Llevaba el tipo silbando a la vía de perfil durante lo más crudo de la segunda ola, dejando que se comieran el marronazo las autoridades de cada Comunidad, y cuando parece que dejan de pintar bastos, sale a darnos la buena nueva. Otra vez, en un aló, presidente dominical de los de hace unos meses. Españoles, españolas —inclúyanse ahí los y las de novísima obediencia, ya saben quiénes—, sepan que tenemos un planazo de vacunación contra el bicho que es la leche en verso. Oigamusté, que en esto vamos de la mano de Alemania, por delante de toda la purria de la UE, también de aquellos a los que les vamos dar el sablazo para pagar la ronda.

Un notición, ¿verdad? Tal que así les coló a los ingenuos y pelotas de diverso cuño. Este servidor, con pellejo duro y renegrido, olió el tufo a gato encerrado incluso bajo tres capas de mascarillas. Y así se lo solté a los oyentes de Onda Vasca: ¿Cuánto les va a que las autoridades de cada terruño, que son las que habrán de llevar a la práctica el pomposo plan de inmunización, no tienen ni pajolera idea de lo que ha anunciado urbi et orbi el prohombre de Moncloa? De nuevo, bingo. El lehendakari lo confirmó resignado y contrariado. Un caso.

Simón siempre se libra

Voy para muy viejo. Veo al bienamado Fernando Simón diciendo que es funcionario público y que no piensa bajarse del barco antes de tiempo y recuerdo a Felipito Tacatún (Joe Rigoli) proclamando en su rancio pero siempre vigente gag: “¡Yo sigo!”. Qué persona, el aragonés que hace gala de los estereotipos de su tierra. Cuando pase todo esto, Dios o Belcebú quieran que pronto, alguien debería dedicar una tesis doctoral o, como poco, un trabajo de fin de grado a la adherencia inquebrantable del gachó. Y, claro, a la fascinación absolutamente acrítica que despierta entre las entregadas masas.

Vale, quizá también sea digno de estudio el paquete gratuito que le tiene otra parte del graderío, con disposición de oficio a sacrificarlo antes de abrir la boca. Pero si tienen vocación de neutrales, o incluso, simpatizando de saque con el doctor que presume de no serlo, no me negarán que sale vivo de temporales en los que cualquier otro naufragaría. Da igual que suelte una machistada garrula, que confiese haber mentido sobre la utilidad de las mascarillas, que jure que todo va guay cuando va de culo, que diga que está bien cerrar cines o teatros porque la peña pimpla antes y después o que se descuelgue con que los sanitarios no se contagian en el curro sino cuando salen de mambo. ¿Imaginan a Urkullu o Ayuso en las mismas?

Memos sin edad

Doscientos idiotas en un botellón en Artxanda. Salen en estampida al llegar la Ertzaintza. No todos. Un puñado de ellos se quedan y se encaran con los agentes. Que si no son terroristas, que a ver dónde pone que está prohibido quedar con los amigos a socializar. Leo en el diario de la acera de enfrente que, incluso, hay una enfermera de 25 años que se viene arriba y suelta una docena de mentecateces. Me muerdo las yemas de los dedos para no escribir que manda narices con la generación más preparada de todos los tiempos o la que dispone de más medios de acceder a la información. Sería, por añadidura, una generalización injusta. Les puedo presentar a un buen montón de chavales y chavalas en esa edad crítica que hacen todo lo posible y más por no expandir el bicho. Al precio, eso tampoco se me pasa por alto, de tener la juventud aparcada en el arcén de la pandemia.

Eso, sin contar que pasarse las recomendaciones por el forro no es una cuestión de renovaciones de carné. Son incontables los memos talluditos que se apelotonan en los bancos públicos con un café en vaso de parafina comprado en el bar de enfrente, que se agolpan en los merenderos a compartir tortilla, fumeque y fluidos o que salen a corretear o bicicletear en manada porque las normas son solo para los pardillos que tratamos de cumplirlas.

No tan deprisa

Con la necesidad perentoria que tenemos de echarnos al coleto medio gramo de esperanza, no quisiera ser yo quien viniera a pinchar el globo. Sin embargo, creo que haríamos bien en moderar las expectativas sobre la vacuna de Pfizer. Indudablemente, es fantástico todo lo que se nos ha contado sobre ella, pero en este instante es uno entre cientos de pájaros volando. Hay como dos docenas de circunstancias que podrían chafar el invento. E incluso aunque no se dieran tales vicisitudes —la enésima mutación indetectable del bicho mamón, por ejemplo— y los plazos se cumplieran, nada nos garantiza que el par de pinchacitos vayan a hacer que en la próxima primavera volvamos a nuestra vida anterior.

En resumen, que debemos vacunarnos también, por si acaso, contra el exceso de entusiasmo y de confianza. Lo vivido hasta ahora nos demuestra que en eso sí andamos fatal de anticuerpos. Esta segunda ola que nos está azotando es, en buena parte, hija de la facilidad para despreocuparnos y venirnos arriba. Bravo, pues, por lo que pueda ser que nos depare el futuro, pero vendamos la piel del oso solo cuando tengamos la certeza de haberlo cazado. Tiempo habrá de disfrutar la victoria como se merece y con quienes nos merecemos. Hasta ese día ojalá no muy lejano, hagamos acopio de prudencia y de paciencia, por favor.

No es marzo

Es del todo comprensible la humana sensación de hastío infinito que hace pensar y decir que estamos de vuelta en la casilla de salida. Me acuso el primero: por ahí he dejado escrito que ahora mismo andamos como en marzo y abril. Se entiende como exageración provocada por la impotencia que empuja al síndrome de Sísifo. Pero no es cierto. De hecho y por fortuna, es rotundamente falso.

Para empezar, tenemos medio año de conocimiento acumulado —si bien todavía incompleto y contradictorio— sobre el comportamiento del bicho. Añadan que en este instante el personal sanitario dispone de equipos de protección en número suficiente cuando en aquellos días terribles de primavera los profesionales de primera línea se tenían que forrar con bolsas de basura y calzarse pantallas hechas a mano por voluntarios de buena fe. Ídem de lienzo con las mascarillas, que aunque sigan siendo más caras de lo debido, ustedes y yo podemos adquirir cuando entonces eran una quimera.

Claro que no hay nada más esclarecedor que los datos. Es verdad que hoy hay más positivos, pero eso es porque también se hacen infinitamente más pruebas. Pero en primavera llegó a haber más de 3.000 ingresados en los hospitales de Hego Euskal Herria, 350 de ellos en la UCI, cuando ahora hay 850 en planta y 200 en UCI. Cifras tremendas pero aún lejanas.