Tocaban los bares

Estaba entre el clamor, el temor y el secreto a voces: la demarcación autonómica sigue los pasos de Nafarroa y decreta el cierre total de la hostelería a partir de mañana. Hay otra media docena de medidas más, pero esa y el adelanto a las diez de la noche del toque de queda —uy, perdón, de la restricción horaria— son las que están en los titulares y, más significativo, en las conversaciones en vivo y en los humeantes grupos de guasap. Ahí tenemos un cierto retrato social. Lo que nos duele es que nos chapen los bares, incluso sabiendo íntimamente que es por nuestro bien y que, de alguna manera, han sido muchos de nuestros congéneres —aquí les juro que soy inocente— los que han hecho impepinable la orden de clausura con su actitud abiertamente irresponsable. Ahora lloran como chiquilines lo que no han sabido defender como adultos. Que nos quiten lo bailado, dirán en su incurable inmadurez.

Por lo demás, veremos si seguimos para bingo, o sea, para confinamiento general en nuestras casas. Como he anotado varias veces aquí mismo, tenemos muchos boletos para que sea así. Si el lehendakari le pidió a Sánchez anteayer que le diera un meneo al estado de alarma para hacerlo posible, por algo será. ¿Hay que lamentarse por ello? Yo no lo hago. Menos, sabiendo que es necesario y que no será como en primavera.

Diario de la segunda ola (7)

Cojamos el toro por los cuernos: solo un milagro nos va a librar de un nuevo confinamiento domiciliario. Quizá no sea mañana o pasado. Y no porque no haya motivos puramente sanitarios. Si leen entre líneas y no se dejan llevar por las querencias partidistas, sabrán que andamos en el enésimo pantano jurídico. Tanto aspaviento para aprobar el cojo-estado de alarma de medio año, y resulta que no sirve para que los gobiernos locales nos manden a casa. Llega a los cierres de bares, a limitarnos los movimientos hasta el municipio colindante “de tránsito habitual” (ejem, ajum) o, ya si eso, al toque de queda al que no hay bemoles a llamar toque de queda. Pero para lo otro, para lo que hasta el cuñado más cuñado sabía que venía, hay que convocar otro consejo de ministros extraordinario y una nueva sesión convalidatoria en el Congreso de los Diputados.

Hemos hecho, casi literalmente, un pan con unas hostias o una casa sin puertas ni ventanas. Pero sea para bien. Si la solución es esa, hágase sin perder un minuto, que mirando a nuestros vecinos de toda Europa, ya vamos tarde. Entretanto, a modo de aviso y preparación para lo que viene, decrétense las restricciones intermedias que quepan. Y cuando el BOE esté listo, venga de nuevo al encierro en el dulce hogar, aunque —espero— no tan estricto como el primero.

Negacionistas duros y blandos

Era lo que nos faltaba. En el mismo instante en que vuelve a arreciar la pandemia —¡y lo que nos queda!— aparecen en nuestras calles piaras de conspiranoicos, nazis sin matices, tontos de baba, bronquistas que se tienen por antisistemas y, en fin, memos de variado pelaje. En nombre de la libertad, manda pelotas, descuajeringan el mobiliario urbano y nos devuelven a ese anteayer no tan lejano de humo, pedradas, carreras y pelotas de goma. Me alegra constatar de saque que, salvo algún regüeldo en las inmediaciones de Vox, esta vez no parece haber políticos que caen en la tentación justificatoria de los sembradores de gresca. Eso que nos llevamos por delante, aunque yo no puedo evitar anotar aquí que todos los que queman contenedores se parecen como un moco a otro.

Por lo demás, y más allá de estos vándalos de manual, me preocupa que parte de sus letanías vayan calando entre personas que no van a salir a romper cristales. Seguro que hay alguien así en su entorno. Parapetados en un hartazgo que tiene parte de real y mucho de impostura infantiloide, pregonan la maldad infinita de cualquier medida que les impida seguir campando a sus puñeteras anchas. Como los otros, esta buena gente berrea también que están cercenando nuestros derechos básicos, como si contagiar el bicho al prójimo fuero uno de ellos.

Diario de la segunda ola (6)

Detesto el papel de pájaro de mal agüero, pero no me queda otra que afirmar que vamos de cabeza otra vez a la prisión domiciliaria, digo al confinamiento en casa. Lo huelo en las declaraciones de las autoridades, demasiado parecidas a las que suelen gastar los presidentes de los clubs de fútbol antes de darle la patada al entrenador. Sospecho, por lo demás, que en cada comparecencia o canutazo nos dan información ya caducada. Van dos capítulos por delante del común de los mortales o del plumilla corriente y moliente y les cuesta disimular que manejan previsiones que rozan lo terrorífico.

Y luego está la calle, con buena parte de mis congéneres apurando el agua, o sea, las birras, los crianzas y los gintonics para llevarse eso por delante cuando volvamos al chape, a los aplausos de las ocho, la tortura musical de Manolo y Ramón y el bingo entre balcones. Me temo, en todo caso, que la mayoría solo son vagamente conscientes de la que se nos viene encima. Entre la candidez y el egoísmo extremo, muchos siguen preguntando si tras las últimas restricciones podrán ir este fin de semana a cazar, a por setas, a ver a Bisbal, a la jamada prevista en el txoko, a la ruta del vermú a la que se habían apuntado hace un mes, o como en la célebre duda resuelta por la Policía Municipal de Bilbao, a echar un polvo.

El botellón de Pedro Jota

Hay que reconocer que las disculpas del ministro Salvador Illa han ido más allá del formulismo y que sonaban absolutamente sinceras. No me queda la menor duda de que se siente afligido y avergonzado de verdad. Sin embargo, su encomiable acto de contrición no borra de un plumazo la gravedad de su comportamiento. Es del todo indefendible que, en lo más crudo de la segunda ola de la pandemia, el titular de la cartera de Sanidad se deje camelar para participar en una fiestaza con 150 personas o, en este caso, personajes. Por lo demás, si analizan los pequeños detalles, cuando en la parte más infantil de su discurso, Illa pretendió quitarle una gota de hierro a su patinazo aclarando que no se había quedado a la cena, acabó señalando a todos los que sí lo habían hecho.

De esos, el resto de los selectos convidados al botellón de alta alcurnia organizado por Pedro Jota, todavía estamos esperando algo parecido a una explicación. Hasta la fecha, y salvo algún farfulleo autojustificativo amén de falso (“Todo era legal”), solo hemos asistido a un espeso silencio que retrata perfectamente a los ínclitos Robles, Casado, Arrimadas, Dolores Delgado y demás chufleros con pedigrí. Es una indecencia sin matices irse de mambo cuando a la currita y al currito de a pie se les prohíbe poner flores a sus difuntos.

Sin aspavientos

De minuto en minuto se tiñe el mapa de rojo. Aquella curva que no hace tanto tiempo creímos ver emprendiendo el descenso se ha dado la vuelta y trepa con letales bríos renovados. Sería un espectáculo hipnótico si no fuera porque están en juego literalmente vidas y haciendas. Es grande, por supuesto, la tentación de enredarse con las culpas —¡como si no tuviéramos una idea bastante aproximada del porqué de la mayoría de los brotes!—, pero mientras porfiamos que si son galgos o podencos, sigue creciendo la presión en los hospitales y no dejan de bajar las persianas.

Andamos tarde, muy tarde, pero no proceden los lamentos sino los hechos. Que se hagan a un lado los exquisitos de los decimales jurídicos y, con ellos, los pescadores de río revuelto. Claro que no era el estado de alarma lo más deseable. Sin embargo, a la fuerza nos han ahorcado y ahora mismo es la herramienta legal que tenemos sobre la mesa. ¿Por seis meses, ocho semanas, cuarto y mitad? Tal vez proceda, simplemente, ir viendo cómo evolucionan los acontecimientos. Gestionémoslo sin aspavientos, honradamente y con la tarea repartida porque luchamos por un bien común. Abordemos la cuestión de una puñetera vez como una endiablada crisis sanitaria, la peor de nuestra Historia reciente, y no como una partida de ajedrez político. ¿Podrá ser?

¿Queréis alarma? ¡Tomad!

Bueno, pues ya tenemos el deseo concedido por nuestro particular genio de la lámpara. Recién llegado de fotografiarse contumazmente sin mascarilla en El Vaticano —¿qué decíamos de Trump y Bolsonaro por lo mismo?—, el redentor Sánchez Castejón ha escuchado las preces de sus vasallos y nos ha concedido un estado de alarma de toma pan y moja. ¡Hasta el 9 de mayo de 2020, oigan! No lo hay más largo en nuestro entorno inmediato, a ver qué dirigente europeo se atreve a bajarse la bragueta ejecutiva y medírsela con el mejor dotado de los gobernantes de este lado de Occidente. Bien es verdad que te tienes que reír (por no llorar un río) al aplicar la lupa y comprobar que el toque de queda en Hispanistán comienza a las once de la noche, cuando los componentes del populacho hemos tenido tiempo de sobra de socializar el virus a modo con nuestros compadres.

Más allá de la melonada horaria, qué gran triunfo para los conspicuos defensores de las libertades civiles. Resulta que para evitar que cercenaran (supuestamente) una, la de reunión, nos encontramos ahora mismo con un decreto que permite tumbar durante medio año ese derecho fundamental y otras diez docenas más sin dar ninguna explicación. En resumen, se ha hecho un pan con unas hostias. Hasta tendría gracia si no fuera porque hay gente que sigue muriendo.