De la última crisis salimos sin enterarnos. Un buen día —imposible recordar si era martes o jueves— extendimos la palma de la mano hacia el cielo y resultó que habían dejado de caer chuzos de punta. Así, sin más misterio ni parafernalia. Pudieron haber quedado en evidencia los profetas que habían ido vaticinando mil fechas diferentes para la resurrección o aquellos, más cenizos, que aseguraban que nunca volveríamos a ver el sol. Pudieron, sí, pero se salvaron de la rechifla porque en el mismo instante en que sentimos que cedía la opresión del pecho y del zapato, la memoria se nos volvió gaseosa. Todo ese tiempo de negrura y aflicción empezó a sernos ajeno hasta que se nos separó completamente del cuerpo, que de nuevo estaba de jota y con ganas de darse un homenaje. Nos aguardaba una prosperidad por estrenar. Nadie tenía un minuto que perder dejando fe de la penuria pasada, sus cómos y sus porqués. Ni por lo más remoto sospechábamos que no tardaríamos demasiado en necesitar aquellas lecciones que renunciamos a aprender.
Lo cuento con un lirismo que seguramente está de más y, de propina, lo cuento mal. La primera persona del plural con que arrancaba es clamorosamente falsa. Digo que salimos, cuando lo cierto es que muchos —muchísimos— no lo hicieron. La abundancia que ahora sabemos efímera ni les rozó. Se quedaron en la cuneta mientras algunos de los que les habían hecho compañía, por ejemplo, en la cola del paro decidían en los catálogos de Mundicolor si Punta Cana o la Riviera Maya. ¿Remuevo alguna conciencia social de nuevo cuño si descubro que ya entonces los bancos desahuciaban a porrillo y que, en lugar de solidaridad, había codazos para quedarse con los pisos que salían a subasta? Entre los mismos que no hacía tanto habían tenido el agua al cuello y alguno de los que probablemente hoy están a punto de ahogarse. De la última crisis salimos (no todos) sin enterarnos. Y sin memoria.