Los ojos que miran

Miro y remiro el cartel condenado de la Emakumeen Bira y no salgo de mi asombro. Miento. En realidad, me ha sorprendido lo justo el pifostio de diseño que ha acabado, según la costumbre, con la retirada de una imagen “no adecuada”. Si se cuentan entre quienes no lo han visto, traten de imaginarlo a partir de esa expresión. ¿Qué será “no adecuado” en el anuncio de una prueba deportiva en la que participan solamente mujeres? Pues lamento decepcionarles. Todo lo que aparece en el póster es una instantánea de la parte trasera de la cabeza de una ciclista —una trenza que sale del casco— y, en primer y supuestamente escandaloso plano, la corredora del Rabobank, Katarzyna Niewiadoma, ganadora de la edición del año pasado, lanzando un beso. Pueden comprobarlo, pero les juro que va con un maillot holgado y con la cremallera hasta arriba. ¿Qué tiene de particular, entonces, ese beso?

Me temo que ahí le hemos dado, porque a este servidor, y creo no ser el único, no le parece que tenga absolutamente nada de tórrido, lascivo o lujurioso. Es, sin más, un piquito al aire, un gesto simpático que no tiene nada que ver con que quien lo haga sea hombre o mujer… salvo que la interpretación en clave húmeda esté en los ojos que miran. Les ocurre mucho a los curitas de carótida inflamada: el pecado está en sus calenturientas cabezas. Es curioso el parecido de estas actitudes con las de las ligas de la moral de tijera y rotulador en ristre.

Por lo demás, es para llorar mil ríos que, como acaba de pasar, la pericia en la caza de micromachismos se corresponda con una ceguera estruendosa (¡y voluntaria!) ante los inmensos.

‘Sexichou’ en vivo

Ya saben lo del Efecto Streisand: algo que estaba destinado a tener una difusión limitada acaba conociéndose a troche y moche por el intermedio de quien se siente ofendido y se lía a darle tres cuartos al pregonero. Pues ha vuelto a pasar, en esta ocasión, en Berango, donde un garito montó lo que en mis tiempos los paisanos de ojos desorbitados llamaban sexichou en vivo. El profundo argumento del artefacto alegrabajos iba, al parecer, de un maromo neumático a base de esteroides que dominaba a cinco mujeres. Por lo menos, así se da a entender en el patético cartel anunciador, que presenta al gachó recauchutado rodeado por las (sigamos con la terminología viejuna) gachises, en actitud sumisa, si bien no dan la impresión de estar pasándolo muy mal. El detalle de las estrellitas toscamente pintarrajeadas allá donde se supone que van los pezones redondea una pieza que mueve más a la risa o la compasión que al recalentamiento inguinal.

Esto, claro, siempre y cuando no se disponga de esos ojos robocopianos de curilla preconciliar o dama del Ejército de Salvación que encuentran pecado allá donde se posen. Entonces sí, la menor chorrada se convierte en escandaloso e intolerable acto para la lapidación. Incluso, cuando hay consentimiento expreso de adultos o, como es el caso, se podría dar (y de hecho, se da) a la inversa, o sea, con una dominatrix atizando candela a cuatro mancebos. Una actriz que participa voluntariamente en estos espectáculos me decía que está harta de ser tratada como menor de edad por las mismas personas que denuncian que a las mujeres se les impide tener voluntad propia. Piénsenlo.

¿Tolerancia cero?

Otra concentración modélica. Todo perfecto. La multitudinaria asistencia y su plural representación política incluyendo a la nueva autoridad municipal. Las pancartas, las consignas, los folletos esgrimidos como un (inútil) detente-bala. Ni una agresión sexual más, basta ya, no es no, aski da. Palabras, una vez más, al viento. Muy bonitas y muy sentidas en los titulares, pero al cabo, apenas una conjura para la impotencia o unas gotas de árnica para la conciencia. Necesitamos pensar que hacemos algo, que no nos resignamos, que no aceptamos y ya. Y está muy bien, oigan, salir a la calle y gritar muy alto, aunque se sepa —porque se sabe, ¿verdad?— que el mensaje jamás les va a llegar a los destinatarios, o que si les llega, por un oído les entra y por el otro les sale.

No es la primera vez que pregunto, y en cada ocasión lo hago con mayor desazón, si una vez comprobado que somos la rehostia mostrando nuestra repulsa, no habrá llegado el momento de trasladar esa pericia a evitar los ataques. Con algo más que bienintencionadas campañas de concienciación, quiero decir. O con planes de actuación que vayan más allá de clausurar los lugares donde estadísticamente se producen las agresiones o de invitar a las posibles víctimas a no pasar por aquí, por allá o por acullá, no sea que les vaya a tocar a ellas.

¿Qué tal si empezamos a perseguir en serio y sin miramientos todas las conductas de sometimiento heteropatriarcal y no solo las políticamente correctas? ¿Y si nos conjuramos para que “Tolerancia cero” pase de ser un resultón deseo expresado en voz alta a un principio que se demuestra a través de los hechos?

No ser como ‘ellos’

Empiezo exactamente donde lo dejé ayer. Si has fundamentado el famoso asalto a los cielos en marcar las diferencias con quienes encarnan y sostienen el sistema decrépito, en cuanto te pintan los primeros bastos, no puedes utilizar su comportamiento como término para la comparación, y menos, la justificación. Unilateralidad es una palabra no solo jodida de escribir o pronunciar, sino de llevar a cabo. ¿Que es que ellos son muy malos y una y otra vez hacen cosas peores que las tuyas y, aun así, se van de rositas? Pues claro, por eso hay que derribar los andamiajes que aguantan y alimentan tales actitudes, pero sin perder la coherencia en el mensaje.

Para mi desazón, aunque no para mi sorpresa, el asunto este de la arqueología de los tuits de los electos del nuevo gobierno capitalino madrileño está sirviendo para retratar a muchos espolvoreadores de verdad, dignidad y justicia a granel. En lo humano, se entiende que se trate de defender al compañero ante un ataque feroz y, desde luego, no basado en principios sino en hacer sangre. Pero esa defensa se convierte en ofensa a la inteligencia, amén de autorretrato, si su argumento es que los otros han acreditado mayores niveles de vileza. Se diría que más que a erradicar las canalladas, se aspira a repartirlas equitativamente.

Eso, en el mejor de los casos. No pocos de los que han entrado a esta gresca están reivindicando, supongo que en función de su probada supremacía moral, la patente de corso para hacer gracietas brutalmente machistas o xenófobas. Y si alguien se molesta, es un puñetero plasta de lo políticamente correcto. Y un fascista, claro.

Qué asco, alé, alé

No han pasado ni tres meses de las lágrimas de cocodrilo, los golpes de pecho y la indignación de plexiglás. Tras el asesinato de un hincha del Dépor a manos de una jauría de miembros del Frente Atlético, el fútbol patrio(tero) tocó a rebato. Se suponía, y así se cacareó, que aquello era el non plus ultra. De ahí en adelante, los energúmenos serían expulsados de los estadios y se perseguiría con lupa de un millón de aumentos cada acto reprobable que tuviera lugar en las gradas. El listón se puso tan ridículamente bajo, que en el campo del Villarreal fue requisada una tosca pancarta en la que se leía “Sexo, gol y Finnbogason”. Medio diapasón más arriba, la farisea Liga de Fútbol Profesional puso en búsqueda y captura a unos aficionados que habían coreado en el Camp Nou “Cristiano Ronaldo, borracho, oé, oé”.

Comparen ese cántico casi infantilón dedicado al astro portugués con este otro que se entona en el Benito Villamarín en cada partido para animar a un jugador del Betis al que se le piden dos años de cárcel por malos tratos a su exnovia: “Rubén Castro, alé, alé, no fue tu culpa, era una puta, alé, alé, lo hiciste bien”. Aunque fue el pasado fin de semana cuando saltó la noticia, provocando el fingido escándalo de dirigentes del club sevillano y de mandamases del deporte español, lo cierto es que hace ya muchos meses que esa atrocidad se berrea ante el silencio cómplice general. Silencio nauseabundo que incluye a la directiva bética, al cuerpo técnico, la plantilla en pleno, la afición verdiblanca con honrosas excepciones, y desde luego, a la prensa local, que ha hecho literalmente oídos sordos. Alé, alé.

Sombras de machismo

En este martes gordo tontorrón me toca, para no variar, el disfraz de minoría absoluta. Comparezco, además, cautivo y desarmado por la evidencia incontestable (a la par que previsible) del taquillazo cosechado por el potito cinematográfico del momento. Consciente de que, al igual que muchos de mis amigos y conocidos más apreciados, ustedes pudieron haber sucumbido al fenómeno e incluso con goce y/o disfrute, les ofrezco la posibilidad de adelantar el punto final de esta columna. En serio: no es necesario que pasen al siguiente párrafo. Déjenlo aquí y eviten que un tipo seguramente equivocado les suelte una filípica de aúpa sobre algo en lo que ni habrán reparado.

¿Que a qué me refiero? Pues, de entrada, al gregarismo superlativo. Tanta sociedad a punto de rebelarse, y resulta que la masa se deja conducir a toque de pito al cine, a la librería real o virtual… y hasta al Leroy Merlin a comprar cuerdas, cinchas y demás utillería para imitar los bricolajes sexuales a que se entregan los protagonistas de la vaina. Se pregunta uno si los calendarios correrán en balde. Este furor está hecho de la misma pacatería reprimida que a finales de los 70 llenaba las salas para echarse a la pupila las tetas de Nadiuska.

Quizá me digan que ahora es más igualitario puesto que el público es mayoritariamente femenino. Y miren, ahí me duele todavía más porque el resumen de los libros y de la película viene a ser que el amor ideal consiste en un chulazo que ata y hostia física y mentalmente a una mujer que, para más recochineo, está encantada con semejante trato. Luego, claro, nos echaremos las manos a la cabeza.

Dobles varas

No, la columna de ayer no pretendía ser una encendida soflama sobre la igualdad. Cuando a los hombres nos da por elevar la nota del discurso de género, además de rayar en lo patético, acabamos practicando uno de los machismos más repugnantes que se me ocurren: el paternalismo. Francamente, si yo fuera mujer, creo que me repatearía el hígado que un tío viniera a darme un par de palmaditas comprensivas en la chepa mientras me susurra lo muchísimo que simpatiza con mi causa. Y ya que estamos, tengo la convicción de que tampoco me haría demasiada gracia que me reservaran por decreto un número equis de plazas donde fuera, de tal modo que si llegara a ocupar una, nunca sabría si la he obtenido por mis méritos o me ha tocado en mi calidad de cuota monda y lironda. Otra cosa es que a nadie le amargue un dulce o le venga mal una ventaja, pero entonces no lo vistamos de justicia social. Paridad obligatoria, listas-cremallera o discriminación positiva me parecen, en el mejor de los casos, buenas intenciones de esas que alicatan hasta el techo el infierno.

Pero ya digo que no iba de eso (o no específicamente) lo que escribí hace 24 horas. Ni siquiera de Grecia, Tsipras o Syriza, aunque el punto de partida estuviera en el gobierno con pleno de pitilines que ya ha empezado a tomar medidas —varias, de ovación cerrada, por cierto— en tierras helenas. El quid estaba, o mi propósito fue ponerlo ahí, en el deprimente relativismo moral, en la puñetera e hipócrita doble vara de medir que conduce a deplorar o justificar el mismísimo fenómeno en función de las simpatías que se dispensen hacia sus protagonistas.