Trabajo de florero

Incómoda cuestión, la que suscita la modelo Sandra Martín en estas mismas páginas. “Lo discriminatorio es que te quiten el trabajo de azafata”, afirmaba en referencia a la supresión en algunas pruebas deportivas de las entregas de premios a cargo de mujeres. Aquí empieza el terreno para las precisiones. Cualquiera con dos ojos, memoria y la voluntad de no hacerse trampas en el solitario sabe que no hablamos de mujeres en general. Para participar en esas ceremonias es preciso responder a unos determinados cánones físicos y, en no pocas ocasiones, acceder a llevar un atuendo que resalte tales características. En cuanto al papel en el podio, y si bien hay diferencias en función de las modalidades deportivas —en las de motor es un punto y aparte—, diría que caben pocas discusiones. Es meramente ornamental y con frecuencia roza la sumisión.

Hasta algunos de los llamados al agasajo —el que más claro ha hablado es el ciclista Mikel Landa— se sienten incómodos con en ese trato y abogan por erradicarlo. Me resulta increíble que a estas alturas haya, sin embargo, quien defienda la permanencia del patrón casposo. Y mucho más, cuando no es descabellado pensar en una solución que, salvo a los que quieren que las competiciones incluyan de propina la exhibición carnal, puede ser satisfactoria para todo el mundo. Incluyo ahí a Sandra Martín y a sus compañeras, que podrían seguir en el desempeño de su oficio compartiéndolo con otras mujeres y otros hombres a quienes no se exigiera una presencia física determinada. Solo la aptitud imprescindible para un trabajo que, efectivamente, no es ni mucho menos una filfa.

Prohibiciones

El otro día me descubrí a mi mismo abogando por una prohibición. Y no precisamente en la sobremesa de una cena ni en el marianito dominical. Fue nada menos que en la televisión pública vasca, concretamente, en El programa de Klaudio, ante unas cuantas miles de personas. Hablábamos de ese garito infecto de Gasteiz que había tenido la genial idea de organizar un concurso de culos de mujeres con 200 euros de premio para la ganadora. Traía de casa mi argumento habitual para situaciones como la planteada: mejor no dar ni media bola a este tipo de membrilladas que buscan, justamente, el autobombo por la cara. Creo que llegué a decirlo, pero obviamente, el razonamiento no sirve ni como parche para un debate así. La cuestión era qué hacer una vez que la competición estaba anunciada y se conocía incluso sobradamente.

En ese cara o cruz, ni lo dudé: “A riesgo de parecer retrógrado, creo que no hay más remedio que prohibir determinadas actividades, y esta es una de ellas”. Como la mayoría de mis compañeros en la mesa, me acogí a lo denigrante para las mujeres que resulta un espectáculo de ese pelo. Ante la evidente pregunta sobre quién decide lo que es o deja de ser denigrante, vinimos a coincidir en que eso es cosa de la mayoría de los representantes políticos de la sociedad. De hecho, tal concepción está presente en varias leyes, incluyendo la que se habría aplicado para impedir el evento.

Al llegar a mi casa tras el programa, vi el guasap de una amiga nada sospechosa de dejarse cosificar: “¿Quién eres tú para prohibirme que, si es mi voluntad, me presente a un concurso de culos?” Ahí les dejo el embolado.

Otro día después

De 8 de marzo en 8 de marzo renuevo mi escepticismo, aunque voy dejando de preguntarme por qué en ciertos terrenos en lugar de avances, hay retrocesos. La respuesta, diría el inopinado premio Nobel, está soplando en el viento. Me refiero al viento por el que circulan las consignas que son casi letanías. Discursos por la igualdad en serie y régimen de semimonopolio, qué gran contradicción. Con su jerga cada vez más intrincada, con un número creciente de profesionales en nómina y/o con caché.

Campañas, lemas, pancartas. No, por supuesto que no sobran. Pero alguien debería pararse a pensar, o directamente a investigar cuánto, a quiénes y cómo llegan, no vaya a ser que volvamos a estar en el consumo interno o en la retroalimentación. Un grupo selecto produce eslóganes para sus integrantes, que se los repiten entre sí creando la (me temo) falsa sensación de ser partícipes de una idea universal. Sin embargo, a nada que se rasque, se comprueba que no es así. Fuera quedan las personas que en mi humilde opinión deberían ser las destinatarias de los mensajes. No hablo de machistas recalcitrantes e incurables, sino de hombres y mujeres —sí, ¡y mujeres!— que por razones que habrá que escudriñar, no se dan por aludidos y aludidas. O peor, se sienten definitivamente muy lejos de muchas de las proclamas en apariencia mayoritarias.

Por lo demás, y como he escrito un millón de veces aquí mismo, yo soy partidario de priorizar el hecho sobre el dicho. Urgentemente, además. Empezaría por la tolerancia cero, que en mi cabeza es cero absoluto. Sin excepciones, sin contemporizaciones, sin mirar hacia otro lado. Cero.

Pues ganó Trump

Pues ganó Trump, y probablemente sea una desgracia inmensa, pero resulta descogorciante ver a tanto demócrata del copón y pico ciscándose en lo mal que vota el populacho. Estamos con la gente, con toda la gente, la buena gente… siempre y cuando echen la papeleta que corresponde. ¿Cuál? Vaya preguntita, la que señalan los dueños del camino, la verdad, la vida y, para no extendernos, la superioridad moral. Ese cabreo posturero es el de los trileros del rastro cuando los que están llamados a ser primos les descubren la bolita una, otra, y otra vez.

¿Y ahora qué? Je, menudo chiste es que los que nos están diciendo lo que va a pasar en lo sucesivo sean los profetas —analistas se bautizan a sí mismos— que no han sido capaces de olerse la que se venía. Era materialmente imposible que un bufón homófobo, machista y racista venciese a la candidata apoyada por todos los medios de comunicación de postín, las corporaciones económicas más poderosas y, en general, los apóstoles del bien pensar. Toma planchazo.

Para nota, por cierto, esa recua de santurrones del género y la multiculturalidad que ahora echan pestes de las mujeres —“¡Son las peores!”— y los inmigrantes de varias etnias —“¡Se merecen lo malo que les pase!”— que han respaldado al fantoche multimillonario en un porcentaje nada desdeñable. ¿Cómo es que eligen a un tipejo que las y los insulta de ese modo tan grosero? Quizá porque se sienten todavía peor tratados por quienes, además de tener las santas narices de hablar en su nombre, los arrumban de escoria inculta.

¡Ah! Y por el estabilishment no sufran. Si se llama así es por algo. Jamás sale derrotado.

¿Rechazar y qué más?

Sin duda, reconforta la participación masiva en las concentraciones contra las agresiones sexuales en Iruña. El riesgo es que acaben convirtiéndose en parte del programa de Sanfermines. Por tremendo que suene, se diría que vamos camino de ello. Y hasta me da en la nariz que lo aceptamos con una extraña mezcla de estupor, resignación y autocomplacencia.

Comprendo que les choque lo último. No debería tener el menor sentido hablando de lo que hablamos, y sin embargo, basta observar ciertas actitudes y prestar atención a determinadas declaraciones, para tener la incómoda sensación de que las manifestaciones de rechazo operan como una suerte de bálsamo para las conciencias atribuladas. Asistir, casi fichar, provoca el alivio de pensar que ya se ha hecho todo lo que cabía. Eso, en los casos más encomiables o menos dignos de reproche. No creo que les descubra nada si menciono a los profesionales de la más enérgica repulsa de lo que sea. Excuso detallar cuánto aborrezco a esos tipos y a esas tipas que hacen de cada violación una ocasión para el lucimiento personal a través de encendidas proclamas de repertorio.

Espero con ansiedad el momento en que nos demos cuenta de que los destinatarios de los exabruptos ortopédicos —Aski da, joder!, ¡Ni una más!, etc— pasan kilo y medio de tanta palabrería, y empecemos a cambiar de estrategia. Claro que para eso sería necesaria una determinación sin fisuras a no pasar ni un solo ataque sexual. Por desgracia, este mismo año hemos visto ejemplos cercanos y no tanto de una desvergonzada disposición a callar, disculpar, justificar o amparar según qué agresiones a mujeres.

8 de marzo + 1

Hinco humildemente la rodilla para reconocer mi nuevo error. Vaya un columnero de las narices, clamando contra minucias como el silencio, el amparo y la justificación de centenares de agresiones sexuales por la progresía más fetén, cuando hay denuncias mil veces más urgentes. Verbigratia, acabar con el intolerable oprobio del cartel no inclusivo de las cortes españolas, que reza solamente “Congreso de los diputados”, como si dentro no sudaran también la gota gorda las diputadas.

Y miren que ni siquiera se me pedía que me pusiera reivindicativo, pues el espíritu de la jornada permitía también hacer la ola ante los inmensos logros cosechados por la causa de la igualdad. Alguno de alcance sideral, como los semáforos paritarios —¿O son paritorios?— de Valencia, donde el falocrático monigote habitual se alterna con la representación luminosa de una mujer. ¿Y cómo se sabe que es una mujer? Pues porque se ha vestido al icono con una falda. Comentaría que manda muchas pelotas la identificación de lo femenino con tal prenda, pero me voy a ahorrar las collejas de los —¡y las!— bienpensantes, que ya llevo unas cuantas estos días.

Así que, nada, celebro el triunfo y lo sitúo a la altura de la camiseta verde y rosa —juraría que otro topicazo, pero mis labios están sellados— con que el Betis homenajeó el domingo a las mujeres. Como quizá sepan, en la primera plantilla del club están Rubén Castro, presunto maltratador múltiple al que jalea parte de la hinchada, y Rafael Van der Vaart, que golpeó en público a su ex mujer hace tres años. Insignificancias; lo importante es, como siempre, el gesto para el selfie.

1.073 denuncias falsas

8 de marzo otra vez. Conforme a la costumbre, se imponen las maravillosas proclamas, los gestos, las promesas, las campañas, o lo que es lo mismo, y siento mucho decirlo, la casi nada.

Añadan a la vaciedad bienintencionada, si quieren, estas mismas líneas, que también forman parte de la rutina. Solo cambia que cada vuelta de calendario son hijas de una impotencia y un cabreo mayores. Ya no es únicamente la constatación de que la tan mentada educación-en-valores, lastimoso comodín o amuleto que sigue trufando las prédicas reglamentarias, no solo no ha frenado la peste, sino que nos ha provisto de camadas tan o más machistas que en los tiempos de la Enciclopedia Álvarez. A esa maldición que se corrige y se aumenta, sumo lo que llevamos visto desde la madrugada en que nació 2016.

Sí, les hablo de Colonia y de las otras ciudades europeas donde se produjeron en nochevieja centenares de agresiones sexuales coordinadas. Solo en la localidad alemana sumaron 1.073 denuncias. Las primeras reacciones de quienes habitualmente lideran la batalla por la igualdad fueron del silencio bochornoso a la minimización (“Se está haciendo demasiado escándalo por algo que no fue para tanto”), pasando por la contextualización vomitiva (“Es que les mandaban mensajes erróneos a esos hombres”). Dos meses largos después, desde el feminismo de discursos y formas más contundentes, se ha dado un ignominioso paso más: la negación pura y dura. La nueva teoría, que asombrosamente ha hecho fortuna en los sectores progresís de costumbre, es que estamos ante un colosal montaje para provocar el aumento de la xenofobia. Y colará.