Mordazas, según

—El ministro Fernández quiere crear un organismo que controle lo que se publica en los medios de comunicación y, si procede, imponga sanciones a los que se pasen de la raya.

—¡Maldito fascista! ¡Pretende amordazarnos para impedir que divulguemos las maldades del sistema! Pero no nos va a callar. Se va a enterar el tal Fernández.

—¿Fernández? Qué cabeza la mía, ha sido un lapsus. El que lo propone es Pablo Iglesias.

—¡Ah, bueno! Eso es otra cosa. Tiene toda la razón. Es urgente parar los pies a la caverna y castigar a esos plumíferos mentirosos al servicio del gobierno o, lo que es lo mismo, del capital. Y si hay que cerrar algún periódico, alguna radio o alguna televisión, se cierra.

Se trata de un conversación ficticia, pero verosímil. De hecho, se basa en lo que la crema y la nata progresí bramó cuando el mentado Fernández advirtió —y cumplió— que iba a perseguir a los revoltosos de las redes sociales y las aleluyas que cantan los mismos patanegras de lo guay sobre la (antepen)última ocurrencia de Iglesias. Basta cambiar el sujeto de una oración para que la miga que contiene merezca interpretaciones diametralmente opuestas.

Por desgracia, ya ni siquiera sorprende que el fenómeno se dé ante un asunto que debería estar fuera de concurso, especialmente para quienes hemos denunciado la clausura de más de un medio por los santos pelendengues del poder. La lógica —es decir, la ilógica— que llevó, por ejemplo, a la fumigación de Egunkaria es idéntica a la que maneja el gurú de moda. Y manda pelotas que los primeros medios a los que cabría aplicar su edicto son los que le han aupado al púlpito.

Poder a Podemos

Como sabrán a poco que le echen un ojo a estas líneas, no soy el fan número uno de Pablo Iglesias, pero empiezo a bendecir la hora en que emergió de entre los lodos para liderar —no caben dudas sobre el verbo— un movimiento que solo con una ceguera cósmica puede ser considerado una anécdota. Mis recelos respecto a forma y fondo, que no son escasos, ceden ante la evidencia palmaria del tantarantán que la irrupción de Podemos está provocando en el cementerio de muertos vivientes que es la política española. Para acrecentar mi sorpresa (y mi gustirrinín), los afectados por el tembleque, en lugar de disimular como haría cualquiera bregado en los mil navajeos del poder, reaccionan con un histerismo que sobrepasa lo patético. ¿Es que nadie les ha explicado el mecanismo del bumerán? ¿No se dan cuenta de que con cada uno de los esperpénticos titulares que le lanzan al colodrillo a Iglesias, amén de no hacerle ni cosquillas, lo único que consiguen es agigantar su leyenda? Poco parecen haber aprendido en la guerra del norte o, más recientemente, en la contienda catalana: un exabrupto grotesco equivale a un simpatizante más de la causa contraria.

Tan atribulados y presos de la congoja están los dueños del balón, que incluso lo dejan por escrito. Ayer el que fuera diario de Pedrojota hasta que el de los tirantes cruzó la última frontera gaviotil remataba tal que así su editorial pro-regeneracionista: “PP y PSOE tienen que capitanear ese movimiento de limpieza política que vuelva a ilusionar a la gente, única forma de impedir el ascenso de Podemos”. Tracatrá. Lampedusa volvió a morirse, esta vez de risa.

Podemos tiene aparato

Es lo que tiene inventar la gaseosa, que la presunta novedad dura lo justo y un simple titular actúa de delator. “La candidatura de Pablo Iglesias obtiene el 86,9 por ciento para dirigir Podemos”. Muy currado el porcentaje, para que no parezca ni que ha sido a la búlgara ni que hay una contestación interna preocupante ya de saque, pero en esencia, el mensaje del enunciado es inapelable: ha ganado el aparato. ¿No es eso lo que diríamos de cualquier otro nombre y otras siglas con una cifra semejante? ¿Por qué no ha de valer en este caso? Ah, ya, porque se trata de una formación diferente donde la participación se estructura de un modo que escapa a la ley de la gravedad y los pajarillos cantan, las nubes se levantan… Vístanlo como quieran, que lo del sábado en la Complutense seguirá siendo un congreso tan convencional como el que más, y si nos ponemos tiquismiquis, hasta con un toque rancio de asamblea universitaria de los setenta. Probablemente, algunos no lo sospechaban (y jamás lo admitirán), pero los famosos círculos son tan redondos como el aro por el que hay que pasar incluso para derribar el sistema, voltearlo, o darle una mano de pintura.

Tampoco deberían tomárselo a la tremenda. No hay nada de vergonzante en tener un aparato y una disciplina. Tales cosas existen, más o menos visibles, en todos los partidos y allá donde fallan, catacrac. Pase que se haga de nuevas cualquiera de los miles de seguidores entusiastas. Los de la cúpula, empezando por el gurú, tienen doctorados en la materia. Saben perfectamente que en una organización política la horizontalidad es vertical. También en esta.

La casta

De cinco letras. Palabra más pronunciada y escrita desde que el diablo cargó las urnas provocando un roto —ya veremos si superficial o no— al llamado sistema. Tic, tac, tic, tac… Efectivamente, la misma que titula estas líneas: casta. Como habrán comprobado, es el vocablo fetiche de los que festejan, me da a la nariz que con demasiado anticipo, el fin de los viejos tiempos. Se hace a imitación del encumbrado como guía espiritual de la neoinsurgencia, que por lo visto, usa el Macguffin en dos de cada tres frases que suelta en las mil y una tertulias televisivas que le han sido de tanto provecho.

Si le dan una vuelta, verán que no es un fenómeno muy diferente al de las muletillas popularizadas por otros grandes gurús catódicos como Bigote Arrocet, la Bombi o el dúo Sacapuntas en el rancio a la par que entrañable Un, dos, tres de cuando solo había dos canales. Se basa en mecanismos mentales similares, igual por parte de quien pone en circulación la cantinela que por la de quienes la recitan al por mayor. En el caso que nos ocupa, además, hay un algo del caca-culo-pedo-pis que marca la cándida rebeldía de la primera edad, quizá la sintomatología a la que el mismísimo Lenin se refirió, conociendo mejor que nadie el paño, como la enfermedad infantil del comunismo, que hoy traduciríamos como de la izquierda.

Disquisiciones aparte, resulta enternecedor asistir a la división simplista del mundo en lo que es casta y lo que no. Un ejercicio tramposo en el que se señala a los contrarios como portadores de la peste y se libra de mancha a los del bando propio, así sean igual de casta (o más) que el resto.

¡Oh, Susana!

No es solo el PSOE sino la política oficial hispanistaní al completo la que canta la Traviata cuando nombra gran esperanza blanca a una individua que con dificultad ganaría un quesito en el Trivial… y únicamente si su rival fuera Elena Valenciano. Miren que no soy fan del otro nuevo fenómeno ibérico, pero en un pelo de la coleta de Pablemos hay más fundamento que en cuatro horas de parrapla de la tal Susana Díaz, ante la que se inclinan torres altísimas de su atribulado partido. Se siente uno como el niño del cuento del traje del emperador contemplando tanta lisonja babosa hacia una inanidad intelectual cuyo meritoriaje ha consistido en dejar cabezas de caballo sobre la almohada de los conmilitones caídos en desgracia. Es cierto, sí, que en ese ministerio de correveidile aparatero ha demostrado una gran pericia y una frialdad en el laminado de rivales de ya quisieran algunos sicarios del Cártel de Medellín; entre sus víctimas, varias personas que le habían echado un capote. Pero sáquenle cualquier asunto de enjundia de la actualidad y verán cómo naufraga entre topicazos y salidas por la tangente.

Es imposible que no lo sepan la inmensa mayoría de quienes ahora le bailan el agua y le acercan el espinazo mendigándole la bendición. ¿Que eso es por sus fantásticos resultados en las elecciones del domingo? Otro embeleco. El PSOE perdió trescientos y pico mil votos en Andalucía y bajó trece puntos largos, uno más que el PSE del semidimitido Patxi López. Con tal aval y sin haberse medido jamás en unas urnas, Susana Díaz es la llamada a refundar una formación de 135 años. Pues qué triste, oigan

El experimento Podemos

Con Podemos me ocurre como con Ocho apellidos vascos, que aunque no me da ni frío ni calor, no puedo negar que algo tendrá el agua cuando la bendicen. De entrada, su estruendosa irrupción ha puesto las rodillas temblonas a unos cuantos ciclotímicos que pasan en un segundo de pensar que todo está bajo control a proclamar que esto se va al carajo. Esas caras de tribulación, ese humo saliendo por las orejas, esas nueces de Adán como melones en los dueños del balón son ya un triunfo. La pregunta es si la cosa irá más allá o si simplemente se trata del punto más alto de una riada que al cabo del tiempo servirá para entonar con nostalgia qué noche la de aquel día. Recomiendo no precipitarse en la respuesta. Tenemos tsunamis bien cercanos que según los profetas de primera hora iban a decaer en un pispás y que en el momento de escribir estas líneas lucen en todo su esplendor. Bien es cierto que los que vamos para abuelos Cebolleta también recordamos un puñado de cohetes que cayeron con mayor estrépito del que subieron: aquellos 21 diputados de IU en 1996 o aquellos 7 europarlamentarios del CDS de Suárez en 1987 que transcurridas unas pocas lunas se convirtieron en 8 y cero, respectivamente.

Ante la improcedencia del vaticinio, me apunto a observador de un fenómeno que es un caramelo para los viciosos de la política como el que suscribe. No se pierda de vista que su líder carismático y mesiánico, amén de politertuliano con piquito de oro, es un brillantísimo teórico —no es coña; lean su tesis— de los movimientos sociales. De momento, el experimento académico parece que le está saliendo de cine.

Izquierda cainita

La expresión que da título a estas líneas es de Julio Anguita. Se la he escuchado varias veces, pero la primera fue hace veintipico años en una curiosa entrevista que le hice a bordo del coche que lo trasladaba de un acto en el campus de Leioa de la UPV a otro que tenía en Bilbao. Favorecido por el tráfico denso y los caprichosos semáforos de la capital vizcaína, pude charlar con él largo y tendido sobre la querencia a la división de los partidos de izquierda. Querencia eterna e innata: las formaciones que pretendían cambiar el orden de las cosas surgieron ya demediadas y desde entonces no han parado de escindirse sucesivamente… y de pelear entre sí con más energía de la que entregan a derribar el sistema que tanto dicen deplorar.

Si los hados y las agendas lo permiten, esta noche en Gabon de Onda Vasca volveré a preguntarle al califa rojo por estos pleitos permanentes, y en especial, por el más reciente. Es probable que muchos de ustedes ni estén al corriente, porque estas reyertas son muy intensas en la marginalia que las protagoniza pero apenas trascienden más allá, hecho que en sí mismo debería darle qué pensar a alguno. La cuestión es que a una Izquierda Unida que, en parte gracias a la escabechina rajoyana y a la nulidad opositora del PSOE, se las empezaba a prometer electoralmente felices, le ha salido al encuentro su propio fantasma.

Curioso juego de paralelos, un día después de que en la diestra extrema se diera a conocer Vox, la siniestra irredenta asistió al alumbramiento de Podemos, bajo el liderazgo de Pablo Iglesias, fino politólogo, según dicen, pero sobre todo, eficacísimo polemista televisivo. En menos de lo que dura un intermedio de los mil programas en que participa, consiguió los avales necesarios para presentar una candidatura a las europeas. Bajo las siglas que sea, asegura, pero encabezada por él mismo, naturalmente. En la acera de enfrente, sonrisas complacidas.