Después de lo de echarse a cara o cruz la segunda dosis de AstraZeneca, parecía difícil batir el récord de esperpentos vacunatorios, pero en eso llegaron las autoridades sanitarias del Estado francés y pulverizaron la marca. Para que luego digan de las chapuzas y la improvisación celtibéricas, a alguien de las altas instancias médicas galas se le ocurrió que podía ser una buena idea convertirse en la gran meca de la inmunización de toda la Unión Europea. Desconozco si fue una cuestión de chauvinismo o, simplemente, el enésimo infierno alicatado hasta el techo de buenas intenciones. La cosa es que, sin encomendarse ni a Dios, ni al diablo, ni a los responsable de la salud pública de los países vecinos, en el Hexágono se puso en marcha un sistema de reservas de vacunación abierto literalmente a todo quisque. Bastaba apuntarse y presentarse con el carné de identidad en el punto más cercano, que en nuestro caso era el vacunódromo de Biarritz. Y ahí que se fueron nutridos grupos de gipuzkoanos y navarros, principalmente adolescentes y jóvenes, de procesión inmunizatoria. No es difícil imaginarse la sorpresa y el cabreo de las autoridades sanitarias locales ante el inmenso desvarío de repartir viales de suero como si fueran botellines de agua. Gracias a los medios de comunicación, que hemos dado cuenta de la noticia con gran escándalo, se ha cerrado el grifo al otro lado de la muga. Y no deja de llamar la atención que haya sido con el mayúsculo enfado de quienes sienten que se les birla un derecho inalienable porque consideran que una vacuna es un bien de consumo exactamente igual que unas zapatillas deportivas o un frasco de colonia.
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¿Cuarta ola?
Mucho me temo que sobran los signos de interrogación en el encabezado. Los últimos números, da igual en Euskal Herria, el Estado o en el entorno europeo, apuntan exactamente por ahí. Cabe, como mucho, la bizantina discusión técnica: si es todavía la segunda ampliada o una tercera de nuevo cuño. Da igual. Basta mirar el gráfico. Desde que hace un año tuvimos que encerrarnos en casa hasta hoy, se ven claramente tres montañas y el inicio de una nueva cuesta arriba. Justo cuando nos las prometíamos felices recuperando (en el caso de la CAV) la movilidad entre los territorios y acariciando la posibilidad, una vez pasada la Semana Santa, de dar saltos mayores, volvemos a darnos de morros con la realidad.
Somos Sísifo subiendo una y otra vez por la pendiente con el pedrusco a cuestas. Y para que el chasco sea mayor, cuando empezábamos a pasar del trantrán en el ritmo de vacunación, se obliga a dejar en el congelador miles de dosis del suero de AstraZeneca sin que los mismos expertos sepan muy bien por qué. Será inevitable la caza del culpable. Unos dedos señalarán a la pachorra de la ciudadanía. Otros negarán la mayor y apuntarán a las autoridades por hacer y, ya puestos, por dejar de hacer. Este humilde tecleador no tiene moral para apuntarse a este o al otro bando. Bastante trabajo da seguir en pie.
Guerra de vacunas
Era lo penúltimo que nos faltaba por ver, una guerra por el modo de aplicar las vacunas. ¡Y con premios y castigos, oigan, decididos caprichosamente por el paternalista gobierno español! Zanahoria y sobadita en el lomo para las comunidades que se liaron la manta a la cabeza y se pusieron a dispensar viales como si no hubiera mañana, es decir, como si no fuera necesaria otra dosis. Pescozón, afeamiento de la conducta y reducción del suministro a las que, como la demarcación autonómica, prefirieron pecar de prudentes y administraron solo las dosis que garantizaban la segunda e imprescindible vuelta.
Se actuó así a riesgo de que el cuñadismo, igual el ilustrado que el sin desasnar, empeñado en convertir la inmunización en carrera de pinchazos al por mayor, despotricara contra las autoridades sanitarias por ser farolillo rojo. Luego el tiempo, o sea, la realidad de la producción de algo que todavía está en puñeteras mantillas, demostró que la cautela tenía razón de ser. A la todopoderosa Pfizer se le cruzaron los hechos tozudos, y tuvo que anunciar que echaba el freno en la distribución. Lo lógico y, desde luego, lo justo habría sido que las comunidades derrochadoras pagasen su desparpajo competidor. Pero Sánchez, Illa y Simón han decidido, conforme a sus caracteres, castigar a las que actuaron con mesura.
Esto no ha terminado
Resulta difícil escoger bando. Por un lado están los agoreros enfurruñados porque han empezado a poner vacunas y no ha sido bajo mandato de un gobierno de su color. Enfrente bailan la conga los heraldos de la buena nueva del inminentísimo fin de la pandemia y elevan sus aleluyas al muy progresista ejecutivo español bicolor. Unos, en dialecto morado y otros, en jerga rojo desvaído. Estos últimos solo permiten dar gracias a Sánchez, a Iglesias o la Ciencia. A Dios, ni mencionarlo, ni siquiera como fórmula y costumbre; pobre Araceli, la primera inoculada en Guadalajara, que fue despojada de toda gloria y escupida vilmente a sus 96 años por haber pronunciado tras el pinchacito el nombre del objeto de sus creencias. Hasta ahí podían llegar los talibanes del laicismo fetén, que una vieja escogida por su benéfico dedo les saliera con supersticiones cristianas. Leñe, que todavía si es Alá, tendría un pase en aras de la integración y tal y cual.
Por lo demás, la verdad es la verdad, la diga Agamenón, su porquero o Díaz-Ayuso. La pegatina de las cajas, del tamaño a escala de la bandera de Colón, cantaba un huevo a propaganda. Y sí, hay motivos para la esperanza, fue muy emocionante ver la cara de nuestros veteranos y del personal sanitario. Pero se engaña y nos engaña quien anuncie que esto es pan comido.
Bienvenido, Mister Pfizer
Miren, ya en el título de esta columna nos cae la primera lección. En lugar de Pfizer, debería haber escrito BioNTech, pues en realidad es esta compañía alemana fundada por inmigrantes kurdos la que dio primero con la tecla que ha derivado en la vacuna que hoy se empieza a pinchar en Hispanistán. Pero donde hay poderoso patrón farmacéutico, a quién le importa la sucursal, por muy germana sea. Toda la gloria de la futura salvación de la Humanidad para el gigante yanki que hasta ha conseguido que seamos capaces de pronunciar su endiablado nombre: Fáiser, decimos con desparpajo cosmopolita digno de mejor causa.
Pero no solo iba ahí. En estas líneas quería poner en solfa el bochornoso show que se han montado el doctor Sánchez y su escudero Illa a cuenta de la inoculación de las primeras dosis de la vacuna entre el Cabo de Gata y el de Finisterre. Una cuestión de salud, una cuestión literalmente de vida o muerte ha acabado convertida en pura y barata propaganda a mayor gloria del inquilino de Moncloa, con las comunidades autónomas tragando quina y bajando la cerviz ante la brutal humillación. 405 pinchazos para las primeras fotos en la demarcación autonómica y 150 para lo propio en el trocito foral. Ni a cuenta sale el pifostio logístico, pero es lo que toca en la telepandemia española. A callar, pues.
¡Y ahora muta!
Era justo lo que nos faltaba. En el peor momento —¿acaso ha habido alguno bueno desde marzo?— llega la noticia de una mutación británica del virus. ¡De un día para otro! No era algo de lo que se nos viniera alertando o que formara parte de las hipótesis que llegan a los titulares. Qué va. Ha sido un jarro de agua helada sin preaviso. “Está fuera de control”, reconoció el atribulado gerifalte sanitario del Reino Unido, alumbrando de inmediato la ceremonia de la confusión, alimentada hasta infinito por la profusión de expertos indistinguibles de cuñados.
Les juro que en el mismo exitoso programa de telepredicación hispanistaní vi ayer a un requetelisto proclamando que no había motivo para que cundiera el pánico y a otro, diez minutos después, exhortándonos a rezar lo que supiéramos. A tirar por el váter todas las vacunas, venía a concluir el fulano que, por cierto, no distinguiría una probeta de una onza de chocolate pero ejerce de sabio catódico con permiso para asustar.
Como siempre he sostenido que el miedo guarda la viña y que la prudencia es la madre de la ciencia, sin tener pajolera idea, me alineo con quienes piden o ya han decretado el bloqueo de los vuelos procedentes de las islas. Me acongoja, eso sí, que Illa diga que no se han dado casos. Eso juró, y era falso, en la primera ola.
Tras Margaret Keenan
Ahí tienen un nombre para la Historia: Margaret Keenan. Esta mujer británica de 90 años ha sido la primera persona del mundo —vale, para que se no enfaden los tiquismiquis ñiñi— tras unos centenares o miles de voluntarios que ha recibido la vacuna contra el covid-19. En concreto, la de la farmacéutica Pfizer. Tras ella ha llegado, y esperemos que no sea presagio de un drama, un ciudadano llamado William Shakespeare, se lo juro. El resto de los que fueron pinchados ayer en el Reino Unido quedarán, si cabe, como glorias locales o, los menos suertudos, como apuntes para la estadística. Será fantástico que resulten los primeros de una lista muy gruesa de seres humanos inmunizados —ojalá por mucho tiempo— frente a una enfermedad que ya no tendrá la capacidad destructiva que ha mostrado en este fatídico año.
Aguardo con cierta ansiedad mi turno. Es verdad que también con unas migajas de recelo. Porque yo soy de los que no tiene dudas de que va a vacunarse, sin por ello dejar de entender a quienes albergan mil y un miedos. Ni de lejos caeré en la simpleza fácil de descalificarlos como conspiranoicos, magufos o patanes, que es lo que veo que sí practican determinados tipos superiormente morales. Comprendo, puesto que no les faltan, los motivos para su desconfianza. Y aun así, les animo a superarla.