Donde quiere Vox

El gran éxito de ese peligroso cagarro llamado Vox es su capacidad para llevarnos del ronzal una y otra vez a presuntos debates que no son más que broncas de peseta. Y aun peor que eso es que las polémicas de plexiglás son, buena parte de las veces, sobre cuestiones que ya teníamos resueltas, como esta del Pin parental en la que andamos ahora. ¿O es que desde hace mucho tiempo no habíamos establecido que las madres y los padres tenemos derecho a impedir que obliguen a nuestros hijos a ser adoctrinados por un curita trabucaire contra, pongamos, las relaciones entre personas del mismo sexo? ¿Acaso no tenemos claro que no permitiríamos que los llevasen de excursión a un cuartel de la guardia civil o que les impusieran la lectura de Camino, de Escrivá de Balaguer, o Mi lucha?

Pues es para llorar tres ríos que, metidos en el barro por los abascálidos, los grandes ases de la progritud estén defendiendo exactamente lo contrario. Además, acompañando las argumentaciones con mendrugadas de altísimo octanaje, como la afirmación de que los hijos no son de los padres. Insisto: ¿aceptaríamos tal soplagaitez en los casos que he citado?

Pero no me gasto. Conozco a mis clásicos. Sé cuál es el comodín para estos casos: “¡Es que no es lo mismo!”. Claro, nuestros valores, sean los que sean, siempre son los buenos. Bajaré la testuz, pero no antes de lamentar que, por añadidura, en la cuestión de la que hablamos bastaría el sentido común. Es de cajón que hay materias del currículum escolar en las que los progenitores ni podemos ni debemos entrar. Sobre otras, sin embargo, creo que tenemos —a ver si les suena— derecho a decidir.

Decidir, solo eso

Me resulta un inmenso misterio el miedo cerval que despierta una expresión tan inocente como “Derecho a decidir”. Es mentarla y provocar rayos y truenos dialécticos en los moradores del Olimpo que se tienen por la flor y nata de la tolerancia democrática, la justicia, la libertad, la convivencia y todos los grandes palabros que se pronuncian con inflamación pectoral y mentón enhiesto. Ocurre, me temo, que todos estos paladines de la rectitud son la versión crecida de aquellos niños con posibles que exhibían la propiedad del balón como salvoconducto ventajista. Si no aceptabas su criterio, lo cogían bajo el brazo y se lo llevaban. Cambien la pelota por el marco legal y verán que seguimos en las mismas. O se juega con sus reglas o no se juega.

La penúltima martingala estomagante de los monopolistas de las normas es recitar como papagayos que el derecho a decidir no existe. Más allá de las explicaciones documentadas que les podría aportar cualquier jurista que no sea de parte ni pretenda engañarse al solitario, tal afirmación supone una notable mendruguez. Si vamos a la literalidad, resultaría que tampoco el derecho a la vida, por poner el más obvio de todos, existe como tal. No crece en los árboles, ni se extrae de las minas. Es, como todo el corpus legislativo, una creación humana que ha adquirido carta de naturaleza por consenso mayoritario, ni siquiera unánime. Si prescindiéramos de los dramatismos interesados y exagerados o de los maximalismos obtusos, el caso que nos ocupa no es muy diferente. Claro que para aceptarlo es imprescindible la honestidad de asumir que decidir no necesariamente implica secesión.

Otro 1 de octubre

1 de octubre. Dos años ya. O quizá, solo dos años. ¿El balance? Dependerá, seguro, de por dónde derrote ideológicamente a quien pregunten. Los soberanistas a machamartillo les dirán que el esfuerzo, incluyendo el tormento de muchos de los suyos, ha merecido la pena y que la causa está más fuerte que nunca. Los de enfrente sonreirán con suficiencia y porfiarán que los secesionistas no han avanzado un milímetro desde aquella histórica jornada en que los dueños de la fuerza no pudieron evitar que acabara habiendo urnas de plástico y que, mal que bien, se votara. Añadirán, además, que hoy la división en el seno del soberanismo salta a la vista y va a más.

¿Y cuál es la versión buena? El corazón quisiera decirme que la primera, pero la cabeza se empeña en que es la segunda la que mejor retrata la realidad actual. Tengo escrito un millón de veces que un día Catalunya romperá amarras con España con los parabienes —o, por lo menos, la resignación— de la comunidad internacional. Cualquiera que tome el pulso a la sociedad catalana, y especialmente a sus elementos más jóvenes, se dará cuenta de que no hay marcha atrás. Es sencillamente imposible revertir la brutal desafección respecto a un estado que ha respondido por sistema con la cachiporra y, casi peor, con el desprecio absoluto a las mil y una llamadas para hablar y dejar que la ciudadanía decidiera.

Pero ese momento de la ruptura no será mañana. De hecho, sostengo que el gran error de los injustamente encarcelados y expatriados, igual que de los que comandaban el Procés y han evitado esos destinos, consistió en hacer creer que la independencia era coser y cantar.

1-O, aniversario

Un año del 1 de octubre. Yo estuve allí. Mi avión aterrizó en Barcelona poco después de las ocho y media. Camino del centro, el taxista, que tenía puesta RAC 1 a todo trapo, me daba el primer parte de la situación: “Puede estar tranquilo. Verá muchos grupos aquí o allá, y también policía, pero no va a pasar nada, no se preocupe”. Tres minutos antes de la nueve, según tengo registrado en mi historial de Whatsaap, mi compañera Eider Hurtado, que estaba desde el viernes en Catalunya, me enviaba su reporte: “Benvingut. Yo, en el colegio. Todo en orden”. Debajo, dos fotos de unas decenas de personas —no era una multitud— en las inmediaciones del colegio Infant Jesús del barrio de Gracia, que había elegido porque es en el que se esperaba a Artur Mas.

Justo entonces, la radio empezó a hablar de varios incidentes. En una de las conexiones, se escuchó claramente una carga. El siguiente corresponsal daba cuenta de otra. Y luego, una más. Al ir a mirar qué se contaba en Twitter, me encontré una foto que acababa de publicar la propia Eider: una mujer mayor con una herida en la cabeza que sangraba abundantemente. Esa imagen fue una de las primeras de la jornada en hacerse viral. Después vendrían miles (cierto que también alguna falsa) que, en esencia, mostraban lo mismo: personas de toda edad y condición golpeadas por policías que se empleaban con saña. Al bajar del taxi, yo mismo me encontré con esas escenas, y hasta me llevé dos empellones gratuitos de uniformados a los que se notaba especialmente excitados. Para mi sorpresa, los ciudadanos solo respondían con un grito: “Volem votar!”. Y lo hicieron, aunque luego…

Como en Quebec

Confieso que al principio no reparé en el titular. Al ver la foto de Pedro Sánchez junto al pimpollo Justin Trudeau, mis ojos se posaron en los calcetines tope-fashion del primer ministro canadiense. Y luego, ya sí, me pegué de bruces con un enunciado que me rompió la cintura. El presidente español había dicho que la gestión de la cuestión de Quebec era un buen ejemplo de cómo la empatía podía rebajar tensiones en política. ¡Manda carajo! Lustros dejándonos la garganta clamando que, con sus mil y un matices, ahí había un buen espejo donde mirarse, y ahora resulta que el que se cae del guindo es el inquilino accidental —o incidental, no sé— de Moncloa. Fíjense los encabronamientos innecesarios que nos habríamos ahorrado si en su día, hace ni se sabe cuántos plenilunios, se hubiera aplicado el cuento de aquellos lares.

Y lo más probable es que tanto en el caso catalán como, desde luego, en el nuestro, el resultado habría sido similar. Llegados a la urnas, como también pasó en Escocia, habría habido frenazo y marcha atrás. O no, de acuerdo, eso no lo sabemos… ni me temo que lo sepamos porque las palabras de Sánchez son puros fuegos de artificio, una retahíla soltada al aire a ver qué pasa, para inmediatamente ser desmentida o matizada hasta convertir la declaración en exactamente lo opuesto. Es la receta que nos están sirviendo cada rato los nuevos mandarines, que como te dicen esto, te dicen aquello. Casi sin solución de continuidad y, mucho me temo, sin más intención que la de seguir conservando una jornada más la vara de mando obtenida de carambola. Ciento y pico días, de momento. ¿Y mañana? Ya se verá.

¿Ponemos fecha?

Ni sé las veces que habré escrito esta columna. Prácticamente, las mismas que nos ha tocado asistir a la acogida con cohetes de una encuesta que concluye que los vascos están mayoritariamente felices en el marco jurídico actual. La más reciente ha sido la última entrega del Euskobarómetro, estudio que, como es público y notorio desde hace varias glaciaciones, no es el que goza del mayor prestigio de nuestro entorno porque ni siquiera se empeña en disimular un sesgo que al paso de los decenios ha devenido en tufo. Eso, sin contar que, confrontados los pronósticos con los resultados reales salidos de las urnas, el número de fiascos ha tendido a infinito.

De todos modos, en el caso que nos ocupa hasta podemos pasarlo por alto. Más allá de ciertos triles en las preguntas y en la distribución a la carta de las respuestas, podremos conceder que varias tendencias del último potaje del chef Paco Llera están apuntadas grosso modo en otros sondeos, y añadiría incluso que en lo que cualquier nariz medianamente entrenada puede percibir en la calle. La idea básica es que la sociedad vasca no parece estar ahora mismo por embarcarse en una movilización por la independencia, y menos, tras escarmentar en carne ajena las vicisitudes del procés; mucha simpatía, pero ninguna gana de pasar por algo similar. Y ahí es donde, saltándome varios capítulos, enlazo con lo de la columna repetida que les decía al principio. Si tan claro está que no hay ninguna vocación rupturista, no habría motivo para no correr el riesgo de someter la cuestión a una consulta. Con el compromiso, faltaría más, de acatar los resultados. ¿Ponemos fecha?