Lo más reciente y nuevo sobre el 23 F

Miércoles 22 de enero de 2020

No hay  más  leer un libro para enterarse de cosas que no aparecen en los periódicos. Lo digo porque en el último libro de José Bono, aparte de chismes, hay información jugosa que este aniversario de  aquel 23 F de 1981 no se va a contar.

Por esta razón transcribo este pasaje porque no tiene desperdicio y refleja bien que Juan Carlos de Borbón, lejos de ser el hombre que paró el golpe de estado, fue quien lo alentó.

Dice así:

El día 25 escucho al general Sabino Fernández Campo durante un almuerzo interesante: «Todo lo que te diré hoy lo ten­go escrito —me dice Sabino— y deseo que se publique cuando me muera; pero tú toma notas, y, por favor, lo que te voy a con­tar no debes dejar de trasmitirlo, por lo menos, a quinientas personas».

Sorprende que con 93 años tenga la cabeza tan lúcida. Una periodista —me cuenta— publicó un libro, que se titu­laba algo así como Hablan los generales, donde aparecían unas aclaraciones de Milans del Bosch que al rey le parecieron peligrosas y se incomodó. Por esa razón, se negaba a recibirle en audiencia, pese a la insistencia del capitán general de Valencia. Con motivo de unas maniobras que se celebraron en Albacete, fuimos a comer a Valencia, y allí, la esposa de Milans me pidió que interviniera para que el rey atendiera a su marido, diciéndome que no era comprensible que recibiese a artistas y toreros y se negara a escuchar al capitán general de Valencia. Por fin, le dio cita. Todos estábamos muy preocupados por lo que pudiera proponer el general al rey. Adolfo Suárez me llamó varias veces para interesarse por su contenido. Entré al despacho del rey para preguntarle cómo había ido la reunión y me dijo: «Todo ha ido bien, muy bien, porque yo le dije, antes de que él hablara, lo que él venía a decirme».» Sabino juzga extremadamente relevante esta audiencia y esa respuesta. Cree que Milans «quizá en­tendió lo que dijo el rey de tal manera que pudo ser desencade­nante involuntario del 23 de febrero. De lo que no tengo duda es de que el rey le dijo a Milans que la situación era insoportable, que había que tomar alguna decisión, porque esto se lo es­cuché con posterioridad. Es decir, le dijo lo que Milans venía a contarle”.

Continúa Sabino: «El rey lloró el 23-F cuando escuchó el tiroteo en el Congreso, y me dijo que no esperaba tiros. No es­peraba disparos, pero ¿esperaba algo? Yo creo que esperaba algo acorde con la ley, porque Alfonso Armada le había llevado un escrito de un famoso catedrático de Derecho Constitucional que proponía que el rey se presentara personalmente en el Con­greso de los Diputados y, después de un discurso en el que des­tacase la mala situación de España, propusiera un Gobierno presidido por un independiente, previsiblemente Armada. Al rey no le gustaba tener que ser él quien se presentara ante el Congreso. Le advertí de que se trataba de una proposición con­traria a la Constitución, ¡menos mal que estaba yo allí!».

Cuando transcribo esta conversación, pongo especial inte­rés en ser exacto y no alterar ni una palabra de las que tengo anotadas y grabadas en mi memoria. Es más, he querido tener un testimonio de cuanto transcribo y lo tengo en mi poder. ¿Me dijo Sabino la verdad? No puedo demostrarlo. De lo que estoy seguro es de que cuanto relato responde fielmente a sus declaraciones.

«También debes saber —sigue Sabino— que el comunica­do del rey a Milans del Bosch fue modificado. El texto que re­dacté no contenía una frase que debió de incluirse cuando se llevó al Departamento de Transmisiones, que mandaba un tal Sintes. La frase añadida era: «Después de lo que he dicho en te­levisión, no puedo volverme atrás». Otra frase llamativa es la que el rey envió manuscrita al comandante Pardo Zancada, en la que le decía: «Has cumplido con tu deber, ya puedes volver a casa». El original creo que lo tiene Pardo en su casa.»

«El rey tiene suerte, mucha suerte. No lee libros, pero tiene un olfato político propio del superviviente, del que se pasó mu­chos años como apuntado en las listas del INEM para buscar empleo de rey, y eso curte.»

Escucho a Sabino con interés pese al desasosiego que me suscita su relato. Tomo notas literales y descanso de escribir para tomar la palabra y decirle lo que pienso del rey y que no deseo pasar por alto: España disfruta del periodo de libertad continuada más largo de su historia y eso no es obra de una sola persona, no es solo el rey Juan Carlos su hacedor, pero su astucia, su instinto de supervivencia del que me habla Sabino y su evidente capacidad para las relaciones personales le condujeron al éxito innegable de cortar con la herencia de la dictadura fran­quista y ponerse al lado de su pueblo, especialmente esa noche del 23-F. Sin su discurso vestido de capitán general, no habría triunfado la Constitución. De ello estoy convencido. Al mar­gen de cómo le trate la historia y de las dudas que Sabino sus­cita en los días previos al 23-F, puede afirmarse sin exagerar que Juan Carlos I ha hecho por la libertad en España más que todos sus antepasados juntos.

Pasa a hablarme Sabino de la dimisión de Suárez: «Después de una audiencia militar en el palacio de Oriente, recibí una lla­mada de Suárez pidiendo ir a su habitual despacho con el rey con media hora de antelación. Así lo hizo, y me dijo que quería esa media hora previa al almuerzo-despacho con el rey para poder contarme algo de lo que deseaba que fuese testigo, por si alguien lo negaba con posterioridad. Me dijo que venía a dimitir como presidente del Gobierno y que debía quedar muy cla­ro que era él quien se iba, y no el rey quien le echaba. Yo intenté persuadirle, pero Suárez me explicó que se iba por cuatro razones: la primera, porque la dificultad del momento le llevaba a concluir que le faltaban ideas y no sabía qué medidas adoptar; la segunda, porque la oposición era muy fuerte y le resultaba complicado ejercer la acción de Gobierno; la tercera, porque sus propios compañeros de partido le hacían la vida imposible, y la cuarta, porque había perdido la confianza del rey. Intenté persuadirle de que el rey le quería, pero Adolfo me dijo que notaba cómo, hasta físicamente, se apartaba cuando le saludaba o iniciaba un gesto de abrazo afectuoso. Después de hablar con Suárez, salí de mi despacho —continúa Sabino—, y debía de tener una cara tan extraña que la reina me preguntó qué pasaba, porque la reina es muy amiga de saber cosas. Le dije que ya se enteraría durante el almuerzo. Sin embargo, no se enteró de nada, porque no hablaron del tema durante la comida. Comí en mi oficina esperando la llamada del rey y, en efecto, me lla­mó a su despacho, y allí, en presencia de Suárez, me dijo con un tono de poco aprecio, como si fuera un mero trámite: «Sabino, que este se va». Lo hizo de una manera que me pareció fría y distante, poco humana. Cuando salíamos Adolfo y yo del des­pacho, el rey le dijo: «Ah, te daré un título». Adolfo, triste y en­fadado, me dijo: «¿Lo ves?, yo tenía razón en que el rey me ha retirado la confianza». Intenté confortarlo y le dije que quizá la frialdad del rey al conocer su dimisión obedecía a la novedad, a que se había quedado helado por la noticia, pero no a falta de afecto o de sentimientos».

«En un primer momento —prosigue Sabino—, la oferta de un título nobiliario no cautivó a Suárez, pero pasados unos días me llamó interesándose por la concesión. Hablé con el rey y comprobé que se resistía a concederle el título, e incluso me confesó que lo había consultado con su padre, don Juan, y que consideraban que no debían darle título alguno. Le manifesté que un rey no puede faltar a su palabra y, finalmente, le conce­dió el ducado de Suárez. Insistí mucho en que el rey llamase a Suárez para trasladarle afecto, y le llamó en el acto, pero, al poco tiempo de colgar el aparato, Adolfo me telefoneó: «El rey—me dijo— me ha repetido palabra por palabra lo que tú me dijiste a la salida de mi audiencia con él; es evidente que me ha llama­do porque tú se lo has dicho». Suárez era muy intuitivo.

“A la semana de la entrevista que te he contado entre Adol­fo y el rey, este me dijo que fuese a la Moncloa para que se for­malizase la dimisión del presidente, porque no había recibido papel ninguno. Fui a la Moncloa y me reuní con el equipo que estaba elaborando el discurso de dimisión. Allí estaban Alberto Aza y un abogado de Baleares. Me dejaron leer el discurso que habían confeccionado, poniendo cada párrafo en un folio con el fin de modificarlo más fácilmente. Sugerí dos reformas. Una, referida a que Suárez hablaba de que él nunca había abandona­do ningún puesto y que siempre había afrontado dificultades. Les dije que era una contradicción afirmar aquello y luego di­mitir. Admitieron mi sugerencia y quitaron el párrafo. La segunda consistió en decirles que, después de tantos años traba­jando juntos, convendría alguna referencia al rey. Se negaron rotundamente y dijeron que Adolfo no diría ni media palabra sobre el rey, y me pidieron que no insistiera.

“Cuando Franco le dijo que le iba a nombrar heredero a título de rey, el propio general se quedó sorprendido de que el príncipe aceptara sin consultar con su padre. Por cierto, escri­bió una carta dirigida a Don Juan, que redactó Alfonso Armada, y que le entregaron a Mondéjar para que la llevase a Estoril. Eso sí, tomando la precaución de que la carta se recibiera después de que el nombramiento de sucesor a título de rey estuviese en d Boletín Oficial. Por ello, no es de extrañar que don Juan, al recibir la carta de manos de Mondéjar, se la tirara al suelo.»

Me cuenta Sabino algo divertido y revelador del carácter del monarca: «Cierta mañana, tenía despacho con el rey y, al entrar, me dijo que no abriese la cartera para sacar los papeles, y llamó al ayuda de cámara, Blas, pidiéndole que trajera lo que había preparado. Se presentó Blas con varias blinis de caviar y me dijo que tomara uno. Le pedí que me disculpara, porque acababa de tomar café y no me apetecía, pero el rey insistió has­ta que tomé uno. Después, me hizo tomar otro. Y cuando los hube comido, me preguntó que si estaban buenos. Le respondí que sí, y entonces el rey ordenó: «Blas, servid el caviar en la re­cepción. ¡Está en buen estado!». Me quedé simpáticamente es­camado y recordé la historia ocurrida en la embajada española en un país africano, cuando ofrecieron a los colegas embajadores una cena y, no teniendo muchas provisiones, sacaron unas vie­jas latas de cangrejo ruso. La embajadora, temerosa de que es­tuviese en mal estado, se lo dio a comer al perro, que lo engulló sin problema. Después, lo sirvió durante la cena. Mientras de­gustaban el cangrejo, se acercó el mayordomo y le dijo a la em­bajadora que el perro acababa de morir. Los embajadores, asustados y espantados, contaron la verdad a sus invitados y fueron todos al hospital para que les hicieran un lavado de estómago. A la vuelta del hospital, la embajadora preguntó al mayordomo si el perro había sufrido mucho. El mayordomo le contestó: “No, señora, el camión que lo atropelló era muy grande y lo mató en el acto”.

Por: José Bono

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