Indefinidos y temporales… hoy

Cuando en España gobernaba la derechaza y había un buen dato mensual de paro, los dos sindicatos hispanistaníes corrían a proclamar que todo era un espejismo y un embeleco. Vociferaban ugeté y ceceoó que las cifras en verde ocultaban una precariedad que no había que tragar. Y, aunque a veces exagerasen la nota un tantín, no era mentira su denuncia. Pocas cosas hay más manipulables a beneficio de obra que las estadísticas. En buena parte de los casos, los aparentemente buenos números eran producto de una cocina que pretendía hacer creer que un contrato de diez días a un tercio de jornada y por el SMI raspado era la rehostia en verso.

Si no colaba entonces, resulta entre enternecedor, vomitivo y altamente revelador que las dos centrales hegemónicas en el estado anden celebrando como un triunfo del recopón de la baraja la última estadística despachada por el INEM. ¡Oh, ah, uh! Resulta que tras la última vuelta de tuerca a la reforma laboral aprobada por gol de churro en propia puerta de un inepto y que no toca nada esencial de la denostadísima ley que echó a rodar el PP, se han multiplicado por no sé cuánto los contratos indefinidos. Hay que ser muy malaje y muy tramposo para pasar por alto, como si los currelas de a pie fueran tontos del culo, que los tales “contratos indefinidos” hoy ya no tienen absolutamente nada que ver con lo que los del plan antiguo llamábamos fijos, que lo eran casi en el sentido literal de la palabra. Son prácticamente tan temporales como los que llevan ese nombre. La diferencia es que no tienen fecha de caducidad concreta. Como siempre, la decide el contratador.

Bidegorris, por supuesto, pero…

Acojo con enorme satisfacción el anuncio de la inminente construcción de un bidegorri en una zona por la que transito frecuentemente en mi triple condición de conductor, peatón y bicicletero (que no ciclista, a eso no llego). Me alegra porque se trata de una antigua demanda que, al unirse a los varios tramos que ya funcionan y a alguno más en proyecto, pondrá a disposición de los ciudadanos un amplio espacio que podría ser un paraíso para quien le concede valor a moverse a su anchas.

Y aquí es donde me cambia la cara y remarco el modo potencial del verbo: podría ser… pero no lo es. Porque la realidad sufrida por los que pretendemos hacer un disfrute razonable de tales infraestructuras proyectadas para nuestro bienestar y pagadas por un potosí a cargo de las arcas publicas, es una suma estratosférica de cabreos al comprobar que muy buena parte de los usuarios se pasan por la entrepierna la mínima urbanidad y, desde luego, las normas básicas de empleo. Y así es como nos encontramos a legiones de runners trotando por donde no deben, con el descomunal peligro que supone. O a pelotones de ciclistas ocupando los dos carriles y pasando un kilo de apartarse cuando les viene un pobre desgraciado de frente. O a esos mismos ciclistas invadiendo el terreno de los peatones porque trazan la curva más fácilmente o porque van charlando en paralelo con uno o dos colegas. O a patinadores avanzando en zig-zag a todo lo ancho de la pista, como si no hubiera dos carriles. Así que, queridas autoridades, aplaudo su decidida apuesta por los bidegorris al tiempo que les suplico que no la desbaraten permitiendo su mal uso.

Libertad de prensa, o así

Sé que incurro en herejía propia de anatema, pero me aburren mortalmente los rasgados de vestiduras rituales de cada 3 de mayo, (o sea, ayer) requetepomposo día de la libertad de prensa. Y me hastían especialmente, si las venidas arriba provienen, como suele suceder inequívocamente, de aquellos de mis compañeros —favor que les hago— del gremio plumífero cuya mayor incomodidad en el desempeño de su oficio es que les llegue tarde el taxi que les llevará a la tertulia de la tele a chopecientos pavos la hora.

Quiero decir que sí, que está muy malito el oficio este de contar las cosas, y que seguramente cada vez se está poniendo peor. Pero ya no es solo la precariedad o los poderes establecidos y, por eso mismo, perfectamente reconocibles, echándonos el aliento en la nuca para que no nos pasemos ni media. Creo que lo peor es que en los últimos años el ejército de censores oficiales se ha visto engordado por innumerables guardianes de la moral que quizá no tengan una dirección social reconocible en sede oficial, pero sí una brutal capacidad de presión para que la peña no se desvíe de los mensajes correctos. Es para llorar mil ríos, pero hoy los mayores depredadores de la libertad de prensa (y, por extensión, de la de expresión) son muchos de los que ayer mismo se colgaron en la liana de la fecha y compusieron épicas proclamas en su nombre. Eso, mientras se cuidan de evitar, a base de escupitajos dialécticos, linchamientos en las redes o condenas a la muerte civil, que haya quien se atreva a poner sobre la mesa de debate los asuntos que la superioridad moral imperante ha declarado tabúes.

Contra el acoso escolar, nada

Tenemos tantos frentes abiertos, que ayer se nos fue casi de puntillas el día internacional contra el acoso escolar. Siento decir que tampoco nos perdimos nada más allá de proclamillas de aluvión y rasgados de vestiduras de acuerdo a coreografías repetidas hasta la saciedad. Como nos ocurre con tantas injusticias intolerables, en el caso de los matones alevines que siembran el terror en los centros escolares, se nos va la fuerza por la boca. Somos la releche a la hora de denunciarlo con lemas resultones o con vídeos chachiguais como ese del Atlético de Madrid que, en realidad, debería darnos vergüenza porque nos presenta a un machito fortachón saliendo al rescate de la atribulada y atolondrada víctima.

Luego, nos medimos con los hechos contantes y sonantes, y nos encontramos con que en las aulas, los pasillos, el patio y/o el camino a la ikastola o el colegio hay chavalas y chavales que son sometidos a humillaciones físicas y sicológicas sin cuento por sus iguales. O algo más terrible todavía, pero desgraciadamente revelador: no pocas de esas criaturas hostigadas buscan a su alrededor congéneres más débiles y les hacen objeto de las mismas tropelías que sufren. Es un bucle infinito perverso que, por lo visto, no hay modo de cortar, por más protocolos requetemolones que importemos de los mitificados países nórdicos, allá donde el acoso no solo no se ha erradicado sino que se ha ido perfeccionando hasta la barbarie indecible. Supongo, claro, que ante un problema sin solución (o al que hay que tener coraje para buscársela) es más fácil hacer como que se hace y, en lo práctico, mirar hacia otro lado.

Belén, la ‘Tiktoker’ amada y odiada

Nunca disimularé mi condición de tipo simple y primario. De esos que dejan caer una lagrimita con lo que el grandioso Chaves Nogales —¡Lo que le habrían llamado hoy!— definía como “Historias para porteras”. No uno, sino dos o hasta tres goterones de agua salada brotaron de mis ojos viendo cómo la tiktoker (yo tampoco sé muy bien qué es eso) gasteiztarra Belén Santos, alias Belu, en su condición de dependienta de una tienda de chuches, había entablado relación con niño sordo.

Seguro que ya están al cabo de la calle, pero por si no fuera así, les hago un breve resumen. A la tienda donde trabajaba Belén llegó un día un crío de siete años con aspecto de afecto huidizo. Cuando ella se dio cuenta de que el chaval no oía, le dio por aprenderse unas cuantas expresiones en lengua de signos. Tan básico como emotivo. La narración de la joven fue directa a la fibra sensible de quienes, como servidor, necesitamos un contrapeso de humanidad en este mundo lleno de egoísmo y maldad. Algunas figuras de renombre, como la periodista Ana Pastor o la actriz Candela Peña, contribuyeron a difundir la maravillosa a la par que sencilla historia, que tardó un puñado de horas en convertirse en lo que hoy llamamos viral. Y eso fue bueno, porque millones de personas tuvieron acceso al gesto de la vendedora de gominolas. Pero también fue regular o malo, puesto que no tardaron ni un segundo en aparecer los escocidos guardianes de la ortodoxia a dictaminar que Belén era una farsante que, valiéndose de su atractivo físico, buscaba fama fácil a costa de “un pobre discapacitado”. Dan pena. Y quizá algo peor.

¡Viva el vino! (Otra vez)

El gobierno español tiene una prodigiosa habilidad para meterse en jardines embarrados. O para provocar estériles grescas de diseño a las que la derecha política, mediática y sociológica entra con indisimulada delectación. Y miren, esta vez no ha sido Alberto Garzón, que andaba el hombre firmando un convenio con la industria juguetera para que se evitara identificar el rosa con los productos destinados a las niñas y se ha librado de los coscorrones correspondientes porque el ministerio de Sanidad había pisado un charco más goloso. Con la torpeza comunicativa habitual, o quizá con intención de globo sonda, que todo es posible, el negociado de Carolina Darias se encaramó a los titulares anteayer no queda muy claro si por haber prohibido o solo recomendado a los hosteleros que eliminaran el vino y la cerveza de los menús del día.

Dirán ustedes, y yo lo suscribo, que la diferencia de matiz entre prohibir y recomendar es decisiva en el caso que nos ocupa. Pero es que, como esto es un juego de pillos en el que todas las partes quieren pescar, no hay modo de saber cuál fue la intención original. Conociendo un poco el paño del gabinete de trileros de la comunicación, sospecho que se trataba de ninguna de las dos cosas y todo al mismo tiempo. Si colaba prohibir, prohibían. Si, como ha sido el caso (y era del todo previsible), se montaba una zapatiesta del quince, entonces se ponía cara de yonofui y se agarraba el comodín de la recomendación al tiempo que se denunciaba no sé qué tergiversación. Todo, como viene pasando desde siempre, por no ser capaz de tomar por los cuernos el toro del alcohol en nuestra sociedad.

Twitter, qué asco más rico

El hombre más rico del mundo, un sudafricano excéntrico y ególatra que atiende por Elon Musk, se ha comprado Twitter por la bonita suma de 44.000 millones de euros. Lo ha hecho, sin más y sin menos, porque se lo puede permitir. Ya, pero, ¿con qué fin? Pues esa es la madre del cordero. Ahora mismo hay casi tantas teorías al respecto como usuarios activos de la cosa esa del pajarito azul, que son 330 millones en todo el planeta. Ese dato, de entrada, nos sirve, para saber, mediante una simple división, que el tipo ha pagado 133 euros por cada uno de los que hacemos uso del artilugio. No sé decirles si somos un chollo o salimos por un ojo de la cara, pero sí soy capaz de ver que mientras sigamos voluntariamente alimentando el invento, tendremos que asumir que nuestra condición no es la de clientes sino la de productos sometidos a compraventa.

Ahí es donde termina de interesarme, salvo como mera curiosidad, lo que pretenda hacer o dejar de hacer el megamillonario con el juguete recién adquirido. Imagino que no va a ser nada mucho mejor pero tampoco peor que lo que han venido haciendo sus anteriores propietarios. Literalmente, de lo suyo gasta y, vuelvo a repetir, si lo hace con nuestro consentimiento, poco tendremos que decir. O, siendo más cínicos, tendremos mucho que decir, pero nada con más valor que cualquiera de las piadas que echamos a volar en la red social de marras. Vamos, que nos pongamos como nos pongamos, independientemente de quién sea su dueño, Twitter seguirá siendo ese lodazal inmundo en el que retozaremos con fruición al tiempo que lo ponemos a caldo. Qué asco más rico. Tan rico como Musk.