Cuando en España gobernaba la derechaza y había un buen dato mensual de paro, los dos sindicatos hispanistaníes corrían a proclamar que todo era un espejismo y un embeleco. Vociferaban ugeté y ceceoó que las cifras en verde ocultaban una precariedad que no había que tragar. Y, aunque a veces exagerasen la nota un tantín, no era mentira su denuncia. Pocas cosas hay más manipulables a beneficio de obra que las estadísticas. En buena parte de los casos, los aparentemente buenos números eran producto de una cocina que pretendía hacer creer que un contrato de diez días a un tercio de jornada y por el SMI raspado era la rehostia en verso.
Si no colaba entonces, resulta entre enternecedor, vomitivo y altamente revelador que las dos centrales hegemónicas en el estado anden celebrando como un triunfo del recopón de la baraja la última estadística despachada por el INEM. ¡Oh, ah, uh! Resulta que tras la última vuelta de tuerca a la reforma laboral aprobada por gol de churro en propia puerta de un inepto y que no toca nada esencial de la denostadísima ley que echó a rodar el PP, se han multiplicado por no sé cuánto los contratos indefinidos. Hay que ser muy malaje y muy tramposo para pasar por alto, como si los currelas de a pie fueran tontos del culo, que los tales “contratos indefinidos” hoy ya no tienen absolutamente nada que ver con lo que los del plan antiguo llamábamos fijos, que lo eran casi en el sentido literal de la palabra. Son prácticamente tan temporales como los que llevan ese nombre. La diferencia es que no tienen fecha de caducidad concreta. Como siempre, la decide el contratador.