Por qué Pedro es Ken

Me reprochan que cargue las tintas contra el secretario general del PSOE “solo por ser guapo”. Con argumentación variada, desde que lo mío es pura envidia hasta que no se le puede pedir a Pedro Sánchez que se ponga una capucha para ocultar su atractivo, aunque casi siempre desembocando en la eterna cuestión del diferente trato según el sexo: “Si fuera mujer, no lo harías”.

¿Touché? Pues miren, no. Es decir, no lo sé. Me falta un término para la comparación. Por más que repaso mi archivo mental, no recuerdo una sola política que haya hecho una utilización de su físico ni la cuarta parte de excesiva que el sustituto de Pérez Rubalcaba. No, ni siquiera reuniendo sobrados requisitos para haberlo hecho, o en algunos casos, quizá por eso mismo. Y en la categoría masculina, tampoco encuentro precedentes. Incluso Adolfo Suárez, al que Pedro Ruiz parodiaba diciendo “No me toco porque me excito”, y que era un narcisista del carajo de la vela, jugaba más bazas que su mirada arrebatadora y su porte de (entonces) yerno perfecto.

Es innegable que las caídas de ojos, los hoyuelos o las boquitas de piñón rentan su porción de votos en esta sociedad de la imagen y el culto a la apariencia. Pero aún no somos tan imbéciles como para tirarnos de cabeza a la urna solo porque el candidato o candidata esté de toma pan y moja. Necesitamos algo parecido a unas ideas. Y no digo que Sánchez no las tenga, sino que el brutal empeño (un tuit, una foto) de su gabinete de comunicación en vendérnoslo como un sexsymbol nos impide verlas. Mientras el acento esté en la sonrisa Profidén y no en el mensaje, Pedro seguirá siendo Ken.

Banalizar el aborto

Ahora que el PP ha tenido que echar rodilla a tierra y ha rodado la cabeza rizada de Ruiz-Gallardón, quizá se puedan decir dos o tres cosas sobre el aborto. De esas que se obvian en el fragor de la batalla dialéctica para no pasar por cualquiera de los hooligans provida que, en realidad, son escuadristas de la muerte con sacarina. La primera, no por importancia, sino en orden de llegada a mi alborotada conciencia, es que no ha sido la movilización la que ha hecho caer la reforma. Génova no contaba con ninguno de esos votos. Le preocupaban los suyos, los que solo se manifestaban de puertas adentro, pero por lo visto, en número suficiente para dar marcha atrás en una supuesta cuestión de principios irrenunciables. La reforma laboral, la ley Wert o la de Seguridad Ciudadana han tenido tanta o más contestación, y ahí las tienen, navegando viento popa a toda vela.

La segunda apreciación, quizá más atrevida, es que interrumpir un embarazo no es exactamente quitarse un forúnculo, como puede derivarse de algunos lemas jacarandosos, mayormente los que incluyen la palabra coño para enfatizar (infantilmente) el mensaje. Y tampoco es uno de esos planes B que acaban haciendo que casi nunca se siga el A. No, ni un método anticonceptivo, salvo que forcemos el lenguaje hasta allende los límites del relativismo moral.

Si la sobreculpabilización o la criminalización que tratan de imponer los ultramontanos son un dislate, no es mejor alternativa la banalización de los que se pretenden la recaraba del progresismo. Escribí cuando empezó esta insensatez que lo opuesto a estar en contra del aborto no es estar a favor.

¿Escenificación o escándalo?

Prodigio de los prodigios. En menos de una semana, los 1.500 kilazos del IVA de Volkswagen se convierten en cien. Cómodamente abonables en cuatro anualidades de 25. El apocalipsis anunciado para las arcas navarras se queda en un mal sueño. Montoro aprieta pero no ahoga. Solo es cuestión de pedirle las cosas con la debida delicadeza. Ayuda, y mucho, que los solicitantes tengan en el bolsillo el mismo carné. A Pablo Zalba y Ana Beltrán, que no son exactamente Winston Churchill e Indira Gandhi, les ha bastado una sonrisa y una gaviota estampada en una cartulina para triunfar allá donde mordió el polvo la corajuda presidenta. Se imagina uno los cagüentales de la doña al ver la foto de los conseguidores en animada cháchara con el perdonavidas de la voz atiplada. Su trabajo, hecho por un par de secundarios de la política foral a los que, para colmo, últimamente no deja de hacerles rabiar. Dice mi periódico que Barcina ha sido ninguneada. Supongo que no se han querido cargar las tintas. En realidad, ha sido humillada. Por sus prójimos ideológicos, además, lo que debe de resultarle aun más doloroso. Con esos amigos, ¿quién necesita enemigos?

Los espectadores de estos volatines también hemos sido muy benevolentes. Hablamos de escenificación, y sin duda, lo ha sido, con interpretaciones bastante pobres, por cierto. Pero lo gordo ha ocurrido en la tramoya. Resulta que por interés político, un señor Estado puede sacarse de la sobaquera una deuda que arruine a una Comunidad… o dejarla en algo más que una multa de aparcamiento. Eso ya no es teatro, sino un escándalo indecente perpetrado a la vista pública.

Sánchez propone

Caramba con Pedro Sánchez. Lo mismo se planta en un programa de marujeo para retener el voto de su encocorado presentador que firma en El País una tribuna de veintipico párrafos con la solución a todos los problemas, o sea, al problema por antonomasia, que es el catalán. ¿Firmar es sinónimo de escribir? Permítanme que lo dude. Ese arranque con cita de Azaña traída por los pelos se me antoja muy lejos del alcance de alguien cuya única virtud probada hasta la fecha es la fotogenia. Por mucho que estemos en la sociedad de la imagen y se haya rebajado el nivel de exigencia del personal que vota, la política todavía va de algo más que salir mono en los selfies.

Tanto da, en cualquier caso, que la autoría sea propia o de la camarilla que le provee de discursos precocinados. Quedémonos, siguiendo el símil culinario, con la miga, que es más bien ninguna. Todo lo que se viene a decir en el texto es que, puesto que esa panda de soberanistas irresponsables y egoístas la han liado parda, en evitación de males mayores, el Estado debe cotraatacar sacándose de la chistera un conejo que los despiste y/o les engañe el hambre. Cambien conejo por pacto constitucional y tendrán la cuestión planteada en su literalidad.

Ciertamente, es una opción menos bruta que la de entrullar políticos o enviar los tanques, pero no deja de ser una añagaza como la copa de un pino. Ni por un instante se contempla que haya unas razones para el clamoroso hartazgo de cada vez más catalanes. Al contrario, se da por hecho que se quejan de vicio y la solución que se propone es cerrarles la boca con cuatro migajas. Me da que no va a colar.

Decidir, según

Además de todas las que glosan los opinadores de mayor y menor erudición, una de las consecuencias más reveladoras del referéndum en Escocia ha sido el cambio de acera, siquiera inconsciente, de ciertas posturas supuestamente inmutables. Así, algunos de los que venían negando a los escoceses su capacidad para pronunciarse sobre su futuro celebran ahora el sentido común y hasta la sabiduría que han demostrado en las urnas esos ciudadanos. Incluso el mismo Rajoy, al subirse con orgullo y satisfacción al carro ganador, pronunció el sustantivo decisión y el verbo elegir, cuando solo dos días antes había equiparado tales términos a un torpedo en la línea de flotación de la Unión Europea.

Pero, cuidado, porque parecida inconsistencia, por no decir incoherencia, se ha evidenciado en la parroquia de enfrente. Si bien es cierto que la mayoría de los partidarios del derecho a decidir han (o sea, hemos) aceptado el áspero ‘no’ apelando al barón de Coubertain —lo importante es participar—, no faltan morros torcidos que achacan la derrota a la inmadurez de los que han votado por mantenerse en el Reino Unido. Farfullan, según los casos, que ha ganado el miedo, el capital o ambos. No solo demuestran un escaso fair play o un desprecio por el mismo colectivo humano a cuya sensatez hacían loas antes de contar las papeletas. También están confesando que, en realidad, lo suyo es de boquilla: las consultas les parecen democráticas únicamente si las ganan. Este que escribe, sin embargo, tiene muy claro que el derecho a decidir implica la posibilidad de perder y, desde luego, la obligación de aceptar el resultado.

Sánchez en Telecolorín

Ken Sánchez en Sálvame, jodó petaca con el aspirante a Mateo Renzi cañí. La perplejidad da paso a la vergüenza ajena, que abre camino al choteo, para volver al punto de partida, o sea, al estupor, que aumenta al enterarse de que el mismo día que piticlineó a Jorge Javier iba a salir en El hormiguero, ese programa en el que los invitados se dejan mear encima de su dignidad sin perder la sonrisa. Pobres gurús de la comunicación política. Hasta no hace mucho, les bastaba con saber si una corbata verde rentaba más votos que una azul. Ahora tienen que escrutar la parrilla televisiva al milímetro en busca de nuevas lonjas donde subastar la mercancía. Y ahí no caben remilgos, pues vale igual la papeleta de alguien que se sabe todo Marcuse en alemán que la de quien se nutre intelectualmente del Hola o el Diez Minutos. Poniéndonos prácticos, estos últimos son más en número y en permeabilidad a los mensajes. Si tragan con Belén Esteban o Amador Nosequé, cómo no van a hacerlo con ese chico guapísimo de las camisas blancas tan bien planchadas.

¿Está usted menospreciando al pueblo llano desde su superioridad moral, don columnista sabiondo? Ni de lejos. Tengo escrito varias veces, y sin ánimo de ironizar aunque lo parezca, que los programas del hígado y el famoseo son infinitamente más honestos que cualquiera de esos espacios de supuesto debate político con profundidad de pozo séptico. En uno de estos vi el otro día al tal Monedero en condescendiente y ruborizante plática a pantalla dividida con la exnovia de Pujol Junior. Parecía aquello Hable con ella, pero en Twitter, oigan, ni media chanza al respecto.

Escocia, ¿principio o fin?

Ante la posibilidad, nada descabellada, de que hoy gane el sí en Escocia, algunos uniformistas —gracias por el término, Joxean Rekondo— han corrido a ponerse la venda sin aguardar a tener la herida. Ya no dicen que el proceso es un despropósito ni se esfuerzan en describir las penalidades sin fin que padecerían los ciudadanos del futuro estado independiente. También les empieza a parecer medianamente lógico que la UE acoja a la nueva nación en lugar de condenarla al ostracismo. Como guinda de la ciaboga argumental, Salmond ha dejado de ser un rompepatrias egoísta y desalmado para convertirse en un político cabal que ha sabido guiar a sus conciudadanos, fuera de grandes estridencias, hasta las puertas de tomar las riendas de su destino. Creo no equivocarme mucho si achaco este cambio diametral de opinión al énfasis —diría que excesivo— que el líder del SNP está poniendo en diferenciar el caso escocés de cualquier otro con el que pudiera ser comparado, y en particular, del catalán o, en quinta derivada, el vasco, que ni se contempla.

Ahí está el clavo ardiendo al que se aferra ahora el centralismo español que quiere pasar por más moderado. “Escocia es única”, proclamaba hace tres día el editorial de El País. La idea nuclear, apuntalada por reportajes in situ y entrevistas a personalidades cuidadosamente seleccionadas, era que lo que se ha dado en aquellos parajes se parece como un huevo a una castaña al resto de las aspiraciones de emancipación en Europa. En resumen, que este referéndum, salga lo que salga, supone el una y no más. Comprobado lo voluble de los argumentos, añado: eso ya lo veremos.