Digamos No

Paradojas interpretativas: la abstención presencial del PNV sobre la ley de sucesión express va a ser ampliamente entendida como un disimulado voto favorable a la continuidad borbónica, mientras que la inhibición ausente de Amaiur se glosará como un pedazo de rechazo del recopón y medio. Que me lluevan las collejas si procede, pero no veo diferencia esencial entre una y otra postura más allá de la presentación en el plato, acorde con la querencia mayor o menor hacia la barrila de cada formación. Leídos, escuchados y hasta comprendidos los argumentos de ambas para obrar así o asá, debo decir que no comparto ninguno de los planteamientos. Fíjense que quien esto escribe arrastra el baldón de la equidistancia militante y el refocile en las medias tintas, pero en la cuestión que se dilucida defiendo que solo caben dos pronunciamientos: sí o no. Y por descontado, me apunto a lo segundo, a un no rotundo gritado a pleno pulmón y hasta con un pelín de cara de mala hostia. Máxime, cuando el 90 por ciento cortesano del Congreso (que ya no representa ni de coña a la misma proporción de la sociedad) va a asegurar el éxito del trile.

Esta es una oportunidad para decirle tararí, no solo a la monarquía en general, sino a esta en particular, la del Borbón restaurado y su progenie. Si en 1978 cabía —echándole kilos de buena voluntad— aplicarle al Capeto el beneficio de la duda, hoy tenemos casi cuarenta años de hechos contantes y sonantes que demuestran que este linaje, da igual quién sea el titular y cuántas visitas nos haga, ha estado, está y estará al frente de los que no nos dejan decidir qué queremos ser.

Monarquicanos

Aunque he tratado a muy pocos en persona, respeto a los monárquicos de convicción. Uno de ellos, el difunto Juan Balansó, que en los ochenta y noventa se hinchó a vender entretenidísimos libros sobre las trastiendas regias, me confesó que lo suyo era una cuestión que escapaba a la lógica y la razón. Entre el cinismo y la lucidez, me dijo que sabía de sobra que todo era una gran falacia y que a las puertas (entonces) del siglo XXI, no tenía ni medio pase la justificación intelectual y/o política de una institución que se asienta exactamente en lo contrario de lo que debe ser la base de una democracia. Y concluyó poco más o menos así: “Esto es un cuento, y si te lo crees, como es mi caso, tienes que hacerlo porque sí y hasta el final”.

Frente a esa honestidad —peculiar, seguramente, pero honestidad al fin y al cabo—, el hatajo de cortesanos que estos días se deshacen en genuflexiones se distingue, además de por la mentada querencia a la coba servil, por un argumentario trafullero y desvergonzado. Sin duda, los más indecorosos de ese ejército de chupacoronas son los que tienen el cuajo de presentarse como exactamente lo contrario a lo que manifiestan sus hechos y sus palabras. La prensa oficial está tapizada a esta hora de ese tipo de lubricante. Les cito como ejemplo (uno entre mil) el ditirambo que firmaba ayer Javier Cercas en El País. Después de tres párrafos de lisonja sin desbastar al Borbón abdicante bajo el título “Sin el Rey no habría democracia”, siente la necesidad de explicarse al comienzo del cuarto: “Aclaro que no soy monárquico”. Cierto, es algo que da más grima, un monarquicano.

Borbón y cuenta vieja

No me apresuraría yo a buscarle mote al futuro Felipe VI. A su padre, hoy abdicante por sorpresa o similar, le bautizaron Juan Carlos el breve, y se ha pegado casi cuarenta años literalmente a cuerpo de rey. Para más recochineo, digan lo que digan los cándidos festejadores de no se sabe muy bien qué, se pira porque la biología no le da más de sí, y que le quiten lo bailado, lo bebido y lo matado en las llanuras de Doñana y Bostsuana. Este triunfo es, perdonen que la coja llorona, otra derrota, no muy diferente de la que supuso ver al bajito de Ferrol diñarla en la cama. Así se escribe la historieta de este reino al que a unos cuantos no nos apetece nada pertenecer.

Y así se seguirá escribiendo, me temo después de comprobar cómo la gran coalición que tanto negó la fracasada Valenciano se conformó ayer a efectos laudatorios del monarca en cese por derribo. Fue cosa de ver y escuchar al interino Pérez Rubalcaba hacerse jabones olorosos del Borbón. Por suerte, no les pilló en campaña, porque el peloteo bochornoso habría acabado por disuadir a los cuatro o cinco votantes que le quedan al PSOE. Con todo, el elogio excesivo es solo el síntoma. La enfermedad reside en la voluntad de ir a piñón con el PP en el toqueteo legal que la nueva situación requiera. Como con el techo de deuda, los partidos turnistas van otra vez de la manita a darle un zurcido a la Constitución para que la corona ajuste conforme a derecho (a su derecho) en la testa del heredero de quien, a su vez, la recibió del caudillo y generalísimo de las Españas. Con cuánta razón proclamó el jodido que lo dejaba todo atado y bien atado.

La casta

De cinco letras. Palabra más pronunciada y escrita desde que el diablo cargó las urnas provocando un roto —ya veremos si superficial o no— al llamado sistema. Tic, tac, tic, tac… Efectivamente, la misma que titula estas líneas: casta. Como habrán comprobado, es el vocablo fetiche de los que festejan, me da a la nariz que con demasiado anticipo, el fin de los viejos tiempos. Se hace a imitación del encumbrado como guía espiritual de la neoinsurgencia, que por lo visto, usa el Macguffin en dos de cada tres frases que suelta en las mil y una tertulias televisivas que le han sido de tanto provecho.

Si le dan una vuelta, verán que no es un fenómeno muy diferente al de las muletillas popularizadas por otros grandes gurús catódicos como Bigote Arrocet, la Bombi o el dúo Sacapuntas en el rancio a la par que entrañable Un, dos, tres de cuando solo había dos canales. Se basa en mecanismos mentales similares, igual por parte de quien pone en circulación la cantinela que por la de quienes la recitan al por mayor. En el caso que nos ocupa, además, hay un algo del caca-culo-pedo-pis que marca la cándida rebeldía de la primera edad, quizá la sintomatología a la que el mismísimo Lenin se refirió, conociendo mejor que nadie el paño, como la enfermedad infantil del comunismo, que hoy traduciríamos como de la izquierda.

Disquisiciones aparte, resulta enternecedor asistir a la división simplista del mundo en lo que es casta y lo que no. Un ejercicio tramposo en el que se señala a los contrarios como portadores de la peste y se libra de mancha a los del bando propio, así sean igual de casta (o más) que el resto.

¡Oh, Susana!

No es solo el PSOE sino la política oficial hispanistaní al completo la que canta la Traviata cuando nombra gran esperanza blanca a una individua que con dificultad ganaría un quesito en el Trivial… y únicamente si su rival fuera Elena Valenciano. Miren que no soy fan del otro nuevo fenómeno ibérico, pero en un pelo de la coleta de Pablemos hay más fundamento que en cuatro horas de parrapla de la tal Susana Díaz, ante la que se inclinan torres altísimas de su atribulado partido. Se siente uno como el niño del cuento del traje del emperador contemplando tanta lisonja babosa hacia una inanidad intelectual cuyo meritoriaje ha consistido en dejar cabezas de caballo sobre la almohada de los conmilitones caídos en desgracia. Es cierto, sí, que en ese ministerio de correveidile aparatero ha demostrado una gran pericia y una frialdad en el laminado de rivales de ya quisieran algunos sicarios del Cártel de Medellín; entre sus víctimas, varias personas que le habían echado un capote. Pero sáquenle cualquier asunto de enjundia de la actualidad y verán cómo naufraga entre topicazos y salidas por la tangente.

Es imposible que no lo sepan la inmensa mayoría de quienes ahora le bailan el agua y le acercan el espinazo mendigándole la bendición. ¿Que eso es por sus fantásticos resultados en las elecciones del domingo? Otro embeleco. El PSOE perdió trescientos y pico mil votos en Andalucía y bajó trece puntos largos, uno más que el PSE del semidimitido Patxi López. Con tal aval y sin haberse medido jamás en unas urnas, Susana Díaz es la llamada a refundar una formación de 135 años. Pues qué triste, oigan

El experimento Podemos

Con Podemos me ocurre como con Ocho apellidos vascos, que aunque no me da ni frío ni calor, no puedo negar que algo tendrá el agua cuando la bendicen. De entrada, su estruendosa irrupción ha puesto las rodillas temblonas a unos cuantos ciclotímicos que pasan en un segundo de pensar que todo está bajo control a proclamar que esto se va al carajo. Esas caras de tribulación, ese humo saliendo por las orejas, esas nueces de Adán como melones en los dueños del balón son ya un triunfo. La pregunta es si la cosa irá más allá o si simplemente se trata del punto más alto de una riada que al cabo del tiempo servirá para entonar con nostalgia qué noche la de aquel día. Recomiendo no precipitarse en la respuesta. Tenemos tsunamis bien cercanos que según los profetas de primera hora iban a decaer en un pispás y que en el momento de escribir estas líneas lucen en todo su esplendor. Bien es cierto que los que vamos para abuelos Cebolleta también recordamos un puñado de cohetes que cayeron con mayor estrépito del que subieron: aquellos 21 diputados de IU en 1996 o aquellos 7 europarlamentarios del CDS de Suárez en 1987 que transcurridas unas pocas lunas se convirtieron en 8 y cero, respectivamente.

Ante la improcedencia del vaticinio, me apunto a observador de un fenómeno que es un caramelo para los viciosos de la política como el que suscribe. No se pierda de vista que su líder carismático y mesiánico, amén de politertuliano con piquito de oro, es un brillantísimo teórico —no es coña; lean su tesis— de los movimientos sociales. De momento, el experimento académico parece que le está saliendo de cine.

La toalla de Patxi

Los titulares hacen bis con cambio de nombre. En menos de 24 horas, donde ponía Alfredo puso Roberto, y un periquete después, Patxi. Pero cuidado con los tiempos verbales. El no muy original “López tira la tolla” debería ser “López tirará la toalla”. Lo anoto porque de aquí a septiembre queda un rato largo y pueden pasar muchas cosas —entre otras, el congreso de la nave nodriza—, pero también porque guardo en la memoria ciertas promesas del protagonista que no se cumplieron. ¿O ustedes no se acuerdan de aquel compromiso solemne de no pactar con el PP que fue roto unas semanas después de haberse formulado? [El coro de voces replica: “¡Como para olvidarse…!”]

Y si van más allá en el calendario, se encontrarán al mismo personaje, nombrado entonces como “el hijo de Lalo”, ebrio de felicidad (por ahí debe de andar el audio), proclamando en un mitin de las autonómicas de 2001 su adhesión inquebrantable a su líder, Redondo Terreros, todavía con el traje arrugado del abrazo de tornillo con Mayor Oreja en el Kursaal. Fue cosa de meses que lo apuñalara como Bruto a Julio César y se quedara con su puesto, tras birlar también un puñado de ideas vasquistas a Odón y Gemma. En efecto, la mano que mecía la cuna era la de un tal Rodolfo, mientras el de las cosas de Jesús observaba entre las sombras.

Si será curiosa la política, que de aquella turbia maniobra surgió el mejor PSE que se haya visto. Se arrancó la caspa terrerista, subió a Loiola, pisó el banquillo por jugársela por la paz y dio la sensación de alternativa firme y creíble. Fue apenas ayer. Quizá la cacareada renovación esté en una moviola.