PSOE, nada está escrito

Quizá se estén imprimiendo las esquelas del PSOE con demasiada premura. Lo anoto siendo uno de los que al ver la orina del enfermo no da un duro por su recuperación. En efecto, todo parece apuntar al fatal desenlace o, en el mejor de los casos, a quedar reducido al mismo estado vegetativo de su primo griego, el PASOK, que gobernaba hace dos años y hoy boquea patéticamente como quinta o sexta fuerza en el erial heleno. Si añadimos la querencia demostrada por el tiro en el pie, el cainismo inveterado, la irrupción de la supernova zurda que amenaza parte de su cuota de mercado y este contexto cabrón que le obliga a seguir pagando los plazos de la hipoteca borbónica que firmó hace cuatro décadas, se concluiría que no hay escapatoria. El destino que aguardaría a Madina o Sánchez sería apagar la luz y echar la persiana.

Ocurre, de un lado, que en política lo más previsible rara vez se cumple, y de otro, que el partido que fundó Pablo Iglesias Possé el 2 de mayo de 1879 tiene una larguísima colección de resurrecciones milagrosas. Diría, incluso, que como la de algunas otras siglas centenarias, su esencia ha sido el filo de la navaja. Ni siquiera hay que remontarse a los tiempos en que prietistas y largocaballeristas se hostiaban a modo en las Casas del Pueblo ni a los días en que el imberbe Carrillo y otros más talluditos la liaron parda. De apenas anteayer es el todo o nada de Suresnes, la espantá con posterior vuelta in extremis de Felipe en el XXVIII Congreso o, la muerte aplazada más reciente, la elección de un sobrero sin pedrigrí —Zapatero— que acabó pisando Moncloa cuatro años después. Nada está escrito.

Por lo menos, disimulen

Como hemos vuelto al pasado mitológico y todo quisque anda citando a los padres fundadores de la transacción, digo de la transición, me sumo con una anécdota cuya moraleja o lectura actualizada vendrá más adelante.

Cuando Adolfo Suárez, después de mil culebreos y birlibirloques, encontró la fórmula para legalizar el PCE y ya tenía día y hora para anunciarlo —aquel sábado santo de 1977—, puso sobre aviso a Santiago Carrillo a través de su mensajero habitual, José Mario Armero. Se trataba de transmitirle al viejo zorro que le tocaba cumplir su parte del acuerdo, es decir, aceptar pública y solemnemente la bandera rojigualda y la monarquía. También se le pedía que tuviera quietecitos a sus camaradas y que no salieran a la calle a celebrarlo. Pero había un añadido muy importante en el recado: “Dile que no se le ocurra agradecérmelo y, mucho menos, elogiarme; si es posible, que me ponga a caldo”. Hay varias versiones del mensaje, pero todas van por el mismo lado: había que evitar como fuera que se viera la componenda, y la mejor forma de hacerlo era seguir intercambiando exabruptos.

Ya que estos días se están remedando apaños como aquellos, sería bueno (para ellos, claro) que los protagonistas tuvieran, siquiera, la malicia de disimular como hicieron Suárez y Carrillo. Sin embargo, nos encontramos con que el PP oficial y el oficioso se deshacen en jabón hacia el PSOE y, particularmente, hacia su líder crepuscular, al que se glosa como el recopón de la generosidad y el sentido de Estado. Cada una de esas loas es un clavo en el ataúd del partido otrora socialista, un abrazo del oso mortal de necesidad.

Sucesión, primer acto

Cuatro horazas de vellón atendiendo a pie firme al primer acto de la pamema para atornillar la sucesión borbónica, y aquí me tienen, incapaz de sobreponerme aún a la sensación de irrealidad. O quizá a lo contrario, al brutal baño de realidad. Esos y esas son los que nos representan, joder qué tropa.

De acuerdo, no caeré en el vicio generalizador. Ha estado muy bien Uxue Barkos, diciendo y votando lo mismo. Me ha gustado el discurso —¡por fin!— decididamente republicano y sin medias tintas de Aitor Esteban, aunque lo hubiera apreciado mucho más con la guinda de un no rotundo en lugar de la abstención justificada (barco, animal acuático) en el tecnicismo. Lo de Sabino Cuadra, logradísimo en forma y fondo, salvo por un pequeño detalle: ha proclamado “¡No vamos a participar en esta farsa!” en el mismo instante, vaya por Marx, en que lo estaba haciendo. Lara, Bosch, Baldoví y Olaia Fernández han puesto proa a los Capetos con digna convicción y, según los casos, parraplas mejorables. Fuera de concurso, el zigzagueo palafrenero de Durán para no enfadar demasiado ni a la dinastía ni a Artur Mas, que ya empieza a estar hasta el mentón del huésped del Palace.

Entre los del sí requetesí, Carlos Salvador oliendo a cuneta, Rosa Díez besuqueando el sistema que tanto critica y que le paga sus caros caprichos, Alfonso Alonso imitando a un Pemán de cuarta regional y a punto de enseñar los gayumbos bordados de coronas. Y luego, Pérez Rubalcaba, el Groucho de Solares, bufando que se puede querer dos sistemas a la vez y no estar loco, lo que Madina Muñoz, Eduardo ha certificado sonoramente: “¡Sí!”. Es lo que hay.

La república del futuro

Con el recuerdo fresco de la modorra social que tanta culpa tiene en los hachazos que nos han dado, resulta estimulante ver las calles pobladas de banderas tricolores. Sí, por muy españolas que sean; ese sarampión ombliguero ya lo pasé. Más que el trapo en sí, además, lo que me parece digno de encomio es que miles de personas de todas las edades vuelvan a pisar el asfalto y provoquen un cierto tembleque —un cuarto de grado en la escala Richter, tampoco exageremos— a quienes estaban acostumbrados a pastorear la manada sin el menor contratiempo.

Aplaudido el afán de movilización y lo que supone, no puedo dejar de señalar, sin embargo, que no acabo de conectar con el enfoque de la mayoría de las reivindicaciones. O mucho me equivoco, o esa república que se reclama es una que, como escribí en el último aniversario, solo existe en una mitología quizá bienintencionada pero pésimamente documentada. Siento pinchar el globo, pero aunque la queramos tanto porque nuestros abuelos murieron por ella y porque los peores asesinos la destruyeron con saña, la segunda república no puede servirnos hoy de modelo, y menos, con tales dosis de cándida y desinformada idealización. Volteando el argumento, diría incluso que lo que nos vale de aquellos años tumultuosos son sus múltiples errores para empeñarnos en no repetirlos.

Lejos de estridencias o postureos, anoto que mi aspiración es la primera vasca, pero me apunto de buen grado y sin que se me caiga ningún anillo a pelear por la tercera española. Quisiera, eso sí, que, evitando caer en la amnesia, la que hagamos no sea la república del pasado sino la del futuro.

Cuatro gatos

Ya estamos con los catetos que al ver venir el tren de frente se engorilan: “¡Chufla, chufla, que como no te apartes tú…!”. O adaptado a hechos recientes: “En la iniciativa Gure Esku Dago solo participaron 150.000 personas sobre una población de dos millones”. Vamos, lo que vendría a ser cuatro gatos, según el teorema pardo de las mayorías silenciosas, medidas y autoatribuidas a beneficio de obra.

Señalemos, de entrada, que no hay peor ceguera que la voluntaria, y preguntemos inmediatamente después qué movilización de la contraparte ha cosechado una concurrencia similar. ¿Habría un par de narices a convocar una cadena humana, un flahmob o la folclorada que les pete a favor de la unidad indisoluble de España? Este humilde plumilla aceptaría la comparativa, incluso sabiendo que dos de cada tres que se citaran a un evento así serían carretados desde un poco más abajo de Pancorbo.

Pongan fecha, y a la espera, si creen que los votos del populacho son la expresión de algo, hagamos dos montones. A un lado, los de las formaciones que apoyan el derecho a decidir; al otro, las siglas que dicen que ni hablar del peluquín. Escojan entre cualquiera de las elecciones desde que volvió a estar completo el abanico de opciones. O mejor, tomemos todas en orden cronológico. Qué fenómeno tan curioso, ¿eh? La diferencia entre los del sí y los del no se va agrandando de votación a votación.

¿Sigue pareciéndoles que eso no significa nada? Pues ya solo queda la verdadera prueba del algodón. Si tan confiados están en que son más, no deberían tener mayor problema en preguntarlo directamente. Aquí te espero, Baldomero.

Timo constitucional

En más de una ocasión he escrito —y la última, no hace mucho— que el tiempo ha demostrado que el bajito de Ferrol sabía lo que se decía con su célebre chulería del “atado y bien atado”. En honor a la verdad histórica, que ya sé que importa una higa, como estamos viendo durante estos días de lametones borbonescos, habría que matizar que el viejo matarife se fue a la tumba dejándolo todo manga por hombro. Los años postreros de su régimen fueron un desmadre de camarillas hostiándose por la herencia inminente y/o por hacerse un sitio en lo que fuera que viniera tras el hecho biológico. Entre que el dictador apestaba ya a cadaverina, que siempre había sido un puto desastre como planificador, que sus esbirros eran tan serviles como inútiles, y que su narcisismo le impedía colocar un sucesor que le hiciera sombra en la comparación, lo que quedó al palmarla fue una jaula de grillos. Si el antifranquismo no hubiera estado más dividido aun que el franquismo y, sobre todo, si no hubiera estado tan acojonado, podría haberse impuesto sobre ese guirigay, dando paso a una auténtica nueva era.

Pero no fue el caso. Ocurrió, al contrario, que una parte sustancial de la oposición se metió en apaños con la facción continuista que se demostró más hábil, la de Torcuato como muñidor y Juan Carlos como cara visible. Los participantes en esa componenda fueron los que de verdad amarraron el pasado y el futuro, que es nuestro presente. Fue un juego de pillos en el que cada cual se aseguró su parcelita de poder. A ese timo le llamaron Pacto Constitucional, y casi cuarenta años después sigue obligando a quienes lo firmaron.

Egunkaria, ¿y ya está?

Es asombrosa la naturalidad con la que asumimos la injusticia. Leo, escucho y hasta yo mismo he contado en Gabon de Onda Vasca que con el archivo de la causa económica, el caso Egunkaria queda definitivamente cerrado. Definitivamente. ¿Se hacen cargo de la magnitud del adverbio? Estamos diciendo en apenas una línea que once años y tres meses de atropellos sucesivos se van al limbo y que, además, tenemos que celebrarlo porque bien está lo que bien acaba y porque podría haber sido mucho peor. Para aumentar mi sorpresa y desasosiego, una de las personas que ha padecido en sus carnes la suma de arbitrariedades, el exconsejero delegado del diario laminado, Iñaki Uria, me dice que da por bueno el desenlace. En sus palabras percibo el brutal hastío de quien ha sido puesto al límite de sus fuerzas una y otra vez y ya solo aspira a que dejen de apalearlo. Humanamente compresible, faltaría más, pero al mismo tiempo, elocuente sobre la inmensa desventaja con que los mortales de a pie encaramos los pulsos con el poder. Perderlo casi todo en lugar de todo es una victoria. Las costas en bilis las pagamos de nuestro bolsillo, o sea, de nuestras entrañas.

Pues yo me rebelo, aunque sea en esta insignificante columna y en la pequeñez de mi ser. He escrito demasiado sobre el reconocimiento del daño injustamente causado como para aceptar ahora que esta página haya que pasarla a medio leer. No hablo de revancha. Ni siquiera de una reparación que sé imposible. Me valdría, siendo nada, una sincera petición de perdón.