Las sandalias de Mujica

En Montevideo acaba de entrar el invierno. Aunque no se espera que sea especialmente riguroso, en estos primeros días, la temperatura media ha rondado los 10 o 12 grados. Muy llevaderos, seguramente, pero no tanto como para invitar al pantalón a tres cuartos de pantorrilla ni a las sandalias sin puntera ni talón que lucía el presidente de Uruguay en la foto que da lugar a estas líneas. Corrió como la pólvora por Twitter bajo la leyenda “Pepe Mujica aguardando su turno en un hospital público”, que algunos fueron apostillando según sus gustos y obsesiones predilectas: “Nunca veréis hacerlo a Rajoy”, “Para que aprendáis la diferencia entre lo que es casta y lo que no”, “Inmensa lección”, y ditirambos del pelo. Lástima que, una vez más, el derroche de épica, lirismo y ortografía manifiestamente mejorable no estuviera sustentado en hechos reales.

La instantánea no fue tomada en ningún centro sanitario, sino en unas dependencias del parlamento uruguayo —no muy lustrosas, es cierto— donde el entrañable Mujica había acudido al juramento de su nuevo ministro de Economía. Había ocurrido hace seis meses, en el verano austral que daba sentido al atuendo informal del presidente, que no obstante, por el contraste con la solemnidad de la ocasión, llamó la atención de la prensa de su país. Una mínima incursión en Google les hará llegar a la noticia original, aunque les prevengo sobre algún primer plano no demasiado agradable de las uñas de los pies del austero mandatario.

Los que se vinieron arriba con el panfleto no aceptan que tragaron como panchitos. Alegan, echándole un par, que podía haber sido verdad.

Nada personal

Todo lo que cabe pedirle al rey —es decir, exigirle— es que devuelva lo que no es suyo y se quite de en medio. Lo demás es entrar en el juego y aceptar, aunque sea por pasiva, que a estas alturas del tercer milenio tiene sentido que la jefatura de un estado sea hereditaria por vía inguinal. Incluso si el destino nos deparase al más justo y benéfico de los monarcas, deberíamos poner pie en pared y renunciar a la hipotética felicidad que nos hubiera de traer, simplemente por una cuestión de principios. Hay que acabar de una vez con la anomalía histórica, con el tremendo anacronismo. Punto. Hasta plantear un referéndum es conceder carta de naturaleza a lo irracional. ¿Sería admisible, por más que lo apoyase una mayoría, que todas las instancias de gobierno, cargos judiciales o empleos públicos fueran hereditarios? Ahí dejo la pregunta.

Hago estas anotaciones sin albergar ninguna inquina especial por el ciudadano Felipe de Borbón y Grecia. Pasando por alto que, como dice Luis María Anson, lo más parecido a un Borbón es otro Borbón, no dudo de que este en concreto tenga la preparación del copón y medio que le cantan los juglares. Y seguro que es un tipo sensato, moderno, cabal, menos dado a la jarana y a los caprichos bragueteros que su antecesor, con un círculo de amistades que no desprende tanta caspa, amén de esposo ejemplar y cariñosísimo padre, como hemos podido ver. Todo eso estaría muy bien si se tratara de tomarse unas cervezas o unos cafés con él o, por qué no, de votarle en unas elecciones en las que se enfrentara de igual a igual a otros candidatos. Pero ya sabemos que ese no es el caso.

Las no víctimas de Urquijo

Ocurrió en el tiempo de prodigios del que tanto nos dan la brasa bañada de ajonjolí. Un mes después de la legalización (previo arrodillamiento) del PCE y uno antes de las primeras elecciones tras la muerte en la cama del señor de El Pardo. Llevaba año y medio en el trono el Borbón recién abdicado y aún no se había cumplido el primer aniversario del nombramiento del beatificado Adolfo Suárez como presidente del gobierno español. Era ya ministro de la porra el siniestro Rodolfo Martín Villa. A pesar de un aligeramiento para la foto, las cárceles seguían a reventar, y en el norte irredento del que procedían gran parte de los presos, gentes de diverso signo convocaron la Semana pro-amnistía. Balance final: ocho muertos de entre 28 y 78 años. Cinco cayeron a tiros de la policía o la guardia civil, uno fue atropellado al intentar retirar una barricada y a otro le fulminó un infarto en medio de la refriega. El octavo fue Francisco Javier Núñez. Les recuerdo su caso.

El último día de las protestas bajó a comprar el periódico y quedó atrapado en los disturbios. Unos uniformados le molieron a golpes. Dos días después fue a presentar una denuncia al Palacio de Justicia de Bilbao. Al salir, lo interceptaron unos tipos que se lo llevaron a un lugar en que volvieron a apalearlo y le obligaron a beber una botella de coñac y otra de aceite de ricino. Falleció días después con el hígado reventado.

Hace unos meses, el Gobierno Vasco lo reconoció, junto a otros, como víctima de la violencia policial en un decreto que el virrey Carlos Urquijo ha recurrido. Solo él sabrá por qué. Los demás nos lo imaginamos.

Militar, por supuesto

Qué pena por las crónicas del colorín, que no podrán decir que su nueva majestad vestía un sobrio pero elegante traje gris marengo el día de su coronación. De entre su amplio guardarropía, el sucesor del sucesor del bajito de Ferrol escogió (o le escogieron) las galas de milico, que le sientan de pelotas a un tío con tan buena planta, sí, pero que sobre todo cantan la gallina sobre de qué va esta vaina de la monarquía parlamentaria. En última y primera instancia, el rey, o sea, el jefe del Estado, es un soldado y su mando en plaza lo es porque es el capitán general de todos los ejércitos. Como ironizaba la otra noche en Gabon de Onda Vasca el historiador Luis de Guezala, se ha cumplido el anuncio del golpista y torturador capitán Muñecas el día que acompañó a Tejero a secuestrar el Congreso: “Estense tranquilos, que enseguida vendrá la autoridad competente, militar, por supuesto, a determinar qué es lo que va a ocurrir”.

Pues ahí llegó, 33 años después, el que entonces era un crío que ya jugaba con un cetme hecho a medida, a ponerse al frente de la unidad de destino en lo universal. Vale, no exagero, lo último no lo dijo, pero lo otro lo silabeó: “Quiero reafirmar, como rey, mi fe en la unidad de España”. Vino luego, cierto, el disimulo con lenguaje de la Sección de Coros y Danzas, mentando la rica variedad regional y hasta citando a Aresti, que menudo revolcón tuvo que llevarse en su tumba, él, que ni quería que pusieran su nombre a una calle.

Aplaudieron a rabiar todos menos dos a los que unos atizan por haber acudido y otros por el intolerable desprecio. Y al terminar, un desfile, claro.

Borbón por Borbón

Qué manía tiene la Historia en darle la razón a Marx y repetirse una y otra vez, ya como tragedia, ya como farsa, o ambas cosas al mismo tiempo. Lo de hoy, sin ir más lejos, es un remedo bufo de aquel 22 de noviembre de 1975, cuando un tipo que era todo ojeras juró por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informaban el Movimiento Nacional. Cambia, si cabe, que todo ese armatoste jurídico-ideológico que invocaba Juan Carlos está convenientemente diluido —pero presente en lo básico, ojo— en la Constitución que citará su hijo y heredero. Habrá también este o aquel toque de modernidad y algún guiño ocurrente, pero lo esencial seguirá estando ahí, con la sangre de la dinastía ejerciendo de vehículo de continuidad y con un ejército de cortesanos vendiéndonos la moto de que el inmenso paripé obedece a la voluntad popular libremente expresada. Bien que se ocuparán de no preguntar por ello.

El resumen es que un Borbón sustituye a otro Borbón. Fin de la novedad. En el futuro no podremos declararnos sorprendidos ni, mucho menos, decepcionados. Lo que hace 38 años y medio eran incógnitas, en el día y hora de la proclamación de Felipe VI son certezas. Ya escribí que no hay lugar al beneficio de la duda. Nos aguarda una reedición corregida y aumentada de lo que ya conocemos. Quizá con otro tono, con otras formas. Allá donde al viejo le decían campechano, a este, que seguramente será menos propenso a las calaveradas, le dirán jovial. En todo lo demás no habrá grandes diferencias. Lo estamos comprobando ya.

La guerra de los taxis

Sigo con atención y cierta perplejidad lo que, con nuestro habitual gusto por la épica, los medios hemos bautizado como guerra de los taxis. Mi primer apunte del natural al respecto es que si hace apenas quince días el común de los mortales, empezando por el que suscribe, no tenía idea de la existencia de la tal plataforma Uber, ahora la conocen decenas de miles de personas. Efecto Streisand de manual, impagable e impagada campaña publicitaria para lo que, por mucha modernez que la envuelva, no deja de ser otra empresa más con su estrategia para conseguir cuota de mercado y, por descontado, ánimo de lucro.

Ahí entiende uno que debería terminar la bronca. Si compite y busca lograr beneficios, debe someterse a las mismas reglas que cualquier otra compañía: obtiene su licencia de actividad, cumple los requisitos concretos del sector, acuerda unas condiciones con sus trabajadores o colaboradores y, naturalmente, paga sus impuestos. Obviamente, el precio final del producto ya no sería tan atractivo y el negocio no resultaría tan redondo, gajes de la economía de mercado regulada.

Me sorprende de este caso —o quizá no— que los más progres del lugar se hayan erigido en defensores de los vivillos promotores del invento. Cual furibundos neoliberales de la escuela de Chicago andan pontificando que cada quien se lo monta como quiere, que el Estado no es nadie para meter sus zarpas en una iniciativa social (hay que joderse) y que lo que tienen que hacer los taxistas tradicionales es espabilar, o sea, currar más por menos. Y al de un rato, te los encuentras echando pestes del malvado capitalismo. Coherencia.

Podemos tiene aparato

Es lo que tiene inventar la gaseosa, que la presunta novedad dura lo justo y un simple titular actúa de delator. “La candidatura de Pablo Iglesias obtiene el 86,9 por ciento para dirigir Podemos”. Muy currado el porcentaje, para que no parezca ni que ha sido a la búlgara ni que hay una contestación interna preocupante ya de saque, pero en esencia, el mensaje del enunciado es inapelable: ha ganado el aparato. ¿No es eso lo que diríamos de cualquier otro nombre y otras siglas con una cifra semejante? ¿Por qué no ha de valer en este caso? Ah, ya, porque se trata de una formación diferente donde la participación se estructura de un modo que escapa a la ley de la gravedad y los pajarillos cantan, las nubes se levantan… Vístanlo como quieran, que lo del sábado en la Complutense seguirá siendo un congreso tan convencional como el que más, y si nos ponemos tiquismiquis, hasta con un toque rancio de asamblea universitaria de los setenta. Probablemente, algunos no lo sospechaban (y jamás lo admitirán), pero los famosos círculos son tan redondos como el aro por el que hay que pasar incluso para derribar el sistema, voltearlo, o darle una mano de pintura.

Tampoco deberían tomárselo a la tremenda. No hay nada de vergonzante en tener un aparato y una disciplina. Tales cosas existen, más o menos visibles, en todos los partidos y allá donde fallan, catacrac. Pase que se haga de nuevas cualquiera de los miles de seguidores entusiastas. Los de la cúpula, empezando por el gurú, tienen doctorados en la materia. Saben perfectamente que en una organización política la horizontalidad es vertical. También en esta.