Mayoría bulliciosa

Mírenla, ahí va, la mayoría que muchos llaman silenciosa y a este servidor le resulta, sin embargo, bulliciosa. Como los cometas y los eclipses en jornadas de cielo raso, es en estos días de villancicos y lucecitas urbanas lisérgicas cuando mejor se deja ver. Por supuesto, en tropel, en manada, en masa compacta, ocupando la calle, que para eso es suya, aunque a veces la presta para otros propósitos. Ya quisieran nueve de cada diez manifestaciones antiloquesea disfrutar de la misma afluencia que estas apabullantes procesiones por los lugares santos y profanos del consumismo. Qué dilema, oigan: ¿Consumir es una prueba de alienación y sometimiento o el estímulo indispensable para que despierte la economía de su letargo y eche a andar la locomotora? Supongo que la respuesta es diferente dependiendo del rato en que te pillen, si Visa en mano o tecleando con furia contra el sistema en ese smartphone carísimo que tanto y con tan mala hostia suelo citar. No saben lo que me reí el otro día en un foro de bienpensantes que debatían, con enorme conocimiento de causa, sobre los diferentes modelos de ordenadores de una marca a la que en público —y con razón, diría yo— satanizan.

No, no me desviaba del asunto. La pésima noticia es que hay muy poca escapatoria. Esos ciudadanos tan exquisitos, lo mismo que aquí el que suscribe y, sin ánimo de ofenderles, muchos de los que pasan sus ojos por estas líneas, formamos parte del rebaño. Conozco a tres o cuatro, de esos que entrevistan Roge Blasco o Iñaki Makazaga, que se han escapado echándose una mochila a la chepa y poniendo una pila de kilómetros de por medio. El resto, con resignación, disgusto o, por qué no, placer, integramos alguna de las centurias de la gran legión social. Si logran sobreponerse a la depresión de asumirlo, obtendrán un valioso diagnóstico que incluye la explicación sobre por qué pasa lo que pasa y, ¡ay!, por qué seguirá pasando.

El simposio

Los simposios suelen ser un peñazo del carajo de la vela. Tiene delito, porque si van a la etimología de la palabra, descubrirán que el significado alude al acto de beber juntos. Ya puestos, los griegos, que sabían montárselo, añadían condumio, sexo y juegos de oratoria. Como es público y notorio, en la actualidad las actividades gastronómicas y lúbricas van fuera de programa —aunque se incluyen en el caché de los ponentes— y lo único que pervive es el blablablá. Aliñado con un pogüerpoin, lo que en la mayoría de las ocasiones triplica la intensidad del pestiño y hace que los asistentes maldigan el momento en que se inscribieron y cuenten los segundos que quedan para la parte extra-académica o, por lo menos, para la pausa del café.

Con tales características —y otras peores que he omitido— estos conciliábulos no resultan lo que se dice atractivos para el común de los mortales, que los ignora olímpicamente. Cada semana en cada ciudad puede haber dos docenas de encuentros, jornadas, congresos o similares que pasan absolutamente desapercibidos salvo para los matriculados y, quizá, los periodistas, que somos abrasados a notas de prensa por los impíos (e ingenuos) gabinetes de comunicación de los organizadores. Por eso tiene un enorme mérito que una de estas chapas siderales, la que se celebra desde ayer en Barcelona, haya conseguido no ya un puñado de líneas en páginas interiores, sino titularazos de primera, lugar privilegiado en las tertulias más chic, broncas parlamentarias y hasta una querella ante la fiscalía por incitación al odio.

Un triunfo del marketing y, más concretamente, de la habilidad para bautizar el evento. Un hallazgo enorme, lo de “España contra Catalunya”. A los propios les sube la cachondina y a los ajenos se les dispara la bilis negra. Unos y otros lo pasan en grande con el pifostio correspondiente. Pero el simposio no deja de ser, como casi todos, un duermeovejas.

Mi reconciliación

Yo no quiero reconciliarme. Es más, ni sé con quién o con quiénes debería hacerlo, porque he tenido choques de amplio y diverso espectro. Nada demasiado serio en general, pero lo suficiente como para que no me apetezca darme la mano y un abrazo con seres a los que reservo una indiferencia civilizada. Y con esto trato de dulcificar el mensaje inicial, que conscientemente era una entrada de elefante en cacharrería. Quiero decir que no propugno instalarse en el rencor, ni mucho menos, en la venganza. Ni siquiera aspiro a ser el modelo de acción. Diría, incluso, que al contrario, me encantaría que el resto de mis congéneres tuvieran la bonhomía que a mi me falta y fueran capaces de estar a partir un piñón o los que sean con personas que un día les agraviaron o les provocaron un sufrimiento injusto. Admiro y aplaudo hasta la emoción, créanme, a los participantes en iniciativas como Glencree, donde víctimas y victimarios (*) se miran a los ojos y conversan sin animosidad. Ojalá fueran la norma.

No obstante, salvo que queramos engañarnos, todos sabemos que conductas así son la excepción. Encomiable, pero excepción. Para el resto de los casos hay que conformarse con soluciones más realistas, al alcance de los humanos imperfectos que son (o somos) la mayoría. Insisto, porque es muy importante que se entienda, que no hablo de nada ni remotamente parecido a la revancha. Desde luego, empezaría con un reconocimiento sincero del daño causado y seguiría con la promesa firme de no volver a reincidir bajo ninguna circunstancia. Sería muy necesario renunciar a tentaciones justificatorias de lo hecho y, por descontado, a conductas que positivamente se saben ofensivas y dolorosas para el otro.

A partir de ahí, primero coexistir, un poco más tarde, convivir, y dejar que el tiempo haga el resto. Habrá casos en los que la ansiada reconciliación llegue de un modo natural. Y otros en los que no será así, sin más.

(*) CORRECCIÓN: Como bien me indican, en la iniciativa Glencree no participan «victimarios». Son víctimas de diferentes violencias. Me dejé llevar por la inercia. Pido disculpas.

Lecciones, las justas

De alguna manera, sigo donde lo dejé ayer. Porque no tuve espacio para anotar todo y también porque me da pie a ello la previsible reacción de la bienpensancia a las líneas incompletas que firmé. De una parte, en realidad, la que me señala como apologeta de la caridad, que en su imaginario es sinónimo de humillación. Y no digo yo que no, incluso sabiendo que puedo hacerles una finta etimológica para relacionar la palabra maldita con el término cariño. Me llevaría medio párrafo que prefiero emplear, sin embargo, devolviéndoles su imagen en el espejo. Espero no darles un gran disgusto si les apunto a los justicialistas de pitiminí sus muchísimas similitudes con las señoronas empeletadas y con el cuello forrado de perlas que le echan un rato a la beneficencia, previo aviso a las cámaras. En el fondo, me temo que la animadversión —no diré que injustificada— a estas urracas visitadoras de asilos viene porque trabajan con la misma materia prima, la miseria ajena, que unos y otros pretenden en régimen de exclusividad.

Hago notar una paradoja que tengo certificada: no pocos de los que nos adoctrinan sobre el empobrecimiento progresivo son progresivamente más ricos. Han encontrado un filón en la denuncia de la desigualdad y la explotan con tanta maestría como impudor. Rizando el rizo, sus crecientes emolumentos provienen de los mismos emporios malvados contra los que lanzan sus feroces diatribas de carril.

Si considero invencible el capitalismo es porque ha demostrado que sabe rentabilizar el anticapitalismo y tener a su servicio lacayuno a sus máximos detractores. Sin ningún problema moral, además: no creo que el empresario Lara haga distingos entre los euros que le vienen de sus medios de comunicación para gente de orden y los que le llegan de su canal progre. Los negocios son los negocios, gran enseñanza de don Vito Corleone. Siendo esto así, en materia de solidaridad, lecciones, las justas.

Prohibido dar trigo

Les cuento la penúltima de Progrelandia: los bancos de alimentos son un instrumento de la reacción al servicio de la perpetuación de la pobreza. O sea, que esa señora de sesenta y cinco años con el peto azul que brega como una leona entre cestas y bolsas de plástico a la entrada del súper de mi barrio es una agente del capital. Bueno, también hay una versión más condescendiente —¡Viva la superioridad moral!—, según la cual es una analfabeta ideológica cuyas buenas intenciones son torvamente manipuladas desde Wall Street. Si viera menos telenovelas y más programas de Évole, si en lugar de jugar a la brisca en el bar de los jubilados se abriera una cuenta en Twitter, esta buena mujer estaría al corriente de la ortodoxia en materia de solidaridad moderna y chachipiruli, cuya máxima es que hay que predicar mucho pero jamás dar trigo. Que tu fuerza se vaya por la boca; no la emplees echando una mano al prójimo, porque en realidad al que beneficias con tus agujetas moviendo paquetes de arroz es al Gobierno.

Por perversa y mezquina que les pueda parecer, esa es la lógica. Sostienen estos monopolistas de la justicia social que las lentejas o el atún que rascas de tu bolsillo con la mejor voluntad invisibilizan la responsabilidad del Estado, que es quien debería ocuparse de que no haya estómagos vacíos. La pregunta de cajón es: ya, pero, ¿y si la evidencia palmaria es que el Estado ni lo hace ni lo va a hacer? La respuesta, que jamás tendrán los bemoles de verbalizar así, sino con encogimientos de hombros o desvíos de la mirada a sus smartphones de trescientos pavos, es que los que no tengan que comer se jodan y bailen. O que salgan de una vez a tomar el palacio de invierno, que ellos aplaudirán en pijama desde las redes sociales. Y hasta les montarán un crowfounding, que esa forma de apoquinar sí mola, para que un cineasta mega-alternativo inmortalice el levantamiento de la famélica legión.

Muerte (in)digna

¿Por qué tristeza? Supongo que porque los seres humanos, qué contradicción, acabamos funcionando como autómatas. Tenemos programadas las respuestas a cada estímulo y hasta los sentimientos, que uno imaginaría que deberían ser el último reducto de lo personal e intransferible, se rigen de acuerdo a unas pautas establecidas. Así de gregarios somos: al toque del resorte adecuado, nos dejamos invadir por una congoja exquisitamente convencional, que cumple con todas las normas ISO de la pena y evacuamos la cantidad de aflicción que indica el prospecto. A la muerte de una gran personalidad planetaria, por ir ciñéndome al caso concreto que ha provocado esta reflexión seguramente estúpida, le corresponde equis desazón. Y tal cual la expresamos, sin reparar siquiera en las circunstancias concretas, como si fuera lo mismo llorar por alguien que deja este mundo sin colmar su plenitud que por alguien cuya vida era solo un tecnicismo médico desde hace tiempo.

No, yo no he sentido tristeza alguna por la muerte de Mandela, que por cierto, me tocó anunciar en directo a los oyentes de Onda Vasca. En todo caso, un tanto de rabia y asco por la miserable hemorragia de elogios fúnebres de quienes representan exactamente lo contrario que él, colectivo que abarca de extremo a extremo del abanico ideológico. Nauseabunda, la subasta de su cadáver y de su legado entre tantos que lo hubieran matado física y/o virtualmente y que de algún modo continuarán haciéndolo. Vomitivas, las comparaciones a beneficio de obra de su figura con la de cualquier mangarrán que se ha llevado a treinta o cuarenta por delante, qué falta de respeto.

Más allá de ese mal cuerpo por la manipulación impúdica, lo que siento es alivio porque por fin vayan a dejarlo descansar en paz. Para mi, además de todo lo obvio, Mandela era una persona a quien se le privó (no sé si fue la biología o los intereses) del sagrado derecho a morir dignamente.

Zzzzz…

Joseba Egibar acusó ayer a la bancada sociopopular del parlamento vasco y a la excrecencia magenta que la redondea de buscar el ruido mediático al llevar a pleno y no a la media luz de La Ponencia la quincallería dialéctica sobre ETA y cuestiones aledañas. Pierda cuidado el portavoz jeltzale si su preocupación son los titulares escandalosos y arrojadizos, pues esos hace tiempo que ya no los mira ni Cristo, se suelten en la tribuna de oradores, en los pasillos o al salir de los reservados íntimos donde los representantes de la soberanía popular se hacen arrumacos. No saben cuánto admiro y a la vez compadezco a los cronistas de la cámara —empezando por mi querida Marta Martín—, condenados a ser heraldos de lo que ya no le importa a (casi) nadie. Es verdad que más cornadas da el paro y que esta profesión de cuentacosas está muy jodida, pero aun así, da coraje asistir al desperdicio de talento y entusiasmo. ¡Lo que daría por entrar a un bar y encontrarme a dos paisanos departiendo sobre lo que le dijo Quiroga al lehendakari o lo que le espetó Arraiz a Ares! Me valdría un batzoki, una herriko o una casa del pueblo, pero me temo que ni en tales lugares se obrará el milagro.

Y sí, puede ser que esta sociedad —ya dije que era osado hablar en nombre de toda ella— peque de una cierta desidia, apatía, abulia o pachorra, pero no me negarán los 75 escañistas de Vitoria-Gasteiz, donde se hace la ley, que tampoco ponen mucho de su parte por animar el cotarro. No me joroben que creen en serio que a estas alturas van a despertar el interés del respetable con una moción sobre la deslegitimación del terrorismo. Oigan, no ofendan, que ese parcial está aprobado hace un buen rato, y si quedan cuatro recalcitrantes en sexta convocatoria, pues se van a ellos y les echan la charla. O los dejan por imposibles, que de todo tiene que haber, y dedican su tiempo a algo más provechoso que dar vueltas en el tiovivo.